El tercer largometraje del director de El estudiante y La patota presenta a Darín como el presidente argentino que tiene que lidiar con fuertes conflictos familares y de poder en medio de una cumbre de mandatarios. Un thriller político y psicológico con inesperadas derivaciones que, tras su estreno en el último Festival de Cannes, promete ser uno de los grandes éxitos comerciales del cine nacional y, claro, también uno de los títulos más debatidos por el público en este año.
Más allá de las absolutas diferencias de presupuesto y de condiciones de producción (El estudiante se rodó durante los fines de semana casi sin dinero ni apoyo oficial y fue lanzada de manera artesanal en 2011 con el auspicio de OtrosCines.com, mientras que La cordillera es una coproducción con Francia y España de casi 6 millones de dólares de costo con un elenco estelar y distribución local e internacional de Warner Bros) no sería descabellado verlas en varios aspectos como un díptico.
El inocente Roque Espinosa que interpretó en su momento Esteban Lamothe bien podría haberse convertido con el tiempo en intendente (de Santa Rosa), gobernador (de La Pampa) y finalmente presidente de la Nación como el Hernán Blanco que ahora encarna Ricardo Darín.
Blanco es, efectivamente, un provinciano campechano, un político en principio no demasiado destacado ni carismático, pero que acaba de ganar las elecciones y tiene como primer desafío importante participar en una cumbre de mandatarios latinoamericanos en Chile, donde se discutirá la posibilidad de establecer una alianza petrolera a nivel continental. Es casi inevitable caer en la tentación de compararlo en varios pasajes con Mauricio Macri aunque -más allá de ciertos parecidos físicos y políticos- las similitudes no resultan tan obvias. Las cosas no se presentan fáciles para el inexperto presidente, ya que su par de Brasil (al que todos conocen como “El Emperador”) parece dominar la escena y eclipsar a los demás. Para colmo de males, aflora una vieja denuncia de corrupción contra su partido a cargo de su (ahora ex) yerno que amenaza con hacer tambalear aún más su ya precaria situación. Así, hará que su conflictuada (y conflictiva) hija Marina (Dolores Fonzi) sea llevada directamente a la cumbre.
Entre reuniones de funcionarios y asesores, la trastienda de la Casa Rosada de madrugada, preparativos, viajes en el avión presidencial, reuniones estratégicas y actividades protocolares arranca este thriller político coescrito por Mitre con Mariano Llinás y dirigido con muy buen pulso y convicción por el realizador de La patota.
La película plantea un complejo e inteligente juego de traiciones cruzadas y confabulaciones tanto dentro del equipo de Blanco como en el tablero internacional, donde no sólo entrarán en juego las alianzas y traiciones entre los mandatarios regionales sino también el lobby de un enviado del gobierno estadounidense interpretado por Christian “Mr. Robot” Slater.
La cordillera pendula con elegancia entre la dinámica de la diplomacia con las miserias propias de la política profesional a-la-House of Cards y los conflictos íntimos y familiares del protagonista, entre el realismo puro (es muy buena la reconstrucción de una cumbre con sus autos de alta gama, sus funcionarios de trajes impecables, sus custodios y un resort cinco estrellas en medio de la nieve a 3600 metros de altura) y un acontecimiento casi del orden de lo fantástico (una sesión de hipnosis) que divide la película en dos y cambia de forma contundente el curso de los acontecimientos y la percepción que el espectador tendrá respecto de lo que ha visto y de lo que verá a partir de entonces.
Ricardo Darín está ajustado, impecable, siempre convincente en su interpretación de un presidente que no es tan inocente ni sumiso como en principio podía parecer. Mitre y Llinás, además, le otorgan despliegue y carnadura a varios personajes secundarios (como los de Gerardo Romano y Erica Rivas), mientras que Slater y sobre todo el chileno Alfredo Castro (un psiquiatra especializado en hipnosis llamado de urgencia) y Daniel Giménez Cacho (el presidente mexicano) le sacan todo el jugo posible a las pocas pero decisivas escenas en las que participan.
Es cierto que otros notables intérpretes como la española Elena Anaya (una periodista que cubre la cumbre y entrevista a los presidentes) o Paulina García (la mandataria chilena y anfitriona del encuentro) no tienen demasiadas posibilidades de lucimiento, pero casi todas las piezas del rompecabezas tienen su razón de ser y ayudan a conformar un panorama trabajado -más allá de algunos desniveles y resoluciones un poco forzadas- con tensión y suspenso. Un acercamiento al juego de la política en todas sus facetas, sus múltiples matices, su complejidad, su hipocresía, su cinismo y -también- su oscuridad y crueldad.