El director chileno de películas como El cielo, la tierra y la lluvia (2008), Verano (2011) y El viento sabe que vuelvo a casa (2016) llegó a la sección principal del festival con una historia de amor y de muerte narrada con enorme sensibilidad.
No es fácil (tanto para el artista como para el espectador) adentrarse de lleno a una historia en la que una de las protagonistas sufre una enfermedad terminal y decide abandonar cualquier tipo de tratamiento porque lo que sigue es una progresiva degración y un desenlace inevitable.
Sin embargo, en manos de un director austero y delicado como José Luis Torres Leiva estamos lejos de cualquier tipo de explotación, sentimentalismo, manipulación o golpe bajo. El resultado es una película en apariencia sencilla (aunque con múltiples connotaciones emocionales) en el que el amor aflora y se sostiene incluso (y sobre todo) cuando las cosas se ponen cada vez más difíciles.
Las protagonistas de Vendrá la muerte y tendrá tus ojos (título tomado de un poema de Cesare Pavese) son Ana (Amparo Noguera) y María (Julieta Figueroa), su pareja de toda la vida que es la que empieza la agonía. Pero en este film climático, romántico y existencial hay espacio para que ellas se acompañen, se reencuentren en los sentimientos más profundos y esenciales que parecían sepultados por la rutina, se cuenten historias (hay dos largas secuencias interpretadas por otros personajes) y esperen ese desenlace que quizás no sea el final sino el inicio de algo nuevo.
Con ciertos ecos del cine de Alexander Sokurov y de Apichatpong Weerasethakul, Torres Leiva construye un relato por momentos elegíaco, en otros de corte casi fantasmagórico y con un hermoso final al son de En el amor todo es empezar, de Raffaella Carrà. Incómodo (porque enfrentarse a una situación tan extrema siempre es un ejercicio que puede generar agobio), pero de enorme belleza y lirismo (el trabajo visual junto con el director de fotografía Cristian Soto es extraordinario), Vendrá la muerte y tendrá tus ojos es de esos films pequeños, frágiles, exigentes y radicales que los grandes festivales generalmente no se animan a programar en sus competencias oficiales. La osadía de San Sebastián merece, por lo tanto, un reconocimiento especial.