Jorge, es un padre de familia esforzado. El dinero les alcanza para cubrir sus necesidades. Una tarde es asaltado por Kalule, un conocido delincuente de la población donde viven. Su hijo decide recuperar lo poco y nada que su padre tenía. Kalule, al verse increpado, balea al joven, quien salva de la muerte. Kalule es condenado a solo dos años y un día de cárcel. Al salir, Kalule decide intimidar a toda la familia. La policía dice que no puede hacer nada. Jorge decide hacer justicia por sí mismo.
Matar a un hombre es el sugerente título de la última película del chileno Alejandro Fernández Almendras, quien en 2009 deslumbrara con Huacho, su primer largometraje, y posteriormente consolidara su estilo y armas para el cine con Sentados frente al fuego en 2011. Este, su tercer largometraje, y considerada por muchos como la mejor película chilena del año, fue ganadora en Sundance y la escogida para representar al país en los próximos premios Oscar. Una carta de presentación no menor para una película cuya premisa es bastante simple desde el punto de vista argumental, al presentarnos a un hombre que es acosado por un cercano delincuente, viéndose obligado a responder. Así, la cinta nos plantea una interrogante cuya respuesta puede no ser tan sencilla. ¿Qué tan lejos estamos dispuestos a llegar para proteger a nuestra familia?
Jorge (Daniel Candia) es un hombre de clase media baja que vive y trabaja en el sur de Chile. Su familia, compuesta por su mujer y sus dos hijos, viven con lo justo en un barrio relativamente peligroso. Kalule (Daniel Antivilo), un delincuente vecino y conocido de Jorge, lo asalta y, posteriormente, tras un conflicto con Jorgito (Ariel Mateluna), el hijo de Jorge y constantes amenazas a la familia, Jorge se ve ante el dilema de si debe o no tomar el control de la situación con sus propias manos ante la escasa respuesta de la justicia.
Fernández Almendras ha demostrado a lo largo de su corta, pero prometedora filmografía, contar con un estilo personal muy definido en la manera en cómo concebir el cine como un método de expresión y retratar a diversos actores de la sociedad, sumergidos en conmovedoras y trascendentales historias de vida. Y Matar a un hombre es la guinda y consolidación de un trabajo evolutivo que obtiene el mejor de los frutos. Con un lenguaje cinematográfico imponente en lo técnico, visualmente angustiante y, por sobre todo, virtuoso en lo narrativo, la cinta toma como punta de lanza una cámara distante en todo momento, situándonos como espectador a varios metros de cada una de las escenas, sin ninguna posibilidad de interactuar con los hechos ni con los personajes: simplemente observar, empatizar (o no) y permitirnos sentir. Comienzo destacando esto ya que resulta fundamental para que el director consiga el buen resultado obtenido, es decir, a través de una historia con personas/personajes, convertirnos en testigos de un drama que se disfruta mediante (y en este mismo orden) la toma de conocimiento, el prejuicio, el juicio y, finalmente, la reflexión.
Durante la primera mitad de la película, estamos frente a un hombre inseguro, poco dominante, pero con la valentía y la entereza de cualquiera que ve pasada a llevar a su familia. El miedo se respira en cada encuadre y la soledad interior de Jorge marca el pulso de cada una de las escenas, mientras el frío del sur traspasa la pantalla y es imposible no sentir otra cosa que no sea empatía con el protagonista y una profunda incomodidad. En la segunda mitad (y más distantes que nunca como espectadores), acompañamos a Jorge en una batalla épica con su moral y, más adentro, con sus entrañas. La posibilidad de que el protagonista pueda hacer justicia por su propia cuenta, comienza desde el momento mismo en que lo piensa, sin siquiera haber cometido acto alguno, y es precisamente eso lo que Matar a un hombre nos plantea: el punto de inflexión en el que cualquier ser humano se detiene ante la aceptación de una realidad y la consiguiente toma de decisiones. Frente a cualquier escenario en nuestras vidas, la opción tomada no necesariamente es la que la naturaleza humana haya escrito, sin embargo, muchas veces, la posibilidad de tomar el camino equivocado puede ser, extrañamente, la mejor solución. El sabor de la venganza, en este caso, no es más que la excusa perfecta para consolidar un thriller vertiginoso en cuanto a emociones, en el que, a pesar del etéreo y pausado ritmo del filme, se nos hace imposible despegar un segundo la vista de la pantalla. Y, si bien, la crítica social y cierto cuestionamiento al poder judicial también están presentes, la sensación que deja el filme es que este no fue pretendido como un elemento consecuente, sino como una causa y lógica excusa para el desarrollo del hilo narrativo. Otro punto a favor para el director que, más allá de la forma y cualquier artilugio (por cierto, siempre válido en el cine), hace preponderar los actos humanos y sus consecuencias por sobre cualquier otro elemento que nos pueda desviar del camino.
Es esto lo que hace imposible no aplaudir la capacidad de la cinta para resumir una historia, que daba para largo, en tan solo 82 minutos de metraje. Mérito absoluto del propio Fernández al concebir un guion que se ahorra cualquier tipo de escena innecesaria: todo lo que se nos presenta es información fundamental al servicio de la historia, restándole pretensión al trabajo y sumándole absoluta credibilidad al relato.
Mención aparte merecen las excelentes actuaciones de dos monstruos que se devoran la película, fotograma por fotograma: Daniel Candia y Daniel Antivilo, el primero como Jorge y el segundo como el Kalule, un papel que en ningún caso merece el adjetivo de “secundario”. Por otra parte, la música incidental, a cargo de Pablo Vergara, no hace más que sumergirnos en la neblina espesa que rodea al corazón de Jorge y de toda su familia. Tensión absoluta de principio a fin.
Matar a un hombre es un trabajo ejecutado con la perfección de un director que concibe mejor que nadie el cine como un vehículo. Uno en marcha, del cual no debemos bajarnos en ningún momento sino hasta que el conductor/director decide cuando hay que hacerlo y nunca, pero nunca, antes. No es fácil vivir en el mismo mundo de Jorge, y todo lo que pase en él es para sentirnos completamente culpables.