“Nuestro objetivo final es nada menos que lograr la integración del cine latinoamericano. Así de simple, y así de desmesurado”.
Gabriel García Márquez
Presidente (1927-2014)

CRITICA


  • El cielo, la tierra y la lluvia, esculpiendo el paisaje
    Por Alberto Ramos

    En uno de los pasajes más reveladores de El cielo, la tierra y la lluvia, primer largo de ficción de José Luis Torres Leiva, la cámara se abre sobre una joven detenida a pocos metros de un árbol imponente. La enigmática belleza de la composición, en que la figura humana es casi un accidente frente a la monumentalidad de un cielo que desborda el encuadre, remite a esa dimensión metafísica que atribuimos, por ejemplo, a la pintura de un Ruysdael. Súbitamente, la muchacha se desploma. Queda tendida a lo largo, como anonadada por un dolor que la sobrepasa. Ante ella, el árbol de ramas ora verdeantes, ora secas y crispadas, no solo aparece como el único interlocutor posible, sino también como la imagen más elocuente de la desesperación que la embarga.

    Momentos como el anterior constituyen la materia misma de El cielo..., y no epifanías laboriosamente engastadas a lo largo del filme. Como sugiere el propio título, cuando alude a la tríada cosmológica cielo-tierra-lluvia, la espléndida geografía de la Región de los Lagos, en el sur de Chile, tiene una implicación en el relato que rebasa lo meramente decorativo. Lo que a primera vista puede tomarse como un retrato de grupo en un marco de sobrecogedora grandeza: cuatro solitarios irredimibles, cuyas vidas se entrecruzan sin otro resultado que no sea más soledad y extravío, deviene comprensión del paisaje como construcción totalizadora, en que los accesos de melancolía y el fantasma de la incomunicación aparecen como trazos inscritos en una estructura trascendente, reverberante. De ahí que la noción de trayectorias resulte tan cara a esta película. Lo que el propio realizador ha conceptualizado como "paseos" (mentales, virtuales, a pie, en autos, en ferries...), tiene un peso decisivo en la negociación del paisaje como cuerpo simbólico operada por el filme. Es la densidad casi física de esos recorridos lo que define la auténtica materia dramática de la película, si es que el término procede.

    Como suele suceder cuando se trata de una obra tan ambiciosa y madura, El cielo... es la culminación de una serie de búsquedas que se localizan entre 2003 —cuando el proyecto consiguiera una beca de la Fundación Carolina y fuera acogido por el Fondo Hubert Bals— y la filmación, en mayo de 2007, intervalo en el cual su director rodó varios trabajos donde fue depurando una poética de raíz minimalista que redondearía en El cielo...

    En dos de ellos, el corto Obreras saliendo de la fábrica y el documental El tiempo que se queda, es posible rastrear algunas claves de dicha poética. Obreras..., por ejemplo, se aproxima a la subjetividad de cuatro mujeres desde una mirada impasible, casi impertinente, que registra sus rutinas con la confianza de que acabará accediendo al misterio de esas vidas anónimas. Sus 21 minutos de metraje se resuelven con gran economía a partir de tomas fijas, planos secuencia o combinaciones elementales de ambos, donde el dinamismo al interior del plano sostenido se contrapone a la relativa inmovilidad del sujeto seguido a distancia por la cámara, con lo cual la distinción entre este y su entorno, operada desde una arbitraria acepción de movimiento, queda abolida. La escasa o nula verbalización viene compensada por un manejo enfático del sonido, que confiere gran expresividad a las marcas sonoras (los telares, la radio, las olas) asociadas a los ámbitos de la fábrica, la casa y la playa, respectivamente, así como por la sobreabundancia de acciones físicas, en especial los "paseos" por la fábrica y la playa, que abarcan la mayor parte del metraje. Por lo mismo, la narración deriva hacia una visualidad externa, e inclusiva, respecto a la figura humana, como revela un plano secuencia —que tal parece una declaración de principios— donde la cámara, que ha estado tomando a las mujeres mientras caminan por la calle, las abandona inopinadamente para seguir la línea que trazan las copas de los árboles a lo largo de la vía.

    Asimismo, en la proustiana premisa de El tiempo... hay algo que evoca la labor del escultor: desmontar a golpes de observación pura y obstinada los ámbitos de la rutina (el comedor, los pasillos, la cocina, los patios) en una institución psiquiátrica de Santiago, a fin de dejar al descubierto la arquitectura intacta del tiempo que habita, "que se queda", entre aquellas paredes. Algunas direcciones ensayadas en Obreras... adquieren aquí un mayor desarrollo. En primer lugar, líneas de frontera (ventanas), que sugieren una dialéctica entre exterior e interior: luz/oscuridad, silencio/ruido, continuidad/fragmentación. (Al respecto recuérdese el plano que abre el filme: la vista del patio desde una ventana que da a una habitación en penumbras.) Por otra parte, transiciones con un diseño marcadamente abstracto, ornamental —como cortes a negro sobre un fondo musical mínimo o tomas de flores y árboles agitados de improviso, suavemente, por el viento o la lluvia— donde se tantea una suerte de colapso de la visualidad. Y por último la tendencia, en un contexto dramático enrarecido, a desplazar el interés hacia los tiempos muertos, notable sobre todo en la explotación de largas tomas en perspectiva y en el recurso a personajes que, dada la ausencia de una "historia" personal, no trascienden su entorno, al punto que toda la película parece construida alrededor de tiempos muertos que se articulan en una estructura musical del tipo tema y variaciones.

    En El cielo..., los personajes son también cuatro: tres mujeres, Ana, Marta y Verónica, y un hombre, Toro, de los cuales tampoco sabemos mucho. Viven en una isla, tan solitarios y ensimismados como los melancólicos y sombríos parajes que recorren, a solas o en compañía. Lo poco que sucede en la superficie de sus vidas resulta elusivo e inconexo. El suyo es un presente suspendido, del cual percibimos apenas algunos trazos inconclusos, desgarrones de historia. Nunca sabremos el origen de los impulsos autodestructivos de Marta, ni qué sucedió con ella una vez que desapareció en el bosque; por qué Verónica acompaña compulsivamente a los otros; si en realidad Ana sustrajo dinero en el mercado donde trabaja o por qué reprime la atracción que siente por Toro y la sublima en una suerte de piedad vicaria (la misma que ejerce con la madre enferma), donde no queda claro cuánto hay de misericordia y cuánto de pulsión sadomasoquista.

    En el fondo nada de ello importa tanto como qué llena el vacío dejado por la supresión de la historia y la crisis del personaje, instancias que a fin de cuentas se remontan al proyecto modernista inaugurado por Antonioni, al filme como obra abierta, erizada de lagunas e interrogantes que desafían la tranquilizadora certeza del relato canónico. En El cielo... lo interesante es que la narración ausente emerge como contemplación. En la medida en que el sujeto se desplaza del personaje al paisaje, y la identidad del primero se asume en el seno del segundo, ambos dialogan como parte de un organismo único, indisociable. No por azar es que casi toda la acción ocurre en exteriores. Moverse incesantemente a través de aquellos resulta vital. Esas trayectorias no sólo consagran una empatía sino también una estrategia de raíz gnoseológica: desde la suspensión de la temporalidad nos conminan a la contemplación como fuente de conocimiento, a aprehender (siguiendo al cineasta Béla Tarr) "qué sucede bajo la superficie de las cosas" una vez que aquella cede bajo el peso del tiempo, vale decir de la duración. La naturaleza es vista como una fuerza positiva, protectora (a lo cual contribuye en no poca medida la gloriosa fotografía de Inti Briones), mientras las casas y demás espacios de socialización son percibidos como fuente de conflicto y alienación. A la plenitud de los espacios abiertos (el éxtasis de Ana, los ojos cerrados bajo el cielo) se oponen los sofocantes interiores en que la madre agoniza y Toro se consume de deseo, encuadrados en tomas estáticas, inexorables, donde la figura humana queda por momentos mutilada. En una escena cargada de tensión entre Ana y Toro, esta huye de la casa cuando aquel intenta forzar una escaramuza sexual. Bajo la lluvia, signo material de su enajenación, Ana mira a Toro que la insta a regresar, pero se niega a hacerlo. Sólo afuera, arropada por el paisaje, se siente segura.

    Por último, añadir a lo anterior la particular expresividad del subrayado sonoro, tan elocuente que cualquier otro recurso, incluida la música, se vuelve innecesario. En momentos como aquellos donde el canto de los pájaros, las olas de la playa, el sordo martilleo de la lluvia y el silencio del bosque, entre otros, asumen la disfuncionalidad de los protagonistas, el sonido no sólo se alinea junto a otras marcas visuales que traducen la sensibilidad de los personajes, sino que llega a desplazarlas. La escena final, por citar sólo un caso, no cierra cuando Ana sale de campo, sino con el canto de los pájaros que irrumpe inmediatamente después y queda resonando en el vacío, como un grito. Torres Leiva parece recordar con Tarkovski: "Los sonidos de la vida cotidiana son tan bellos en sí mismos, que si uno realmente pudiera entenderlos adecuadamente, el cine no necesitaría de la música".

    Con El cielo, la tierra y la lluvia estamos en presencia de una de las aventuras conceptualmente más densas y arriesgadas que haya producido el cine latinoamericano en los últimos años. Su renuncia radical a las servidumbres de la narración, a una sentimentalidad impostada, y su opción por una escritura libre que excava tenazmente en el paisaje para revelar nuestra inserción, conflictiva y agónica, en un espacio y un tiempo que nos trascienden, la convierten en una fascinante experiencia audiovisual donde cielo y tierra refieren, en una suerte de himno panteísta, al eterno desencuentro entre la magnificencia del mundo y la infelicidad que sella nuestra frágil condición humana.


    (Fuente: Mabuse)


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