Hay una escena obsesiva en la filmografía de Guillermo del Toro: la de aviones de guerra sobrevolando en la noche, y soltando bombas, que siempre hacen blanco en un terreno habitado por niños. Símbolo claro de la inocencia quebrada, destruida y, sobre todo, decepcionada.
¿Puede decepcionarse un niño? Puede hacerlo el adulto, que se refleja en su propia infancia fenecida. Uno de los temas sobre los cuales Del Toro regresa, una y otra vez.
Así, la siniestra, ominosa presencia de una bomba, caída sin estallar, y clavada en el patio del orfanato en “El espinazo del diablo” (The Devil’s Backbone, 2001) o las bombas “dejadas caer para evitar el sobrepeso”, que hacen blanco en la iglesia donde Carlo, el hijo de Geppetto, el carpintero, se ha quedado contemplando el Cristo de madera que su padre tallara en “Pinocho de Guillermo del Toro” (Guillermo del Toro’s Pinocchio, Guillermo del Toro y Mark Gustafson, 2022), se tornan símbolo y recurrencia.
El hijo de Geppetto ha muerto. ¿Qué le queda si no entregarse al alcohol y la tristeza? Como sucede con Víctor Frankenstein, Geppetto -sus ecos continuarán en “I. A.” (A.I.; Steven Spielberg, 2001)-, es un hombre capaz de “crear” un ser animado por intercesión de fuerzas no biológicas. Mientras Frankenstein utiliza un medio que, equívocamente, hemos supuesto como “científico” -léase de Ciencia ficción-, aunque la novela no lo aclara (el cine es el responsable de que se acepte a la electricidad como dicho medio, por resultar visualmente más espectacular), Geppetto es auxiliado -por el mero deseo de su corazón-, por fuerzas sobrenaturales, feéricas en Disney y, más oscuras y paganas, en esta adaptación de Del Toro, que enlaza con el monstruo de Víctor Frankenstein el despertar a la vida de su Pinocho, un títere asombrado -una criatura recién nacida y fascinada-, y así de inocente, al conocer el mundo.
El hada de Disney -tan arquetípica a la distancia, pero que no es un personaje original del libro, en el cual, desde el principio, se nos habla de un trozo de madera parlante, sin más explicación-, es sustituida por la “guardiana de las cosas pequeñas, perdidas y olvidadas”, que le otorga “un alma” al muñeco.
La guerra, aquella acuciada especialmente por el fascismo -la España franquista de la citada “El espinazo del diablo”, y de “El laberinto del fauno” (Pan’s Labyrinth, 2006)-, será el marco, ahora, donde el inocente títere -con ansias de probar la vida, de comerse el mundo-, se mueva y se enfrente a la realidad. Del Toro ha cambiado muchas cosas, como hemos visto, y como sucediera ya en la entrañable adaptación de Disney (Pinocchio, Hamilton Luske, Ben Sharpsteen, 1940) que, a pesar de sus terroríficos elementos, en realidad ya disminuía toda la carga siniestra del original de Carlo Collodi, publicado en 1888. Del Toro conserva, en cambio, el pasaje de los conejos sepultureros, aquí muertos, con las costillas expuestas, que en el libro son negros como la tinta y enseñan al muñeco que, si no se toma su medicina, morirá. Pero prescinde -como en Disney-, de algunos de los pasajes más oníricos y, a la vez, más escalofriantes del original: la muerte del hada y la del Grillo Parlante -que con Disney adquirió el nombre de “Pepe”, tal como los enanos anónimos de la Blancanieves de los hermanos Grimm, adquirieran personalidad-, cuando Pinocho lo estampa contra la pared con un martillo.
Del Toro juega con varios elementos y entidades precristianos: los ojos que flotan por la floresta -que Sebastián J. Grillo, pretendido escritor y malhadado autor de sus Memorias, denomina “viejos espíritus que viven en las montañas y bosques, que rara vez se involucran con el mundo humano”-, pero que una vez que toman forma, mutan en un querubín del Viejo Testamento, con sus dos pares de alas con ojos, o la esfinge greco-egipcia, personificación de la Muerte. Las hadas –la “hermosa Niña de los Cabellos Turquesa” en la obra original-, constituían resabios de las antiguas culturas europeas -divinidades menores, entidades de los “departamentos” de la naturaleza, capaces de intervenir en los asuntos humanos-, que siguieron presentes en los cuentos de hadas, pero que Del Toro reapropia y vuelve ambiguos, con sus buenas intenciones pero con oscuras consecuencias. El cristianismo, que no supo proteger a Carlo, se revela inútil ante el poder de estos seres primordiales, capaces de alentar la vida en un muñeco de madera.
Toda aventura, en la novela original -y que se conserva en las poderosas escenas de la “Isla del Placer”, en la adaptación de Disney-, conlleva una enseñanza moral, bajo pasajes siniestros y macabros, que en esta película, Del Toro convierte en una reflexión última sobre lo efímero y, por lo tanto, valioso que es la vida.
La película transcurre entre la maravilla y lo ya conocido, arropada por las notas sensibleras de Alexander Desplat, que suenan demasiado parecidas a su partitura de “La forma del agua” (The Shape of Water, 2017), hasta el tropiezo de hacer demasiado abrupto el final, con lo cual, Del Toro, nos regala con la adaptación más triste que, de Pinocho, pueda haber.