“Nuestro objetivo final es nada menos que lograr la integración del cine latinoamericano. Así de simple, y así de desmesurado”.
Gabriel García Márquez
Presidente (1927-2014)

CRITICA


  • Ema, esquivar la tentación del moralismo
    Por Manu Yáñez

    Ema, de Pablo Larraín, es una película contradictoria… como el mundo del que surge y como el universo que aspira a retratar. El interés del cineasta chileno por adentrarse en la cara más sórdida de la naturaleza humana emerge con fuerza en su acercamiento a la atormentada existencia de una joven pareja –formada por Ema (Mariana Di Girolamo) y Gastón (Gael García Bernal)– que acaba de devolver a su hijo adoptivo después de que el niño, de siete años, intentara quemar a su tía.

    Los diálogos entre Ema, una bailarina, y Gastón, su coreógrafo, funcionan como un festín de hiriente y retorcida violencia verbal: “cerdo infértil” o “condón humano” son algunos de los epítetos que Ema dirige a su atolondrado compañero. Sin embargo, pese a la truculenta premisa y a la agresividad que se manifiesta en muchas de las interrelaciones entre los personajes (la hipocresía y la manipulación son monedas de cambio habituales), Ema camina hacia la luz y hacia el fuego a medida que Larraín va permitiendo que la película se alinee empática e ideológicamente con su protagonista.

    Desmarcándose del severo distanciamiento que suele caracterizar la relación con sus personajes, Larraín despliega en Ema un esfuerzo permanente por intentar comprender la visión (muy) particular del mundo que tiene la protagonista: una visión sublevada y alejada de los códigos familiares y sexuales tradicionales –Ema deambula por la realidad causando estragos parecidos a los que provocaba Terence Stamp en la familia burguesa de Teorema–. Desde ese ensimismamiento propio de la juventud, Ema rompe con todo aquello que se interpone en su anhelo maternal, desde la necesidad de un trabajo bien remunerado hasta el grupo de danza moderno-folclórica que dirige Gastón. En su personal camino de autoafirmación, Ema encuentra un apoyo primordial en un grupo de amigas con las que se entrega, en cuerpo y alma, a bailar reggaetón.

    Por su parte, Larraín se pone del lado de Ema y la envuelve en luces de neón que convierten las calles y apartamentos de Valparaíso en un cosmos colorista asaltado por una juventud indomable. En definitiva, el director de No, Post Mortem, Tony Manero, El club y Neruda consigue esquivar la tentación del moralismo para convertirse en una privilegiada puerta abierta a los misterios de la generación que, muy pronto, dará forma y futuro a nuestro mundo.


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