"Es una película que tenía que sacármela de encima", "Tenía que hacerla", ha repetido en varias entrevistas la joven cineasta Mariana Rondón al referirse a su segundo largometraje Postales de Leningrado (aunque es realmente su primero en solitario, pues aparece aquí como única directora). Ante esta aseveración creemos que una buena parte de espectadores, sobre todo de cierta generación, le responderá: "Y gracias por haberla hecho".
Ciertamente el tema de la guerrilla venezolana, aquél movimiento gestado y desarrollado fundamentalmente en la década de los 60, no ha sido tema recurrente en el cine venezolano. En los 70, durante el primer "boom" del cine nacional, apenas dos títulos hurgaban en los vericuetos de los ideales de aquellos que se atrevieron a andar el camino de la toma del poder por las armas: Crónica de un subversivo latinoamericano (1974), uno de los films más interesante de Mauricio Walerstein y Compañero Augusto (1976), de Enver Cordido, que narraba la integración a la sociedad de un ex guerrillero. Quizás lo que realiza Rondón no sea nada original, pues el enfoque no sólo de lo histórico sino de lo político y lo personal, se desprende de una mirada infantil, un recurso que ha sido utilizado por innumerables cineastas antes que ella. Aquí una niña es quien narra y desde la cual vemos los hechos, no lineales, sino intercalados, interrumpidos, que van construyendo, a manera de un puzzle, todo un entramado de significaciones: el romance en medio de la lucha armada, la resistencia en medio del dolor y la soledad, la inocencia infantil como vía de escape hacia la imaginación en tanto como espectadora de un mundo violento que no logra comprender del todo. Lo que hace este puzzle original, es precisamente la carga emotiva y "vivencial" que se desprende de toda la historia y que aparentemente sea lo que dificulte su inserción dentro de un género específico: cine infantil, cine histórico, cine político, cine testimonial…
Creo que Rondón bebe de todas esas fuentes, sin que ninguna de ellas pese o sobresalga más que otra. Rondón evidentemente pertenece a esa generación que no vivió directamente esa época, pero posee, como muchos de nosotros, recuerdos, anécdotas contadas por los padres y/o tíos o amigos de la casa. A todo ello se une la capacidad de imaginación propia del ser humano, que es a fin de cuenta lo que parece importar, pues en el fondo la perspectiva que resurge una vez finalizado el film sigue siendo la de ella como artista contemporánea y como ciudadana de un país en constante tensión. Con respecto a esto último, ciertas mentes intolerantes –que se negarían ver la película pudieran creer que Postales de Leningrado parece coquetear con esa especie de revisionismo obtuso, proveniente principalmente del oficialismo. El film, como se ha dicho, bebe del cine histórico, y su mirada al pasado revela la existencia de un país en el cual no todo era color de rosas, que hubo una fuerte represión a los movimientos insurgentes que quisieron copiar el modelo de otras luchas –fundamentalmente de la Revolución Cubana– de tomar el poder por las armas. Y eso es imposible negarlo.
El film comienza con unas tomas documentales de los carnavales caraqueños de la época, donde la alegría y el disfrute parecen reflejar la faz del país, además del gusto –ancestral del hombre por el disfraz, por ser otra persona, tema éste recurrente a lo largo del film vía la voz en off de la niña que narra. Pero Rondón va mostrando la otra cara de esa Venezuela sin hacer reivindicaciones ni convertir en héroes a sus protagonistas, lanzando eso sí algunos dardos: "No hagan eso, que militar no piensa", les dice el abuelo cuando ve a los niños marchando; o "Ningún país ha alcanzado la paz sin derramar sangre", como lo dice la voz del locutor de un fragmento documental perteneciente a las maniobras militares para combatir a los guerrilleros. Tampoco le interesa a Rondón –y es de agradecer– explicar el porqué del fracaso de aquel movimiento armado, cuyos protagonistas, en la siguiente década, fueron integrándose a la arena política civil manteniendo la lucha desde otros frentes.
El interés de Rondón es neta y válidamente personal: jugar con sus recuerdos de niña, ofrecernos la imaginación que acompañan esos cuentos, que aunque no son del todo felices, forman parte del pasado cada uno de nosotros (aquí cobran especial significación los dibujos con los cuales son enmarcados los actores y objetos en varias escenas: estupenda la del robo del almacén con las ratas). No quiero terminar esta nota, sin hacer referencia a dos aspectos del film que me parecen sobresalientes: la dirección de actores, en donde brilla con especial luz el niño William Cifuentes, intérprete del directo y perspicaz Teo; y sobre todo el montaje realizado por Marité Ugás –codirectora con Rondón de A la media noche y media, un film que comparte muchos aspectos con este Postales de Leningrado– y su brillante ejercicio de unir "pedazos narrativos" y darle forma final a uno de los filmes más estimables del cine venezolano de los últimos años.