Una cinta autoadhesiva de color rojo. Con ella, la pareja integrada por un escultor y una bailarina traza una separación entre el espacio de trabajo de cada uno, dentro del enorme ambiente que han destinado a ese fin. Ambos ocupan, junto a otros intelectuales y artistas, lo que alguna vez fue una gigantesca hilandería, en algún barrio de Rio de Janeiro. Tal vez la ocupan desde hace poco, y quizás por eso acaban de separar sus espacios. Aquí se imponen una comprobación y un aviso. La comprobación es que una pareja puede establecer espacios, rutinas, modalidades, horarios, pero no las corrientes internas entre ambos. Ésas que sólo se guían por temperaturas, ciclos, remolinos.
El aviso es que Pendular, producción brasileña con un pequeño aporte argentino, es una de esas películas en las que la protagonista femenina se llama “ella”, y el masculino, “él”. Películas que definitivamente no piensan en los críticos de cine, que tienen que escribir notas de cuatro mil caracteres repitiendo una y otra vez “ella” y “él”, pronombres indeterminados, vagos, anodinos. Los críticos odian a esa clase de películas.
Pero no a esta clase, donde lo que manda son, justamente, las corrientes internas. Pendular es, si se quiere, una película antiargentina. Al menos en el sentido dramático tradicional de la palabra. No porque sea brasileña, claro, sino porque en ella los conflictos no se verbalizan. Suceden, y los personajes tienen comportamientos en relación a ellos. Por lo cual cabe al espectador un trabajo mayor que en um filme falado (para citar el título de una película de Manoel de Oliveira), donde todo está siempre más claro, más expuesto, más racionalizado. Aquí, que “él” empiece movilizando grandes bloques de piedra y madera con un sistema de poleas y ayuda de varios asistentes, y “ella” en cambio tarde en comenzar a ensayar, puede estar hablando de la ambición del trabajo de uno y de cierta crisis en el de otra, sin que jamás se pronuncie una palabra en tal sentido. Así como que jugando a un videogame ambos se toreen podría aludir a una rivalidad latente, a la que de algún modo había referido ya la escena inicial, cuando ninguno de los dos quiere dar el brazo a torcer en un juego tan pavo como un fulbito improvisado, con el rollo de cinta roja haciendo las veces de pelotita.
Pero el momento clave es cuando, después de hacer el amor (las escenas de sexo entre ambos son bien directas, pero a años luz de cualquier intención de explotación) él dice que quiere tener un hijo, y para ella es como si le hubiera confesado “Mi ídolo es Messi”. Otra vez: no se hablará del tema (en una película argentina no se dejaría de hablar de él, desde aquí hasta el final) y sin embargo ese tema estará presente en cada cosa que pase entre los dos de allí en más, como un fuera de campo que mueve los hilos. Las coreografías de ella, ahora junto a un compañero de baile, se volverán más dramáticas. Ya no simples pendulaciones (¿vendrá de allí el título de la película? ¿o será más bien de otra clase de balanceos, anímicos y de poder interno de la pareja), sino ahora movimientos más bruscos y cortantes. “Él”, a su turno, deberá reconocer en una cena que la obra llamada a marcar un corte en su trabajo corre peligro de naufragio, por confusión. Y el tema del hijo reaparecerá, inevitablemente.
En su segundo largo después de la premiada Historias que sólo existen al ser recordadas, la carioca Júlia Murat (37 años) vuelve a filmar una historia carente de peripecias. Mientras que aquella transcurría en un pueblito, esta se concentra en un único interior, del que sale sólo en un par de ocasiones (una presentación de ella y el último plano, que parece querer recordar que el afuera también existe) y, prácticamente, con dos únicos protagonistas: las pendulaciones son siempre de a dos. La realizadora, hija de la veterana Lucia Murat, aprovecha el gran espacio de la ex fábrica y todas las posibles subdivisiones que permiten los grandes bloques con los que “él” trabaja, alternando con fluidez entre planos largos, cortos y medios de acuerdo a lo que pide la escena y narrando alternativamente desde los puntos de vista de “él” y de “ella”. Así como refuerza el dramatismo o carácter enigmático de algunas escenas filmándolas entre sombras. Notoriamente, aquélla en la que uno de los personajes se entera de aquello de lo que menos quisiera enterarse.