La Sagrada Familia es el primer largometraje de Sebastián Campos, director que antes había trabajado en cortometrajes (Carga Vital), documentales (Cero) y programas televisivos (Mi mundo privado). Rodada hace alrededor de dos años, la película se estrena en el país precedida de varios triunfos en festivales extranjeros y nacionales.
Con un guión que presenta solamente los núcleos dramáticos centrales en situaciones descritas, La Sagrada Familia trabaja sobre la base de la improvisación de los actores (quienes además se vieron inmersos en las condiciones efectivas de sus personajes: las parejas de ficción que duermen juntas en la película así lo hicieron en el rodaje, experimentación de sensaciones —con drogas mediante—, incluso hay vestuarios de posesión real), que interpretaban una y otra vez diversas versiones de la escena en cuestión. ¿El fruto? Muchas horas de material cuyo proceso de selección y montaje se arrastró por alrededor de un año (ya es vox populi el karma nervioso de Campos ante el enfrentamiento con la recopilación de las cintas digitales).
Los mecanismos formales, propuestos en el statement de Campos, evidencian un interés narrativo construido sobre la base de la importancia que éste le asigna a su propia noción de realismo La asociación indirecta del espectador a las leyes de Dogma es inmediata. Pero la verdad es que la metodología de constitución de la historia supera en sí misma al decálogo de Von Trier, en el sentido de que no es un agente coercitivo como los estrictos (1) mandamientos autoimpuestos, sino que más bien conforma una oportunidad potencial de reafirmación de la solidez de la trama y de sus propias libertades narrativas, lo que necesariamente deriva en facilitar la comprensión del posible discurso.
Hay objetivos claros, metas cuya consecución termina siendo la película misma: las situaciones de los personajes, dependientes en gran porcentaje de la potencia del improvisado —y reiterado— ejercicio actoral, entrañan luego una apreciación de valor acerca de algo.
Probablemente en ello —en ese juicio— radique la principal fortaleza cinematográfica de La Sagrada Familia: la posesión de un discurso coherente y opinante, crítico ante la hipocresía de ciertas manifestaciones de moral conservadora, que no sólo se relacionan con las opciones religiosas —mejor dicho católicas—, sino también con actitudes y resoluciones que son contradictorias (mayormente asignadas a la figura de un padre que exige escuchar música clásica y no comer carne en viernes santo, pero que al mismo tiempo no tolera la creatividad de su hijo, o se involucra con la novia de aquél, dejando atrás su supuesta fidelidad marital). A diferencia de los registros cinematográficos paralelos de la particular —incluso excepcional— unidad generacional que irrumpió el año pasado en la escena fílmica chilena —Play (Scherson), En la cama (Bize), y una algo más desmarcada Se arrienda (Fuguet)—, el trabajo de Campos no se concentra en un virtuosismo técnico, en diálogos sofisticados o en contextos inéditos; autoconsciente de su propia precariedad (decisión que demuestra una inteligencia que va más allá del criterio de optimización presupuestaria) focaliza la energía, los recursos, la voluntad actoral, en sacar adelante un guión sintético, elemental, de fuertes repercusiones discursivas. No pretende contar una historia que funcione sólo operacionalmente hablando, un círculo cerrado con todas sus interrogantes respondidas, sino que propone frontalmente y sin pudores un sistema coherente de pensamiento. La Sagrada Familia es entonces no sólo una muy buena historia bien escrita (en cuyo transcurso narrativo tuvo vital importancia la asesoría de guión de Julio Rojas (2)), sino también un statement que supera su dimensión propiamente cinematográfica.
Así, el Chile que describe la percepción del director es un país que posee un doble standard en lo religioso, con tradiciones que no tienen fundamentación más allá de la costumbre del rito; un país en el que aún es complicado reconocerse homosexual debido a represiones de diversas fuentes; un país de familias disfuncionales; un país en el que la figura paterna es más un ente castrador que una posibilidad de diálogo (3), en el que los afectos pueden verse dispersos, disueltos. Hay una deconstrucción evidente de la noción de uniformidad: el país es más —o tiene más problemas— que lo que aparenta.
Estableciendo un nexo entre los presupuestos formales de Campos y la implicaciones temáticas y narrativas propuestas en la cinta, hay un cierto metarrelato transversal acerca de la libertad (3): el soporte actoral improvisado, la no estructuración previa de los planos, son extensiones —llevadas a la praxis de la realización— de las decisiones de los mismos personajes, que deciden drogarse, besarse o involucrarse entre sí sin mayores miramientos. Así, como se ejerce el oficio se moviliza la narración.
Ahora, con estas acciones "subversivas" construidas sobre la base de esa libertad, aparecen varias consecuencias: una renovación de las formalidades cinematográficas bastante refrescante, la supresión del texto rígido del guión tipo en privilegio de la espontaneidad/verosimilitud/realismo, una valoración creciente del trabajo del actor —en el que las nociones de intérprete y personaje mantienen un límite muy difuso ente sí—, o la misma deconstrucción de las formalidades religiosas y sexuales.
La Sagrada Familia constituye entonces un hito importante y profundamente memorable dentro de la memoria fílmica chilena, tanto por sus opciones intelectuales como por sus decisiones relativas a la precariedad de la técnica (proceso que se ve excentrado de otros ejemplos chilenos de estreno este año, como Fuga o Kiltro Se convierte luego en uno de los pilares fundamentales de esa noción aún ambigua e indefinida de "nuevo cine chileno", que se ha ido ganando progresivamente un lugar en el escenario internacional; es completamente posible de esperar su ubicación dentro de opciones de exhibición relevantes (como lo demuestra su participación actual en la selección oficial de BAFICI 2006, y bueno, claramente sus participaciones en San Sebastián y Barcelona, en el que ganó el premio a mejor película). El posible éxito en esas inscripciones está más que merecido.
(1) Cuestionable aquel valor de "estrictos" al observar las realizaciones efectivas del Dogma, pero el tema queda fuera de esta discusión en particular.
(2) Es importante reconocer que, si bien los personajes se ven sometidos a varias situaciones extremas, el carácter orgánico de la historia es simplemente notable: el guión se ve completamente justificado, como un órgano autónomo y lógico que, independiente de contener esas fracturas determinantes, resulta completamente verosímil y se aleja de las grandilocuencias innecesarias o de los acontecimientos no creíbles.
(3) La emancipación del hijo ante el padre recuerda de algún modo al mismo proceso en Martín (Hache), incluso por las coincidencias en las iniciales del personaje.
(4) Referencia particular merece la anécdota del diario español que califica a la cinta como el emblema anticristiano del gobierno de Bachelet. Sin comentarios.