En esta película se cumple la afirmación de Plauto: Lupus est homo homini, non homo, quom qualis sit non novit, “lobo es el hombre para el hombre, cuando desconoce quién es el otro”.
En una urbanización elitista, llamada La Zona, no muy distante de las ranchitos donde vive la gente más humilde, aprovechando un apagón entran a robar en ella tres adolescentes. En la casa de una señora, la cual se despierta al oír ruidos, esta al enzarzarse con uno de los atracadores, muere asfixiada. En su huída, con la alarma sonando, se produce un tiroteo, y dos atracadores mueren, así como un vigilante, a manos de uno de los vecinos, que presa del pánico, dispara a aquello que se mueve, sin hacer distingos.
La urbanización funciona con su propio código de autorregulación. Tiene una asamblea donde se toman las decisiones (una asamblea poco democrática porque el que disiente encuentra frente así un buen número de dedos acusadores) y multitud de cámaras que registran todo cuanto acontece en su interior. Tras la muerte de los dos jóvenes, y del guardia, los vecinos deciden no alertar a la policía, y optan por deshacerse del cuerpo de los dos rateros tirándolos a un contenedor, como si de una inmundicia se tratase y convencen a su vez a la viuda del guardia de que éste se suicidó, aunque en el informe forense diga otra cosa, si es que ésta quiere cobrar el dinero del seguro, que no cubre la primera contingencia.
Uno de los ladrones, un niño de quince años, permanece en la urbanización y consigue refugiarse en la casa de un matrimonio que tiene un hijo, Alejandro, el cual a pesar de sus reticencias y su desdén hacia quienes no son como él (esos otros jóvenes que no van a un colegio caro vestidos con uniforme, ni tienen un campo de golf exclusivo junto a su hogar, o varios cochazos cuatro por cuatro, o videocámaras digitales a modo de regalo), verá brotar en su interior algo de la bondad atávica y primigenia (exenta de tabúes y lavados de cerebro) que le impelerá a hacer lo que considera correcto, dándole ropa y alimento y facilitándole la huida y será a través de sus ojos a través de los cuales conoceremos la historia.
Un comandante de policía, a resultas de una llamada registrada el día del apagón quiere investigar en la urbanización y finalmente lo consigue, sin obtener ninguna prueba. Poco después irá atando los cabos, al recoger los testimonios de los familiares de los tres jóvenes desaparecidos, pero la corrupción afecta a todos los estamentos y finalmente el dinero queda patente que engrasa las voluntades y adormece los afanes justicieros, lo que permite que entre unos y otros, los excluidos socialmente, no cuenten tampoco para las fuerzas de seguridad, sobornadas por las clases pudientes, convertidas éstas así en ojos ciegos que no ven lo que se les ordena no ver, en un “laissez faire” de consecuencias fatales.
La película se convierte en “la caza al hombre”, en una jungla de asfalto de lindes electrificados, pero más allá de la frenética persecución del joven que permanece en La Zona, asediado por unos vecinos que lo van cercando, organizando barridas nocturnas, como si organizasen una batida de jabalíes, pidiendo ayuda al exterior, lo que prevalece es la podredumbre humana, cómo en ese grupo de personas (presuntamente cultas, inteligentes y notoriamente bien acomodadas) el aislarse del mundo real, en burbujas de cemento de contornos espinosos, hace crecer en ellos los demonios de la sinrazón, contagiados por un ánimo belicoso, desposeídos de la menor humanidad, convertidos unos en verdugos y todos ellos en cómplices en pos de ese Fuenteovejuna donde todos a una, como una jauría de dientes afilados, aportarán su granito de arena para saciar su sed de venganza.
El clímax generado desde su comienzo, la tensión creciente, te pone un palpitante corazón en la garganta ya de entrada y los acontecimientos sólo hacen que la sensación de angustia se acentúe hasta un final memorable.
Las brillantes interpretaciones, en especial de Daniel Jiménez Cacho (Daniel), de Mariana de Tavira (Andrea), de Maribel Verdú como la de los jóvenes Daniel Tovar (Alejandro) y Alan Chávez (Miguel) junto a un ritmo incesante y unos rasgos definitorios de los diferentes estamentos sociales que ponen a cada uno en su sitio, convierten La Zona en una excelente película terrorífica, sin olvidar que nada hay más terrorífico para el hombre que otro hombre (sin necesidad de que este lleve máscaras, motosierras o escopetas), sin necesidad de una luna llena sobre el lienzo negro.