El cineasta caleño Oscar Ruiz Navia estrena su segundo largometraje: Los hongos, en su acostumbrado estilo naturalista. Historia de dos muchachos de diferentes clases sociales, que expresan su protesta en los muros de la ciudad.
Debería llegar rendido y somnoliento a su casa, tras sus agotadoras jornadas de cemento y palustre. Pero hay una fuerza interior que mueve a Ras, sin siquiera permitirle dormir. Por las noches recorre su barrio, en el oriente de Cali, pintando coloridos grafitis que son como gritos que salen de su espíritu.
María, su mamá, desplazada del Pacífico, le ruega a Dios todos los días porque semejante ‘loquiza’ no lo lleve directo al manicomio. Pero a él poco le importa el supuesto embrujo que ella le adjudica, y sigue pintando en los muros cercanos a su casa, como si fuera esa la única razón de su existencia.
Ávido de más y más colores, se arriesga a robar pinturas de la obra donde trabaja. Está dispuesto a todo por continuar su obra pictórica espontánea. Junto a su amigo Calvin, otro joven grafitero de clase media, como si fueran dos hongos, vibran su entusiasmo por las calles de la ciudad, sin un rumbo fijo, pero con el inmenso aliento que les prodiga una vívida sensación de libertad.
El naturalismo es en definitiva el sello del cineasta caleño Óscar Ruiz Navia, que saltó a la primera plana desde su ópera prima, la hermosa cinta El vuelco del cangrejo, premiada con el prestigioso galardón FIPRESCI en el Festival de Berlín de 2011.
Ruiz Navia desecha las técnicas tradicionales para enfocarse en el espíritu de sus historias, por ello antes de escribir un guion, él delinea sus personajes como punto de partida de la historia. Primero arma la psicología de la gente, encima de los intérpretes elegidos, y luego el relato se va consolidando de vivencias espontáneas.
Por supuesto, no es el cine de las grandes taquillas, pero sí de una tremenda personalidad. En un estilo similar al del antioqueño Víctor Gaviria (La vendedora de rosas), el cineasta caleño le concede libertad a sus actores, una propuesta arriesgada e inusual en el cine contemporáneo, que por lo general exige parámetros muy definidos.
Rodada en el formato para muchos arcaico del 35 mm, la premura de la sola toma parece inyectarle aún más frescura a Los hongos. En esta modalidad antes dominante, se trabaja sobre un negativo que por lo general está medido, así que no hay forma de repetir. Pero nadie sospecharía esto si no se lo hubieran dicho. Al contrario, la cinta se regodea en impecable cinematografía y composición, además de ofrecer una narración consistente y vigorosa, en la medida de su estilo.