“Nuestro objetivo final es nada menos que lograr la integración del cine latinoamericano. Así de simple, y así de desmesurado”.
Gabriel García Márquez
Presidente (1927-2014)

CRITICA


  • Lo público y lo privado en el documental latinoamericano
    Por Ricardo Cuadros

    El documental latinoamericano, desde sus inicios, se ha especializado en el registro de situaciones de relevancia política y social. A la vez, al enfrentar la cámara, los participantes hablan de sí mismos, transmiten de manera directa lo que piensan y sienten. Por lo mismo en el documental hay siempre un alto grado de intimidad, incluso cuando tiene alcance épicos, como sucede en Tambogrande: mangos, crimen, minería, de Ernesto Cabellos y Stephanie Boyd.

    En esta película, la mujer vieja que explica con palabras sencillas y sentidas, pura experiencia, su relación con la tierra como fuente permanente de alimentos – mientras que el oro que yace bajo el suelo es necesariamente finito -, no está “haciendo cine” sino conversando, como si le contara un cuento a un niño, y en esta sencillez radica la fuerza de su mensaje, que el documental incorpora en el relato cinematográfico de la lucha y la victoria del pueblo peruano de Tambogrande contra la minera Manhattan Minerals, que pretendía iniciar una explotación de oro que habría destruido no solamente el entorno ecológico sino también las relaciones sociales, la forma de vida de los lugareños.

    El mismo grado de intimidad, de conversación entre iguales, es transmitido por “personajes” tan distantes de la mujer de Tambogrande como los muchachos argentinos de La otra copa de Damian Kukierkorn, que viven en las calles de Buenos Aires, en condición de indigentes, y terminan representando a su país en un campeonato de fútbol de homeless en Gotemburgo, Suecia. La cámara sigue a Omar que juega y marca algún gol, pero su preocupación urgente es aprender inglés para conquistar una joven sueca. No importa si lo consigue o no, tampoco importa que el equipo argentino caiga eliminado mucho antes de la final: el joven indigente ha recuperado parte de su dignidad y a su regreso a Buenos Aires dejará la calle para aprender un oficio, trabajar, formar una familia. ¿Un final feliz? Por lo menos más feliz que la sobrevivencia en la calle, y eso es suficiente.

    En Latinoamérica, el documental se ha convertido en un instrumento de reflexión y conocimiento. Los documentalistas nos cuentan las historias de sus países, y dentro de sus países la historia de distintos pueblos, razas y subculturas urbanas. Y como hijos de su tiempo, nos hablan de sueños y realidades de hoy. Los diez episodios cortos que forman El puerto, de Nicols Testoni, muestran un mundo dividido: por una parte el Puerto de Ingeniero White con sus señas de progreso, de integración de Argentina a la economía mundial, y en primer plano los pobladores con sus vidas mínimas, de criollos pobres: una mujer lava la ropa a las puertas de su precario hogar, un hombre intenta vanamente recordar lo que había antes donde ahora hay un muelle para contenedores de grano. El puerto cuenta la historia de muchos puertos y pueblos latinoamericanos, asiáticos o africanos, por donde el progreso pasa o se instala sin apenas beneficiar a la población local.

    La pregunta por la propia identidad, por el siempre esquivo “yo verdadero”, es una constante en culturas como la latinoamericana, con un pasado colonial y un presente de modernidad incompleta. ¿Porqué son tan tristes los peruanos? se pregunta Juan Alejandro Ramírez en Alguna tristeza. Su respuesta es un viaje por la historia de Perú a través de sus fracasos en el fútbol, en la guerra, y las conversaciones con personajes como el propio padre del documentalista o el taxista llamado Melquiades, hombres castigados por las desigualdades sociales y raciales. El “yo verdadero” de los peruanos que hablan en el documental de Ramírez es tan triste y asfixiante que sólo les queda soñar con una tribu, que viviría en algún lugar soñado de la selva amazónica, una tribu sin patria ni banderas, ni armas ni dioses: el paraíso en la tierra. Alguna tristeza retrata sin piedad ni sentimentalismo el carácter del mestizo peruano y de esta manera nos da una breve y contundente lección de realidad cotidiana.

    En un rincón remoto del Amazonas, donde algunos sueñan que habitaría una tribu en estado paradisíaco, donde otros soñaban encontrar El Dorado, han vivido su drama los indios Ikpeng de El día en que vi al hombre blanco de Mari Correa y Kumaré Ikpeng. Aislados, desnudos, en armonía con su entorno, los indios Ikpeng sufrieron, en 1964, el trauma de la llegada del hombre civilizado. Este documental recrea de alguna manera – con un avión bimotor en lugar de carabelas - el origen de Brasil y de toda Latinoamérica. ¿Podrían haber permanecido los Ikpeng en su estado natural? ¿Podrían haberse salvado de la invasión de las armas de fuego, las camisetas con logos de universidades, las gafas de sol? Por un tiempo quizás, unos años, hasta ser “descubiertos”. Lo que importa aquí, en este documental, es que la historia es reconstruida por los propios Ikpengs, que no niegan sus errores ni se muestran como seres inocentes: eran un pueblo de la selva y ahora son un pueblo exiliado, dentro de la misma selva, y las nuevas generaciones asisten a la escuela brasileña y van lentamente olvidando la lengua y las antiguas costumbres. Dentro de 50 años quedarán armas de fuego y gafas de sol, pero me temo que de los Ikpengs no quede mucho más que este documental.

    La fotografía periodística es hermana del documental: ambos registran la realidad inmediata, los rostros, los hechos. El grupo de fotógrafos chilenos que aparece en La ciudad de los fotógrafos, de Sebastián Moreno, salió a las calles en la década del ochenta, en busca de esas imágenes que reflejaban la valentía, el miedo, la fortaleza de los chilenos opositores a la dictadura. El documental profundiza en las personalidades de los fotógrafos, en sus motivaciones, su trabajo, sus dudas. Ante el espectador se despliega una nueva dimensión del quehacer de esos hombres y mujeres que, cámara en mano, enfrentaron a la policía y los servicios secretos y, muchas veces, sus propios escrúpulos, para “hacer la foto de la dictadura”. Chile es hoy un país de libertades cívicas y los problemas que enfrenta son muy distintos a los que se vivían en el tiempo referido por este documental, pero las imágenes transmiten algo que no cambia, una parte del carácter de los chilenos: esa manera de hablar incluso de lo más atroz con un dejo de ironía, disimulando el dolor en una semi sonrisa que nunca se sabe si terminará en un insulto, una carcajada o un sollozo.

    Cuando falta la mirada del artista, cuando no hay registro, los hechos suceden y pasan sin dejar huella, y no podemos aprender nada de ellos. Por el contrario, cuando existen documentales bien realizados, como estos seis, la que triunfa es la memoria, o mejor dicho, la posibilidad de recordar, discutir y comprender.

     


    (Fuente: critica.cl)




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