“Nuestro objetivo final es nada menos que lograr la integración del cine latinoamericano. Así de simple, y así de desmesurado”.
Gabriel García Márquez
Presidente (1927-2014)

CRITICA


  • NN, sin identidad
    Por Sebastián Pimentel

    Luego de ver Paraíso (2009), nos preguntábamos cómo sería el siguiente filme de Héctor Gálvez. En esta primera película de ficción, discurrían momentos de esplendor poético precisamente por su espontaneidad y frescura –los actores no profesionales aportaban mucho de su verismo–. Pero, a veces, también se sentía el pie forzado de diálogos que no era necesario verbalizar. La vida propia de los personajes luchaba por desprenderse de frases que parecían querer justificar la existencia de la película, aunque la partida ya estaba ganada por una fuerza telúrica que lograba ensombrecer los deslices.

    Cinco años después, NN empieza cuando vemos a Fidel (Paul Vega) comandar el trabajo de recuperación de restos humanos en las fosas que, trágicamente, se hicieron tan cotidianas en la sierra del Perú. Y, desde su arco argumental, se presenta un conflicto central: la búsqueda de una identidad por parte de Graciela (Antonieta Pari), mujer ya mayor que cree reconocer una de las prendas de su esposo –desaparecido en los años ochenta– encontradas en una de las exhumaciones realizadas por Fidel. Esta segunda película plantea un aparente cambio radical de tema y de estilo. Gálvez ya no habla desde la voz de los adolescentes de un asentamiento humano –como sucedía en Paraíso–, sino desde la del médico forense de la clase media tradicional de Lima. A su vez, el neorrealismo cede, esta vez, el paso al existencialismo. El tema ya no es la sobrevivencia en el arenal, el horizonte sin futuro de los olvidados. Ahora se trata de una ausencia. Sin embargo, es la de los mismos excluidos. Un destierro que no solo es del presente, sino también del pasado.

    Podría decirse que la estrategia estilística de Gálvez es moral, y se mimetiza con el tema: la cámara funciona como un escalpelo, un lente clínico, que suele permanecer estático y concentra nuestra observación no en acciones, sino en vestigios. La cámara deja de ser documental, y de seguir los vagabundeos de los adolescentes. Ahora es un bisturí luminoso que se adentra en la oscuridad para remover el polvo. La imagen encontrada en el bolsillo del hombre, las prendas llenas de tierra que recubren los huesos, las mismas osamentas, esas materias muertas, son mucho más. Esos trozos de tela y esos esqueletos se convierten en huellas que esconden un extraño magnetismo que no todos pueden ver.

    Por eso, también, es que tiene sentido el tiempo que se toma el director en filmar la manipulación de los restos, su limpieza, su reconstrucción. Es un rompecabezas delicado, cuyo posible desciframiento se apodera de dos personajes: Graciela y Fidel. Así, el acto de observar signos inciertos constituye el verdadero drama de la película. Ambos están tomados por la obsesión, una que no es de orden intelectual, sino emocional. Graciela quiere enterrar a un muerto, su esposo. Fidel quiere descubrir a quién pertenece esa osamenta reclamada por la mujer. Pero las señales son erráticas, contradictorias y se van complicando cada vez más.

    NN se termina convirtiendo en la búsqueda de un rostro. Pero en un doble sentido. En un nivel indirecto, casi imperceptible, Gálvez hace que los afectos de Paul Vega y de Antonieta Pari se conviertan también en enigmas. Y creemos que ese es el gran triunfo del filme, hacernos estas preguntas a través de dos rostros conmovidos, estupefactos (que a su vez representan dos tipos sociales contrastados): ¿Qué persigue a Graciela y a Fidel? ¿Qué sentimientos esconden sus rostros poseídos, idos, extraviados? ¿Están tomados por la muerte? ¿Qué los relaciona? ¿De qué no se han sabido desprender para poder vivir, para seguir viviendo –como sí lo hace el hijo de Graciela, como lo hacen los compañeros de Fidel–?

    El montaje de NN que vemos ahora –a diferencia de una versión más larga que se presentó en el Festival de Cine de Lima de 2014– ha logrado una síntesis ideal, y nos devuelve una de las películas peruanas más potentes de los últimos años. Ahora sale a flote un silencio aterrador, tan importante para hacer más complejo el anonadamiento que revisten los signos impenetrables.

    Pero, sobre todo, es una película que pone en mayor igualdad de protagonismo a Graciela y a Fidel. Con ello, se recrudece ese fondo de locura que los carcome y corroe la realidad.

    Para terminar, solo queremos subrayar la performance de Antonieta Pari y de Paul Vega, quienes han logrado interiorizar el tormento mudo del filme. A la vez, la actuación contrastada pero muy lograda de Luis Cáceres, quizá el actor con mayor versatilidad, naturalidad y presencia cinematográfica del medio.


    (Fuente: Elcomercio.pe)


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