Tres documentales argentinos estrenados en 2008 —La próxima estación de Pino Solanas; Rastrojero, utopías de la Argentina Potencia, de Marcos Pastor y Miguel Colombo; y Tocando en el silencio, de Luciano Zito— son dignos de muchísima mayor difusión, los tres muy argentinos y orgullosos de serlo y de mostrar lo bueno que tenemos nosotros mismos (muchas veces a pesar de nosotros mismos).
Cada uno, por supuesto, tiene su propio estilo, su obsesión y su respiración. El más fuerte de ellos es el de Pino Solanas, cuarto de una serie que comenzó con Memorias del saqueo y La dignidad de los nadies, y afirmó con la notable Argentina latente, dedicada a resaltar el empeño de tantos técnicos y científicos argentinos que hacen su tarea en las condiciones más incómodas, sin reconocimiento de los gobiernos, y con general desconocimiento de los demás habitantes, a quienes solo les llega el ruido del árbol que cae, y no el muy suave canto de cien que están erguidos.
Esta vez, Solanas combina el elogio de los trabajadores de Argentina latente con la indignada denuncia de Memorias del saqueo. Porque esta vez cuenta la historia de los ferrocarriles argentinos. Y esa historia tiene páginas admirables, de pioneros, de inventores criollos, de administradores honrados, de esos buenos trabajadores orgullosos de integrar la que aún llaman “la familia ferroviaria”, tiene páginas asombrosas, de máquinas potentes, vagones confortables, diseños avanzados, pueblos enriquecidos gracias al paso de los trenes. Pero también están las páginas negras que todos conocen, que muchos todavía sufren diariamente, y que nadie limpia, que espantan, avergüenzan, dan bronca.
Solanas expone con nombre y apellido a cada responsable del latrocinio público, por acción o inacción, y llega hasta el presente, exponiendo las caras (bien duras) de actuales funcionarios de la justicia con rango de ministro, que dicen, muy sueltos de cuerpo, “No conozco la causa”, “Es terrible lo que me está contando”, “¿Acá tenemos 27 expedientes? No tengo la menor idea”, “¿Y?”, “Destrozar el patrimonio público puede ser una política perversa, pero no es delito”. Esas escenas, dignas de una antología de la infamia, serán sin duda lo más comentado, pero el documental no termina ahí. Por algo se llama La próxima estación. Con una estructura y un juego de palabras que asimilan estaciones de trenes y de via crucis, el último cuadro nos habla de una resurrección, inevitable, indiscutible, beneficiosa para todos, y absolutamente posible, según nos explica con cifras sobre la pantalla, entusiasmo, claridad, y melancólica firmeza el viejo luchador. Y tiene razón.
Por su parte, Rastrojero no espera un regreso, sino que testimonia un amor que todavía dura, como bien lo advierte cualquier viajero o habitante del interior argentino. Allá por el año 2002 los autores, los jóvenes Marcos Pastor y Miguel Colombo, pensaron cotejar la crisis de ese momento con el recuerdo de las vacas gordas y la ilusión de progreso de 1952. Y se encontraron con el popular vehículo utilitario nacido ese año en la fábrica cordobesa de IME, Industrias Mecánicas del Estado. La película registra entonces, con material de archivo, pero sobre todo con las palabras de los propios creadores y trabajadores de ese y otros vehículos, la historia de un vehículo, de una fábrica, de un país. Nacido como orgullo peronista, los siguientes gobiernos destrozaron o descontinuaron todos los otros “autos justicialistas”, pero a ese lo mantuvieron y perfeccionaron. Tuvo que pasar más tiempo, para que también él cayera víctima de la desindustrialización general. Pero el Rastrojero sigue sin rendirse, y el film termina, precisamente, con un gran desfile organizado por una radio, un momento de sentida emoción para tantos conductores que aman y usan diariamente esos vehículos tan gauchitos todavía, y para esos viejos mecánicos que, cada vez que pasa uno por la calle, o por la ruta, dicen, felices de una vida de trabajo, “yo contribuí a hacerlo”.
Única objeción, el subtítulo que alude a la Argentina Potencia, una expresión usada como eslogan oficial de otro gobierno peronista, muy posterior, que ni a los propios peronistas causa hoy el menor orgullo. Fuera de eso, un lindo trabajo de recuperación, que lógicamente se estrena primero en Córdoba y luego en algunas pequeñas salas del resto del país, desde La Rioja hasta Caleta Olivia.
Cerramos mencionando otro ejemplo, el que nos da Tocando en el silencio, de Luciano Zito, registro sencillo, muy informativo y al mismo tiempo muy respetuoso, de un chico que nació, creció y vive con sida, pero que afronta su enfermedad como un problema, no como un drama. Se llama Alejandro Pompei, y la cámara lo registra a la edad de 16 años, de frente. El pibe da la cara, cuenta su vida, sus sueños, sus expectativas hacia alguna chica, su inquietud ante el riesgo de contar lo suyo a quien todavía tenga aprensiones, y lo hace con valor y a veces hasta con alegría. También hablan la abuela que lo crió (es emotivo el modo resignado con que describe ese momento en que los médicos tuvieron que decirle lo que ella ya se daba cuenta), y el tío joven, que lo acompaña en recorridas por los lugares de infancia: Chascomús, Concordia, las ruinas del Palacio San Carlos, el mismo donde, según la leyenda, una familia francoargentina albergó a Saint-Exupery tras un aterrizaje forzoso, episodio que el escritor menciona, pero sin descripción detallada del lugar, en “Tierra de hombres”.
A los lugares de estudio cuyos directivos le dieron cabida, sabiendo que el mayor peligro en estos casos no es que el chico contagie a otro, sino que los otros le contagien el menor resfrío –primaria nro. 17 Marcos Sastre, colegio León XIII– el chico va solo, y muy agradecido. La abuela, por su parte, lo acompaña al Hospital Fernández, donde, contrario a lo previsto, no hay ninguna lágrima, sino que tiene lugar la escena más festejada por el público joven, cuando el muchacho le pide a la doctora una dispensa para disfrutar a gusto del viaje de egresados, y la abuela hace su aporte, muy expresivo, respecto a lo que él toma o dejó de tomar. No todo es broma, por supuesto, y hay también algunos episodios bastante serios, incluso algo tristes, musicalmente muy bien comentados.
En resumen, un documental sensiblemente medido, sencillamente explicativo, que ejemplifica sobre un problema, y al mismo tiempo nos regala el ejemplo de alguien que sabe sobrellevar diariamente ese problema. Porque así lo plantea el mismo Alejandro Pompei en charlas con el público, desde su actual trabajo como miembro activo de la Fundación Huésped: “hoy asumo esta enfermedad con mayor seguridad, como un problema que hay que saber llevar, no como una bandera, ni como una tragedia”. Mejor documental del 7· Festival Nacional de Tandil, mejor documento humano del 3· Festival del Mercosur, mención especial del 10· Derhumalc, vale la pena.