La Coca-Cola, icono enlatado y gaseoso de la globalización, ha conquistado el mundo. Pero, en la era de la hiperconexión planetaria, ¿es el dichoso refresco lo que nos une?, o tal vez estamos cosidos los unos a los otros por los férreos y trágicos hilos del azar, representados en esta colosal Babel mediante el viaje intercontinental de un rifle maldito. Babel pone de manifiesto que las conexiones son infinitas, y el tan manoseado diálogo intercultural más posible que nunca, pero mayores y más evidentes son las desconexiones, las diferencias y, por supuesto, nuestra incapacidad para la comunicación. A pesar de que la Coca-Cola haya conquistado el mundo.
Así de ambiciosa es la tercera película de Alejandro González Iñárritu, cronista por excelencia de la tragedia cotidiana, que con Babel va no un paso, sino varios miles de kilómetros más allá para destrozar vidas a lo largo de cuatro continentes, escudado, eso sí, por su fiel Guillermo Arriaga, extraordinario y desbocado guionista, también tendente al lado trágico de la vida. Ambos, guionista y director, desde que coincidieron en la incontenida Amores perros, corren el peligro de morir de intensidad, afectación y trascendencia.
Regida por las leyes del azar, siempre fatídicas en manos de un perturbado como Iñárritu, y construida sobre una trepidante, aunque en ocasiones excesivamente sensacionalista, puesta en escena, Babel es una película sencillamente apabullante y demoledora. Tal vez criticable por su evidente complejo de grandilocuencia y afectación, por tener detrás a un director crecido, consciente de sus facultades de fascinación y prestidigitación, o incluso por estar absolutamente pasada de vueltas en el manejo de los mecanismos de la tragedia, pero ¡cómo escuece lo que cuenta!, ¡cómo golpea la forma de contarlo! Porque, veamos, ¿hay forma más lúcida de contar el caos, la maraña ininteligible en que se ha convertido el circo en el que vivimos, que el artificioso entramado visual y narrativo que se plantea en Babel?
Cuatro historias, cuatro países y un rifle como hilo conductor. Con semejantes mimbres, resulta absurdo plantearse el hecho de que en la película haya historias que funcionen mejor que otras (a quien le interese: yo prefiero la de la niñera mejicana y la de la adolescente japonesa), o que si la conexión de las historias a través del rifle puede estar cogida por los pelos (a quien le interese: yo creo que no, que resulta una metáfora perfecta de la situación planteada. Y, además, un homenaje a Winchester 73, el western de Anthony Mann, con el que Babel tiene no pocas cosas en común), porque, nunca mejor dicho, el objetivo es necesariamente global; se trata de un fresco sobre cómo están las cosas en el mundo (muy chungas, por cierto) y como tal funciona igual que un mecanismo de relojería.
La lúcida, desoladora conclusión a la que llegan Iñárritu y Arriaga es sencilla: tal y como está planteada esta globalización que, sorprendentemente, rechaza la comunicación y convivencia más elementales, lo mejor es, como decía mi abuela, que cada uno en su casa y Dios en la de todos (Dios, por cierto, cada cual que elija al suyo).