Dos jóvenes, una española y la otra ecuatoriana, coinciden en una travesía entre las localidades de Quito y Cuenca. La primera viaja en plan de turista; la segunda pretende alcanzar al novio que está a punto de casarse con otra chica y disuadirlo de su propósito. Una es elemental y pragmática; la otra, intelectual e idealista. El viaje a través del Ecuador, jalonado por una sucesión de encuentros a lo largo del trayecto, pondrá en evidencia que ambas, desde posiciones tan divergentes, son igualmente incapaces de conectar con la realidad que les sale al paso. ¿Los síntomas? La historia se concentra en sólo uno, a saber, el divorcio entre esa realidad y los dispositivos para enunciarla, que al vaciarse de significado enajenan al individuo de aquella. ¿Una visión de la política y la sociedad cuyo fundamento se enmarca en el arduo trazado conceptual de la lingüística, en la dialéctica entre significantes, significados y referentes? De algo de eso se trata, del incierto oficio de «nombrar las cosas», como diría el poeta, cuando el lenguaje mismo se ha vuelto extraño a ellas. Es esta premisa la que, a primera vista, hace tan atractiva a una película como Qué tan lejos, opera prima de la ecuatoriana Tania Hermida. Siquiera porque apartándose de la praxis histórica, casi institucional, de un cine «de denuncia» sustentado en los tópicos tercermundistas de marginalidad, miseria y represión, su directora aborda el escenario que ofrece la creciente depauperación de nuestras sociedades desde una óptica más racional y analítica.
El resultado es esta película rebosante de vida, humilde y luminosa como el alma de sus criaturas, cuya escritura límpida e inteligente recuerda en más de un momento a Y tu mamá también, de Alfonso Cuarón, otra road movie construida sobre la preeminencia de la palabra, en que la representación adquiere, desde la referencia tácita hasta la insinuación más sutil, una fulguración que no alcanza a igualar ningún registro «en directo» de esa realidad, por más sombrío, estremecedor y elocuente que resulte.
Tania Hermida (Ecuador, 1968) se graduó en 1991 en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, Cuba, y desde 1996 enseña cine en la Universidad de San Francisco de Quito. Dirigió los cortos Ajubel (1989), El puente roto (1991) y Aló (1999), y fue asistente de dirección de los largometrajes Proof of life (T. Hackford, 2000), Maria Full of Grace (J. Marston, 2002) y Crónicas (S. Cordero, 2003) antes de debutar en el largometraje con Qué tan lejos (2006), que ganara el Zenith de Plata y el Segundo Premio Coral de Opera Prima en los pasados festivales de Montréal y La Habana, respectivamente.
Esta conversación tuvo lugar, a menos de 24 horas de anunciarse el premio a Qué tan lejos en la gala de clausura del Festival des Films du Monde. Siempre sonriente y segura, hizo gala en sus respuestas del talante inspirado, espontáneo y casi mágico que recorre Qué tan lejos, como si quien me hablaba fuera uno de aquellos entrañables personajes creados por ella, o mejor quizá la narradora, esa presencia inefable que nos pone en camino, junto a Tristeza y Esperanza, de constatar qué tan lejos se encuentran ambas del mundo que se extiende ante su mirada.
En una película tan íntima y cálida, ¿cómo funciona ese narrador que, situándose a distancia –digamos que en otra coordenada–, informa sobre la gente, las ciudades, los ríos, como estableciendo una suerte de cartografía?
Al narrador lo quise poner justo para establecer un contrapunto. La voz en off, aparte de dar datos aparentemente «reales», objetivos e inapelables, menciona nombres de personas, ciudades, lugares. Y toda la película tiene que ver con esto: nombres. De cómo estos no sólo determinan lo que somos, sino que podemos transformarlos y, haciéndolo, quedamos a su vez transformados.
De ahí que un personaje se llame Tristeza...
Toda la película está en función del acto de nombrar. Cuando termina, la última frase en off dice: «Río Tomebambas, corriente fluvial que nace en los páramos del Alto Cajas, y abandonando su nombre, desciende por la cordillera oriental de los Andes para llamarse sucesivamente Río Paute, Namangoza, Santiago y Amazonas». O sea, siendo lo único que nos determina, el nombre, es de por sí efímero.
Esta premisa se asume desde el comienzo. En una de las primeras escenas que escribí, una mujer se mira al espejo de un baño. A ese momento de gran intimidad se opone una voz en off que nos ofrece información sobre ella. El acento impersonal, de dato clínico, contrasta el universo en apariencia objetivo en torno a ese «nombre» con la subjetividad asociada al personaje examinándose ante un espejo.
Hay varias referencias a la cultura mexicana. Ella lee a Octavio Paz y Sor Juana Inés de la Cruz; al final, las protagonistas cantan una ranchera...
Octavio Paz pertenece al mundo de Teresa, que estudia literatura. El universo de Paz me resulta muy entrañable, y quise incluir su reflexión sobre Sor Juana. Para quienes los hayan leído, es toda una clave. El universo de Sor Juana «es» un libro: todo «significa» porque está escrito, pertenece a algún tipo de discurso literario. Paz sostiene la teoría de que Sor Juana se refugió en los libros porque el mundo no le ofrecía nada interesante; que se hizo monja porque era la única vía de acceder a las bibliotecas. En la construcción del personaje de Teresa está presente esa idea; quiere vivir a través de la literatura, los libros, lo que ha leído, lo que reflexiona. Cree que al universo lo define la palabra y, por tanto, la cuestión con el novio se va a solucionar si habla con él (lo cual suena bastante naïf). Pero en el camino se da cuenta de que la vida no es así, de que las cosas no se resuelven hablando...
El camino la cambia, eso está claro. El otro punto es la muchacha española, que viene de otro contexto. La película es una road movie, un filme de aprendizaje, que habla más bien de cómo percibimos el mundo.
Exacto...
O sea, lo que desencadena y mueve la trama es un acontecimiento digamos que político –la protesta que ocasiona el cierre de la carretera– situado en un plano muy secundario. La película se interesa más bien en las percepciones, cómo éstas cambian a medida que nuestras experiencias las enriquecen.
Yo quería hacer una película sobre algo tan abstracto como la percepción del mundo, y no sólo eso, sino de cómo la manera en que hablamos determina esa percepción; los nombres que damos a las cosas determinan lo que nos llega de ellas y, consecuentemente, al nombrarlas de otra manera, transformamos su realidad. Ambos personajes inician su camino llenos de certezas. Esperanza es la típica turista con un libro de viajes en la cabeza. Todo lo ve digno de una foto, y eso le impide ir más allá. El enfoque de Teresa, por otro lado, parte de sus teorías sobre sí misma y sobre el mundo. Se siente con mucha solvencia para descartar las opiniones de la otra. En el camino, ambas van perdiendo esas certezas; se van quedando sin palabras, sin discurso. Y eso es el viaje: despojarse de discursos, de estructuras, de verdades. La última pregunta que se hacen es: «Oye, ¿tu crees que “Jesús” sea el verdadero nombre de Jesús?» Todo está por inventarse. Las cenizas que ellas arrojan al final ya no son las de la abuela, pero al hacerlo están dandoles un significado nuevo. El cofre cargado con la huella concreta de la abuela –la ceniza–, también se ha quedado sin significado. Resta sólo el «significante». Y sin embargo, después vuelve a adquirir un significado...
Una resemantización del mundo...
... del universo personal de cada una. Es obvio que en el fondo no interesa la historia del novio, sino cómo ésta pone en crisis la noción del amor, romántica e ideal, de Tristeza, quien luego se queda sin discurso sobre sí misma. Ella pasa de ser una persona totalmente autoafirmada, capaz, a quedar completamente despojada...
El personaje renace...
Como esas cenizas, que finalmente ya no son nada, y al mismo tiempo, son lo único que queda. Cuando al final Tristeza dice «Es tan raro. [...] estar aquí», la otra responde «Oye, esa línea es mía». De algún modo, una le ha dado a la otra la capacidad de dudar de sí misma, de cuestionarse, de pensar «¿Y qué hago tan lejos de mi casa?». Todas las verdades con que partió ya no están. Y ahí empieza la historia. Sin verdades.
Llamar Tristeza a una ecuatoriana y Esperanza a una extrajera subvierte el tópico de que son los extranjeros quienes miran con tristeza a los latinoamericanos, y estos últimos los que subsisten aferrados a una esperanza.
Había varios clichés con los cuales contaba. A las chicas no quería convertirlas en estereotipos. Al parecer, Esperanza no entiende nada del mundo, todo lo ve muy lindo, pero en el transcurso del viaje resulta que ella tiene los pies bien puestos en la tierra. Es Sancho Panza, como le dice Jesús en un momento. En la historia original, el personaje se llamaba Alegría, pero de tan obvia, la dicotomía tristeza-alegría no decía nada.
Otro cliché sostiene que el nativo es ingenuo y, en cambio, el cosmopolita es más despierto. Aquí sucede lo contrario. Esperanza es mucho más ingenua, su mirada del mundo es naif, a pesar de que haya viajado por Fez, Nueva York, las islas griegas... Tristeza es sofisticada. Ha leído mucho, maneja más información y tiene una visión del mundo. Esa fue mi intención desde el principio. Es raro que en Ecuador, donde somos tan hospitalarios, una chica se comporte así con una extranjera; de manera que al verlo en la película, se generó en el público una gran satisfacción: «Sí, pues que la maltrate un poco.» Tristeza tiene cierto nivel social; no se considera obligada a rendirle pleitesía a nadie. Pero todo ello se va perdiendo con el viaje, y termina llorando y pidiendo ayuda a Esperanza, «la ingenua». También es que ésta vive de prisa, pendiente del folleto de turismo. De ahí parte, con la sensación de que todo es efímero, de que hay que fotografiar el volcán y lo demás, «marcar» los lugares.
En general, la tristeza deja poco espacio a la esperanza, pero aquí el candoroso optimismo de Esperanza llega a contagiar positivamente a Tristeza.
Pasa porque Esperanza es muchísimo más sensorial. Tristeza, tan cerebral, llega a un punto en que necesita del afecto, del abrazo, y eso le permite transformarse. Pero creo también que lo contrario sucede con Esperanza. Al comienzo mira el libro que le ha dado Tristeza y es como si dijera: «Ah, las ideas», en el sentido de «No, pues qué ideas ni ideas, yo voy a mirar, a tocar, a oler». Pero luego va interesándose en lo dicho por Jesús, en los juegos del lenguaje, y va entrando en otro orden de cosas que tiene otra lectura, más allá del «¡Qué bonito!»
Hay momentos donde los personajes quedan sobrepasados por el paisaje. Como una escena fantástica en que están solas, como secuestradas por ese mundo, y una niebla misteriosa invade el encuadre. Esperanza comenta: «Es tan extraño [estar aquí].» Se siente un tanto descolocada en su posición de turista, algo no cumple con su expectativa. Cuando encuentran a Jesús, hay un gran silencio que refuerza esa sensación de aislamiento, de una realidad oculta pero actuante.
Tuve claro desde que comencé a escribir el guión que los cambios en los personajes tendrían alguna relación con el clima y la vegetación. Estos serían los testigos de la historia, en el sentido de que todo pasa, pero el lugar queda. En Ecuador se va de un sol canicular a la neblina más absoluta, donde no se ve nada. Allí, la razón más elemental que tienen las chicas para acercarse una a la otra es el frío, la lluvia del páramo. Un paisaje que maravilla a Esperanza, pero que Tristeza es incapaz de ver como bello. Ese momento fue fundamental para mí. Ellas se encuentran en un lugar absolutamente blanco, y Esperanza, cuyo viaje se realiza en el acto de «ver», está en un limbo, «en blanco». Al mostrar una foto de su infancia, es como si dijese: «No puedo ver nada, luego no soy.»
Resulta llamativa la desconexión con la realidad. En un pueblo por donde pasan, hay un televisor que sólo muestra telenovelas y publicidad. La realidad, que se hace presente con mucha fuerza, resulta ignorada o mistificada, como en la información que emiten los periodistas detenidos por el cierre de la carretera a causa de una protesta. Esto queda muy claro en una frase: «Aquí nada tiene que ver con nada.»
La clave del guión está en las palabras, en el nombre de las cosas. Los periodistas se inventan la realidad de la noticia, deciden que es así; no vemos nada que nos remita a esa noticia tal y como la construyen. Por otro lado, el lenguaje de las telenovelas maneja estereotipos de lo que se supone sea el amor, y su falsedad molesta mucho a Tristeza. Sin embargo, al empeñarse en detener la boda de su novio, ella no hace otra cosa que imitar esos clichés. Hay una constante referencia al extrañamiento del lenguaje como idea de la pérdida de contacto con el mundo, a que el lenguaje que utilizamos no alude a la realidad donde vivimos.
Está el caso de El Aniñado, que dice: «El Barcelona, el Barcelona», y cuando le preguntan qué relación hay entre Barcelona y los toros (se trata de un equipo de toreo) no responde; le da lo mismo, porque no piensa en lo que está diciendo. En última instancia, el lenguaje ya no sirve para describir la realidad, sino para ocultarla. Por eso me fascina El Aniñado, que se baja del auto y no sabe dónde está, nunca lo sabe porque su mundo es el auto y el celular: un universo donde los aparatos se encargan de todo.
Y luego esa niña que dice: «Bonito dizque es el Ecuador.» ¡Cómo si ella no estuviera ahí! Se vuelve a lo mismo, a que el lenguaje no refiere a la realidad. Visto como guión, ése fue para mí uno de los momentos más importantes; el que ella diga: «Sí, una cosa es andarse paseando. A todos los extranjeros les gusta... Bonito dizque es el Ecuador.»
Ella está tan distante como los propios extranjeros.
O más, porque el extranjero tiene al menos la certeza de que está ahí. Ella se refiere al Ecuador como algo ajeno, en otro lugar.
Da la impresión de una cultura que se ha rendido, desentendiéndose del país, dejándolo en manos de... nada.
De un gran Otro.
Sí, pero un Otro que no se puede identificar.
Porque no existe: nadie quiere hacerse cargo. En cambio, Jesús sí tiene contacto.
Es un personaje muy centrado, telúrico. Lo veo también como guía. ¿Es por eso que se llama Jesús?
Me interesaba justo porque es EL NOMBRE. Resulta muy difícil llamarse Jesús, tener ese físico e ir por ahí de anónimo. Al mismo tiempo, es quien trae las cenizas de la abuela, que son el único signo auténtico, concreto, que en realidad «significa». Y esto, a pesar de que a partir de un momento, ya no se trata de las cenizas de la abuela. Siguen significando porque adquieren un nuevo sentido en manos de las chicas. Es por eso que Jesús desaparece también; de otra manera, a la larga ese significado se agotaría. En lo adelante, Jesús se hace presente como misterio, lo que sucede en lo incierto, lo que permite que las cosas se muevan, cambien de significado. De algún modo, en manos de Jesús las cosas se procesan de otro modo. El momento en que desaparecen las cenizas parece grave, pero él lo «eleva». Al decir: «A fin de cuentas, le tocó tomar un atajo a la abuela», transforma esa realidad, le da otro tono.
Otro personaje que rebasa los clichés es el chico indígena en motocicleta. Es él quien le dice a Tristeza que no parece ecuatoriana, con lo cual introduce el tema de las nacionalidades, más allá de los regionalismos (Cuenca versus Quito) a los que se ha hecho mención antes.
Desde el comienzo se habla de los indígenas: son los que organizaron la huelga, o los del mercado de ponchos de colores... Pero más adelante aparecen estos dos jóvenes indígenas... ¡que no son ni lo uno ni lo otro! ¡Nada que esté por definir! Son individuos. Cuando uno de ellos le comenta a Tristeza: «Tú no pareces ecuatoriana», es porque aquella no se ajusta al estereotipo que él tiene. Un minuto después, este chico le habla en quechua a su amigo y, en efecto, ella queda excluida, fuera de esa lengua nativa que nunca nos enseñaron a los mestizos en el Ecuador. Aunque sea su país, es extranjera en lo que respecta a la lengua. Quise que el público apreciara esa sensación de extrañamiento en ella, por eso no subtitulé ese momento.
Por último, en la escena de la boda hay una toma en picado, a través de una ventana, que representa el punto de vista de ellas. ¿Querías indicar que Tristeza se sitúa en un plano superior a los demás, incapaz de relacionarse con los que están celebrando allá abajo?
Sí, quería transmitir la sensación de que ella llega a algo consumado. No detiene nada, apenas mira desde lejos lo que ya sucedió. Y desde tan lejos, que a esa altura se sitúa más bien por encima. En fin, lo de siempre: «Nada tiene que ver con nada.» (Ríe)