Vaya por delante la afirmación de que, sin duda, estamos ante una de las grandes sorpresas que nos ha dejado el recientemente concluido Festival de San Sebastián. La película (Güeros, dirigida por Alonso Ruizpalacios) llegaba precedida por sus éxitos en Berlín (mejor ópera prima) y Tribeca (mejor fotografía y mejor nuevo director), quizás demasiado palmarés dadas sus competidoras, y, como era esperable, se alzó con merecimiento con los principales premios en los que competía, el de Horizontes Latinos y de la Juventud. Triunfos envidiables que, en otras circunstancias socioeconómicas, quizás garantizarán un estreno digno en nuestro país, pero que lamentablemente tan solo dejan abierta la puerta a circuitos alternativos dentro de las principales ciudades. Y puede que hasta eso sea mucho pedir.
A pesar de su declaración inicial de intenciones, rodada en blanco y negro y en formato 4:3, es la aparente relajación e intrascendentalidad de la obra lo primero que sabe llegar al espectador medio. Porque Güeros ante todo es divertida, muy divertida. La historia de Sombra y Santos, dos amigos que viven en la más absoluta inactividad. Encerrados en un pequeño apartamento al que le han cortado la luz y que se autodeclaran en "huelga de la huelga de estudiantes" que sacude la ciudad es cuestionada a base del dinamismo que otorga la visita del hermano menor de Sombra, Tomás, quien insiste en buscar a la idolatrada y enigmática figura de su infancia, el hombre que pudo haber salvado al rock mexicano. La cinta, que comienza con una secuencia y un pulso de cámara al hombro digno del compatriota Robert Rodríguez, no tarda en mostrar sus cartas con un atrevido movimiento de rotación de cámara en plena carrera, volteando el universo con decisión para que podamos ver lo que normalmente nos pasa desapercibido. Es este desvelamiento el anticipador de toda la ruptura que está por llegar, el primer aviso de que estamos ante un filme distinto. Filme que deriva el siguiente cuarto de hora a base de carcajadas en la estaticidad de la comedia que se vale por sí misma. Ya saben, esa que formalmente luce simple, descuidada, y que fía todos sus recursos cinematográficos a un potente guion bien interpretado. Esa misma que llevó a Kevin Smith a la fama con esa joyita que es Clerks.
Y cuando nos sentimos cómodos ante este estilo tan reconocible. Cuando el viento sopla y el discurso queda súbitamente superado en el momento en el que los personajes abandonan el edificio en el que viven para aventurarse en la noche de Ciudad de México. Comienza entonces una road movie de temática diluida en la que los personajes y la reflexión se entremezclan en un collage que, a pesar de ser en ocasiones artificioso, no pierde ni naturalidad ni frescura. Son, de nuevo, las formas las que voltean lo que tantas veces hemos visto regalándonos la sensación de novedad, especialmente en la relación de amor y en la humedad de ese último beso que parece no tener fin. Esa puede que sea la principal virtud de este trabajo, que a pesar de no escapar del espíritu gamberro sabe mantener un afán intermitentemente poético. Concediendo pausas en su desarrollo, dejando respirar, concentrándose en detalles insignificantes con primerísimos planos, o en juegos sonoros que a nivel narrativo no van más allá de la impresión que producen. La autoconsciencia de su realizador es la responsable de que podamos hablar de obra de culto instantáneo. Ya que en ese sentido la cinta en ningún momento es una convencionalidad que busque correr riesgos. Está situada en una esfera más elevada, en el nivel del juego y de la diversión, en el de la pura osadía de quien realiza su primera película con total atrevimiento y libertad, y quizás sea así como sin pretenderlo llega a crear esta obra de arte. Porque la narrativa, a pesar de estar guiada por un muy buen guion, no es grande ni pretenciosa. Porque, quizás. la historia, el reflejo de la mitomanía de unos personajes que buscan al ídolo de su infancia, al hombre que hizo llorar a Bob Dylan, quizás sea lo de menos. La forma absorbe al contenido continuamente, envolviéndolo en un halo que causa una atractiva fascinación que no es frecuente de ver en el cine reciente.
El discurso huele a nouvelle vague, sí, pero desde un redescubrimiento y una redefinición despojados de todo intelectualismo. Y como en las mejores películas de los maestros franceses en esta dirección hay cabida para todo sin que nada desentone: hay cortes bruscos, elipsis, zooms, travellings, saltos de eje, y hasta metaficción con tintes brechtianos. Por todo ello, no es ni en su ritmo ni en su frescura en donde reside el punto vital, sino en su estilo, en su voluntad plena de transgredir los cánones que la era digital parece haber vuelto a imponer a modo de producción industrial desde las popularizadas escuelas de cine. ¿El resultado? Guiones hechos siguiendo los mandamientos de un manual best-seller y obras de bajo presupuesto que tienden a imitar a millonadas hollywoodienses en una búsqueda de una presunta objetividad artística y estética. Y, sin embargo, no es ninguna trampa que esta cinta no se haya grabado con actores amateurs, 6 000 euros y una 5D, porque a pesar de ocultarnos su millón de dólares de presupuesto nos remite a la honestidad más genuina; a la libertad creativa absoluta que asociamos a la esencia cinematográfica pura de la que tanto gustaban de teorizar Truffaut o Godard como el futuro del cine; el tiempo que debió de haber llegado en el que todo individuo podría hacer su película sin presión alguna a modo de ensayo personal. Sinceridad y atrevimiento audiovisual. Ojalá la mitad de películas con presupuesto fueran así. Ojalá todas las películas sin presupuesto fueran así.