Usualmente la literatura es una de las materias primas de las que se sirve el cine para realizarse. Entonces ocurre una especie de trascripción, de traducción del lenguaje literario, mucho más abarcador y abundante, a otro lenguaje en el que las palabras sufren una descomposición, una alteración, y pasan a un segundo lugar en importancia. Las palabras se transfiguran en imágenes.
Sobra hablar del valor sugestivo de la imagen. Lo que los ojos no ven solo puede ser visto con la ayuda de ciertos procesos internos que funcionan de diferente manera para cada ser humano: la imaginación, la memoria, la agilidad mental, la experiencia, sin contar con ciertos obstáculos que opone la psiquis, esa traviesa máquina que todos llevamos dentro, que muchas veces solo ve lo que le conviene. Es decir, lo que no se ve y que por tanto es preciso figurarse para poderlo visualizar, depende de tantas cosas que, dicho rápido y mal, es distinto para cada cual.
En el cine eso no ocurre. La imagen visual sustituye el trabajo de configurar en la imaginación aquello que en la literatura no es visible. Eso no quiere decir que la actitud del espectador en el cine sea menos laboriosa ni que el cine sea una actividad pensada para perezosos. No, porque el cine no acaba con la imagen visual, sino que empieza con ella. El valor del cine radica precisamente en las posibilidades expresivas que da contar con una imagen que se ve, que no es preciso configurar en una imaginación perezosa, sino en echar a andar esa imagen. Miles de palabras no hacen una imagen visual.
Es fácil apreciar entonces lo que de feliz tiene esta traducción del idioma literario al cinematográfico, que, sin embargo, es a la vez trágica. Como decía antes, la imagen literaria es mucho más abarcadora, por lo que la conversión suele ser devastadoramente reduccionista. Miles y miles de palabras, aunque no hacen una sola imagen visual, elaboran un universo psicológico mucho más rico, amplio y complejo que todas las imágenes del mundo. Una imagen solo puede tener tres dimensiones, cuando las dimensiones que puede desarrollar un párrafo pueden ser tantas como grande sea el genio del escritor. Eso sin contar con las limitaciones temporales de una película, que con más de tres horas se vuelve insufrible, cuando la lectura de un libro puede durar meses sin que esto cause de vez en cuando más que una ligera molestia.
Esa reducción no debe entenderse nunca como una disminución del valor artístico, sino como un cambio de la perspectiva creadora. Y para ilustrarlo, convendría ver el caso contrario, que rara vez se da, cuando una película se convierte en libro, y para seguir usando el mismo lenguaje, el cine se hincha en literatura. ¿Qué ocurre cuando las imágenes visuales se vuelven palabras?, ¿cuando el cine se convierte en materia prima de la literatura?, ¿cuando a los ojos les es quitada la imagen y se les saca súbitamente de su actitud perezosa?
Vampiros en La Habana, la obra maestra de Juan Padrón, y una de las grandes películas del cine cubano, se ha convertido en un libro. Siquiera sea por falta de costumbre, no alcanzo a imaginar qué ocurrirá con esta obra convertida en literatura. De momento me entusiasma la idea de leer las travesuras de Pepe, de sus amigos y de los carismáticos vampiros. Resulta muy atractivo conocer esta nueva historia, mucho más rica y compleja, con nuevos personajes y escenarios, y hasta con un pequeño esbozo del idioma de los vampiros, el zarapunker. ¡Hermosa aventura para la psiquis traviesa! Tal vez en unos meses Vampiros en La Habana ya no será más la historia que todos conocemos, sino un nuevo mundo de vampiros, diferente para cada cual.