En 2020, la ópera prima mexicana Sin señas particulares obtuvo el premio a la mejor ficción internacional de Sundance. Su directora, Fernanda Valadez y su entonces guionista Astrid Rondero volvieron este año –ahora como codirectoras– y su película, Sujo, volvió a ganar el premio principal de su sección.
Las dos películas hablan de cómo el narcotráfico se alimenta de jóvenes reclutados contra su voluntad. Si la primera era un thriller sin treguas ni elipsis, la segunda abarca casi dos décadas y privilegia el punto de vista de un joven nacido dentro de una comunidad de sicarios.
Parecerían asuntos distintos, pero comparten algo esencial: exploran lazos familiares al interior de un grupo que la sociedad rechaza en bloque. Es decir, diferencia a sus individuos –y, al hacerlo, invita al espectador a imaginar que algunos de ellos son capaces de escapar a la idea determinista del “callejón sin salida”–. Sujo contiene elementos de los cuentos fantásticos: un niño escondido por sus familiares para protegerlo de una maldición, una llave que le despierta al niño el deseo de explorar el terreno prohibido, una especie de hada que le tiende la mano pero le hace ver que solo él puede decidir su destino. Estos roces con la fantasía no son casualidad: Sujo es una historia idealista, más anclada en la aspiración que en la realidad. Esa es, sin embargo, también su virtud: arrojar un poco de luz esperanzadora sobre un subgénero de cine repleto de historias oscuras.