“Nuestro objetivo final es nada menos que lograr la integración del cine latinoamericano. Así de simple, y así de desmesurado”.
Gabriel García Márquez
Presidente (1927-2014)

CRITICA


  • El Club, sombras en la oscuridad
    Por Ángel Antonio Pérez Gómez

    En la costa sur de Chile, en un pueblecito de pescadores, frío, desolado e inhóspito, un grupo de cuatro sacerdotes y una supuesta religiosa viven retirados del ministerio, prácticamente de incógnito. Son pederastas homosexuales, abusadores, traficantes de niños. En otras palabras, son delincuentes a los que la Iglesia ha recluido en ese lugar apartado para no tener que hacer frente al escándalo, a los tribunales y a las cuantiosas indemnizaciones que se seguirían del conocimiento público de sus fechorías. Es una vieja costumbre eclesiástica someter a su fuero a los religiosos que cometen no sólo pecados notorios sino delitos comunes. Cárceles propias (del santo oficio, inquisición, de corona, monásticas o conventuales) en las que se encerraba a los considerados reos de dichos crímenes o de otras trasgresiones vinculadas a cuestiones de fe o interpretación religiosa.

    Un eclesiástico de alto rango aparece allí con un nuevo inquilino, pero en aquel villorrio hay un joven perturbado, Sandokán, que ha sido víctima suya y lo reconoce. Lazcano, el recién llegado, se pega un tiro para no seguir escuchando el relato de sus felonías que el tarado pregona a voz en cuello. Para cortar posibles rumores y sospechas, la curia envía a un psicólogo con la orden de cerrar la casa y comprobar el estado de sus habitantes. La encuesta y las acciones que emprende el P. García constituyen el meollo del film.

    Película dura, durísima, explícita en el relato verbal de las perversiones de que son autores los curas y sobre el «cambalache» que se ha montado para sacar de la circulación a ese puñado de criminales. Pablo Larraín, el excelente director de Tony Manero (2008) y No (2012), crea una atmósfera realmente tenebrosa. Un cartel, al inicio, del film cita textualmente al Génesis: «Dios separó al principio la luz de la oscuridad». Pues bien, en transcurso del film no saldremos del reino de las tinieblas. La mortecina lumbre del sol austral apenas alcanza a esclarecer unas vidas en sombras, unos rostros que fluctúan entre la memoria de sus vicios y la culpa latente de sus desvaríos cuando no dan lugar a torticeras justificaciones de sus brutalidades. Impresiona la excelente fotografía de esa luminosidad difusa. Es una atmósfera lúgubre que tiñe todos los diálogos y escenas de este terrible pero magistral film, tonalidades que nos recuerdan obras del cine nórdico y que también son frías cuando no heladoras en sus historias.

    Porque los habitantes de este infierno en miniatura, que no purgatorio como pretenden sus moradores, no dejan de ser demonios que un día fueron ángeles y eso les da el dramatismo trágico de quienes son víctimas de sus pasiones cuando, en realidad, son victimarios que no tuvieron reparo en destrozar a otros ángeles todavía no caídos. El retrato de estos curas abyectos no es monocolor, son personas cuya humanidad ha sido vulnerada por sus acciones, pero siguen siendo hombres, dignos a la vez de condena y de compasión. No estamos ante un maniqueísmo infantil y superficial, sino a un matizado estudio de unos seres que padecen graves trastornos innatos, unos; adquiridos, otros. Se asoma uno aquí al abismo de la depravación y la maldad, a la tentación de pensar que el hombre no es naturalmente bueno sino perverso, que acaba disfrutando de la iniquidad que él mismo ha desencadenado.

    La Iglesia, sin duda, es culpable de encubrimiento doloso, de que estos gravísimos delitos hayan sido sustraídos a la acción de la justicia, pero ante estos monstruos, autores de crímenes horrendos, cabe también preguntarse qué hacer con ellos.

    Larraín los presenta como perturbados sin remedio. Son unos artistas de la manipulación. Basta verlos en el tema de los galgos. En cuanto su perro pierde una carrera idean un sacrificio de todos los animales del pueblo y, de paso, que una brutal paliza selle la boca del único que va aireando la vesania de sus crímenes. Hasta el P. García asiste impávido al espectáculo de la tremenda somanta que recibe el desgraciado Sandokán. También él, el visitador con plenos poderes, ha entrado en el juego del engaño y simulación. Es preferible cerrarle el pico al pobre discapacitado y atenderle como uno más de los habitantes del aquel refugio. Su imagen, cargando a sus espaldas al infeliz apaleado, es una burla terrible de la parábola del Buen Samaritano.

    Los guionistas conocen bien el ambiente católico. Utilizan a momentos cantos religiosos (el Perdón, oh Dios mío o el Adoro te devote) como contrapunto, que suenan en labios de semejante caterva casi como una blasfemia. La música, casi siempre ominosa, ejerce a veces de discordancia irónica, otras recalca la oscuridad en que se mueven los personajes. Muchos de los argumentos que usan unos y otros parecen salidos de la boca de los eclesiásticos que buscan excusas para estos desmanes. Por otra parte, los primeros planos frontales de los encausados y del inquisidor producen una incomodidad y, a la vez, una sensación de realismo propia de una confesión dolorosa y humillante.

    La incomodidad persigue al espectador a lo largo de toda la película. Los actores están espléndidos en sus papeles, los diálogos son profundamente realistas y creíbles, la dirección de Larraín es casi perfecta tanto respecto a los intérpretes como a la planificación y el montaje. Pero uno durante la proyección se siente desazonado, se revuelve en la butaca. La posibilidad de atisbar las vidas de estos desalmados y conocerlos suscita en nosotros una condena y aversión inmediatas, pero, como decía antes, su humanidad doliente no deja de conmovernos. Son un amnésico (que no recuerda ya o no quiere evocar sus pasadas vilezas), un homosexual siempre con complejo de perseguido, un traficante de bebés (¡por el bien de las criaturitas!), un pedófilo que abjura de su bajos instintos pero derrotado por ellos… En fin, gente herida que hiere a los más débiles, sí, pero que también hambrea comprensión y ayuda, no un encierro/olvido sin futuro alguno.

    El misterio del mal y la incógnita sobre qué hacer con los maleantes aparece como el tema mayor de esta gran película, cuya alcance es universal. Apunta directamente a la conducta errónea de la Iglesia en estos casos, pero también plantea el espantoso dilema de qué hacer con los nazis que sacrificaron a millones de judíos, gitanos y disidentes, con los pederastas en ejercicio, con los violadores, con los asesinos de mujeres y niños, con los cómplices de la dictadura militar, con los enfermos mentales, con los traficantes de personas, con todos aquellos, curas o no, que ejercen una maldad aberrante que pervierte a inocentes sin culpa alguna. La cárcel, sea rigurosa o liviana, como en El Club, no soluciona nada, pero ésta última, la suave, no impide que la maldad se repita y perpetúe.

    (Fuente: www.cineparaleer.com)


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