Siempre hubo un sentimiento de incertidumbre en el cine de Ana Katz. Las películas de esta brillante directora y actriz argentina –objeto de una completa retrospectiva en la pasada edición del Festival de Gijón– dejaban amplio margen a lo imprevisible, a los puntos de fuga por los que escapaban tanto los esquemas instaurados en la narración convencional como el análisis racional del comportamiento de unos personajes que, con sus carencias y contradicciones, siempre sobresalían como humanos.
Pues bien, "El perro que no calla" su sexto largometraje, quizás sea el más atípico sin por ello carecer de las señas de identidad de la directora de títulos tan inteligentes y absorbentes como "Una novia errante" (2007) o "Sueño Florianópolis" (2018), sus mejores películas.
Si empezamos por las diferencias, dos destacan ante todo en "El perro que no calla". Se trata de un filme rodado en blanco y negro, y con protagonista masculino (Daniel Katz, hermano de la directora). Él, Sebastián, es quien tiene al animal del título, del que no se escucha ni medio ladrido en todo el metraje, pero que tiene hartos a los vecinos, cansados de escuchar sus quejidos.
Así, con esa contradicción aparente entre lo que dicen los personajes y lo que se muestra en la película, comienza lo que parece que será una comedia de enredo colindante con el absurdo como las que Katz ha planteado en otras ocasiones –"El juego de la silla" (2002) y "Los Marziano" (2011), quizás sus dos filmes más injustamente incomprendidos–. Posteriormente, una hilarante secuencia en la que Sebastián es despedido de su trabajo con varios reparos y falsa empatía por Valeria Lois (simplemente fantástica), también parece asentar ese registro cómico.
Sin embargo, con un largo trayecto en autobús del protagonista, la película empieza a cuartearse. La narración entra en fases de dilatación acusada y elipsis repentinas. La vida de Sebastián avanza, prácticamente pegando saltos de tiempo de los que apenas somos conscientes por cambios en la longitude su cabello y en las circunstancias vitales que atraviesa. Algunas de ellas referidas en diálogos, otras mostradas en dibujos y la mayoría dadas por sabidas sin mayor preocupación.
La aparición de una mujer interpretada por Julieta Zylberberg ("Relatos salvajes") tendrá un efecto continuado en su vida, pero la reacción del protagonista siempre es similar: entre la indiferencia y la aceptación de lo que llegue, sea eso lo que sea. Incluso una pandemia mundial causada por los efluvios procedentes de un meteorito estrellado en el planeta.
En una asombrosa cabriola del destino, en este filme rodado durante varios años Ana Katz se adelantó a la pandemia de Covid-19 y muchas de sus consecuencias. En determinado momento, "El perro que no calla" plantea que la población mundial se ve obligada a llevar unas escafandras para respirar si quiere caminar erguida. Las personas pierden el conocimiento al elevarse encima de 1,20 metros, pero esas burbujas individuales son caras y solo los más adinerados pueden permitírselas, lo que evidencia una brecha de clase que lleva a la gente a caminar literalmente agachada o en cuclillas.
Esta ocurrencia, que en otro creador sin duda habría dado suficiente juego para llenar una película completa, no es nada más que un episodio efímero en la vida de Sebastián. Uno que afronta con la misma resiliencia que cualquiera de las tragedias y alegrías que le ha tocado vivir hasta entonces; y después, cuando las emanaciones del meteorito se dispersen de la atmósfera terrestre.
Al igual que las historias de las agobiadas protagonistas de "La novia errante", "Mi amiga del parque" (2015) o "Sueño Florianópolis", la de Sebastián no se cierra sino que se proyecta a un futuro sin solución de continuidad. Hemos compartido con él unos 70 minutos –y, en la ficción, varias décadas– sin mayor conclusión que la compañía agradable, el dolor de la muerte y el milagro de una nueva vida, la palpitación de dos miradas que confluyen en medio de una fiesta, el golpe de suerte de cruzarte con unos perros preciosos por la calle.
Son cosas que pasan, que vivimos y a las que nos acostumbramos. Como si de repente el aire se hace peligrosamente irrespirable y eso cambia nuestra vida entera y de relacionarnos. Salimos adelante y seguimos haciendo el absurdo trabajo de existir. Como un perro que no calla.