Conferencia Magistral
Estamos conversando, en este encuentro, sobre medio siglo de historia del documental latinoamericano. O sea, sobre la mitad de su historia, que es la mitad de la historia del cine — que empezó como cine documental, como todos sabemos. En estos 50 años, mucha agua pasó bajo el puente: la dinámica del cine se volvió más veloz que en la primera mitad de su historia, incluyendo el desarrollo tecnológico, el crecimiento comercial y la batalla política por un cine planetariamente democrático.
Reuniones como ésta ganan especial importancia en este amanecer del siglo XXI, ante el hecho de que el documental es la expresión audiovisual más fuerte en este momento, en el sentido de que es la expresión que más evoluciona estéticamente y la que más llama la atención de estudiosos del cine, también por sus despliegues tecnológicos-artísticos.
Es en el territorio cinematográfico donde hay más osadía, más coraje para aventurarse en la ampliación de los códigos de comunicación con el público y, en una relación causa-efecto, es el momento en que el documental alcanza niveles de atención, por parte del público y la industria, jamás alcanzados anteriormente.
Nunca fueron hechos tantos documentales ni nunca tanta gente ha visto tantos documentales como en este comienzo del siglo XXI en los cines, la televisión, DVD e Internet — y podemos decir eso basados en cálculos que tienen en cuenta el crecimiento del cine en general y el porcentaje histórico del documental en este universo (en mi país, en este momento, están siendo hechos, en distintas fases de producción, alrededor de 500 documentales -largos, cortos y seriales para televisión-, un número inédito, un récord).
Otro punto a considerar es el difícil arte del documental. ¡Dificilísimo! Es notablemente más fácil, más alcanzable (si así se puede decir), realizar una buena película de ficción que un buen documental. Podemos contar por cientos los grandes autores de ficción cinematográfica, pero los grandes documentalistas son contados con los dedos de las manos y los pies.
La raíz de esa diferencia está en el grado de dificultad: el director de filmes de ficción tiene control total de la situación dramática, de la narrativa. Es la creación de un universo propio, con reglas y criaturas inventadas por él. Es la demiurgia, es Dios haciendo su cosmos. En el documental, el universo ya está creado y el cine es una interferencia dramática, narrativa o analítica en este objeto preexistente e independiente de la voluntad del artista.
La demiurgia plena de la ficción no existe en el documental. Como máximo, la metáfora para un documentalista es la de semidiós, aquella situación angustiante de Prometeo y el problema de su identidad. Mientras era castigado por los dioses por robar el fuego y darlo a los hombres, Prometeo sufría por estar a medio camino, sin ser ni dios ni hombre. Era apenas un héroe, como también son llamados los semidioses.
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Otro punto interesante es el motivo que lleva a alguien a hacer un documental, la intención que mueve a un documentalista. Es una reflexión importante para la claridad del autor, de sus objetivos, y para la calidad de la obra. Mencionemos las intenciones más evidentes:
-Informar. Es lo que más se ve en la televisión. Por lo menos aparentemente, el motivo es apenas dar a conocer. Digo “aparentemente” porque hay puntos de vista e ideologías detrás de esta intención, como detrás de todas las otras, pero con la diferencia que este tipo de documental se presenta como exento de ellas.
-Analizar. Examinar, estudiar, descomponer la realidad, el mundo, la vida para entender y ayudar a entender dónde estamos y quiénes somos. Es la rama humanista del documental, la que presenta más preguntas que respuestas, la que se dispone a hacer pensar al espectador.
-Advertir. Contenidos sobre cuestiones ambientales y sanitarias tienden a esto.
-Convencer. Es una vertiente caudalosa, con propaganda de mala calidad y también con cine sofisticado, con cineastas creadores, como la esteta Leni Riefenstahl en la Alemania nazi y el inventivo agitador comunista Santiago Álvarez.
-Denunciar. Es un motivo muy común. Siempre estamos viendo acusaciones, inculpaciones, imputaciones en las pantallas.
-Bromear. Los documentales cómicos, para hacernos reír. Es un formato muy reciente.
-Revelarse. Exponer su propia vida, contar su propia historia, confesarse. Una tendencia creciente en este momento.
-Poetizar. Cantar la belleza de la vida y la naturaleza, como Lluvia e Historia del Viento, de Joris Ivens.
-Filosofar. El cine, el lenguaje audiovisual, tiene capacidad de ir mucho más allá de la función narrativa. Sus potencialidades de expresión abren un nuevo campo para la búsqueda del saber. Siendo más fiel a Pitágoras, “la búsqueda de los principios que hacen posible el saber” — o sea, la filosofía.
Esa intención, filosofar, posiblemente llevaría al cineasta a hacer un ensayo cinematográfico y no un documental, aunque los festivales y el mercado confundan estas dos vertientes audiovisuales.
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A las intenciones debemos sumar las estrategias de abordaje, la manera, el modo cómo los documentales son hechos, cómo los cineastas se acercan a su tema, a sus personajes, cómo organizan su historia o su mensaje.
Podemos empezar con el documental clásico, desarrollado en la movida inglesa de los años 1930 — el documental minuciosamente investigado, planificado, con guión, y con propósito de objetividad.
Hay una anécdota famosa sobre la objetividad en la Escuela Inglesa del Documental, un consejo del brasilero Alberto Cavalcanti, uno de los líderes del movimiento. El proyecto era un documental sobre el correo inglés y dos jóvenes cineastas presentaron un guión excesivo, tratando todos los aspectos del engranaje del correo, un librote enorme pero sin unidad (porque la unidad de acción de Aristóteles también cuenta para el documental y no apenas para la ficción). Y dijo Cavalcanti: “Hagan un film sobre una carta, sigan una carta de su origen a su destino, apenas eso”. El buen resultado es el clásico Night Mail de Basil Wright y Harry Watt. O sea, si quieres hacer un documental sobre la humanidad, filma a un hombre.
Del otro lado del arco está lo que podemos definir como documental espontáneo, composición de una historia o un retrato dramático según los datos de la casualidad. Es el hecho aconteciendo durante la filmación, sin final previsible, el destino trabajando como guionista. Es una buena suerte del cineasta, un hallazgo —como Harlan County de Barbara Kopple o Cerro Pelado de Santiago Álvarez. El proyecto de Santiago era registrar la actuación de los atletas cubanos en los juegos centroamericanos de 1966 en Puerto Rico y viajó con su equipo y con la delegación olímpica en el barco Cerro Pelado. En medio de la travesía La Habana-San Juan, los Estados Unidos prohibieron al barco cubano entrar en la Bahía de San Juan, so pena de bombardeo, mientras el gobierno cubano ordenaba seguir adelante y el Comité Olímpico no sabía qué decidir. El reportaje programado se transformó, por maña del destino, en un documental dramático.
Hay una composición híbrida que podemos bautizar como espontáneo semicontrolado. Es la elección de temas sin posibilidades de investigación y preordenación, la administración parcial de la casualidad. El cineasta se vuelve un detective. Un buen ejemplo es Cabra Marcado para Morrer, de Eduardo Coutinho. En el año 1964 Coutinho estaba haciendo un filme sobre el asesinato de un líder campesino y el golpe militar interrumpió el rodaje. Veinte años después, teniendo como punto de partida una foto de la viuda y sus hijos, salió a buscar a estos personajes por todo Brasil. O sea, tenía un mínimo de planificación pero estaba en manos del destino.
Existe el documental de montaje, hecho con materiales de archivo, con materiales que no fueron filmados teniendo como objetivo el documental que está siendo creado. Es un tipo de documental que nos remite a la teoría y la práctica de Dziga Vertov y su Cine Ojo. Creo que el documental más taquillero de la historia de Brasil es con ese formato: Jango de Silvio Tendler, más de un millón de espectadores en salas de cine, sin contar el público televisivo.
Abriendo el abanico para los formatos documentales que utilizan técnicas y estrategias de la ficción, hay que mencionar el documental de puesta en escena, la estrategia de Robert Flaherty en Nanuk, en Hombre de Aran. El documental del personaje-actor. Una gran investigación, una larga convivencia con los personajes, un guión muy semejante a los guiones de ficción y el registro de los personajes actuando como ellos mismos, interpretándose, pero con repeticiones, con segundas y terceras tomas.
Por ese camino tendríamos que mencionar el docudrama, no en el sentido actual de cualquier filme que utilice cruzamiento de técnicas de registro directo con técnicas de ficción, sino en el sentido inicial de ese concepto, en los años 1970: una película de ficción, con argumento y actores profesionales, que reproduce fielmente, con la máxima fidelidad posible, un hecho, un acontecimiento reciente. Como la película inglesa La muerte de una princesa, que ocasionó un conflicto diplomático entre Inglaterra y Arabia Saudita o la película brasilera Cesio 137, que reprodujo en pantalla los hechos confirmados por tres testigos por lo menos.
Y también el DocFic, la mezcla de realidad y ficción, la exposición de la realidad a partir de composición argumental, la integración de actores profesionales con actores-personajes. Es como meter una cuña argumental en la realidad y levantarla. Eso se hace con la “ficcionalización” de uno o dos personajes de esa realidad, se enfatiza la carga emotiva en uno o dos personas ejemplares de esa realidad, lo que resulta en mayor atención por parte del espectador.
Hay que mencionar los productos híbridos, que mezclan esas estrategias o buscan otras mixturas. En mi país, por ejemplo, hay una tendencia, con muy buenos resultados, del casamiento documental y videoarte, como hace Eryk Rocha (Rocha que Voa, Pachamama), o el procedimiento de Maria Augusta Ramos en sus documentales sobre la justicia brasileña, sin preguntas ni respuestas, apenas la relación entre los personajes, sus diálogos, sin que nadie mire a la cámara, como si estuviéramos delante de una película argumental pero conscientes de que no lo es.
Y para cerrar la lista, que podría ser más larga, mencionemos la utilización del lenguaje documental en películas de ficción —lo que no tiene nada que ver con la naturaleza del documental, pero tiene que ver con el lenguaje. Creo que ese “género” empezó con Zelig de Wood Allen y ahora está de moda: es el mockumentary, ya hispanizado como mocumental (en Brasil le dicen mocumentário).
En inglés la palabra mock significa imitación, falso y también escarnio, burla. Mockery es broma. Hay unas películas interesantes en ese género, como la australiana Kenny, de Clayton Jacobson, pero es un formato que enfrenta un dilema ético, una encrucijada: si no se presenta como una broma, engañará al espectador, con consecuencias que pueden ser graves; pero si lo hace, pierde el chiste.
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Este cuadro refleja la evolución del documental en los últimos 50 años y concentra, aún más, la cuestión de la verdad, el tema nuclear, esencial, de la labor del documentalista. Antes de los años 1950 el documental era definido como “registro de la realidad”. Cuando nos dimos cuenta de que el registro de la realidad dependía de quien filmaba, del posicionamiento de la cámara, de la elección del fragmento de realidad que la cámara podía captar, de la formación del camarógrafo, de su herencia genética, de su educación e ideología; cuando nos dimos cuenta de que es imposible la total y absoluta exención en el registro de la realidad, la definición del documental cambió de “registro de la realidad” a “expresión de la verdad”.
Esta corrección conceptual, que pone al cineasta delante de la tarea de enseñar lo que cree que es la verdad, permitió la inclusión de materiales no-documentales, como escenas argumentales, por ejemplo, en los documentales. El francés Jean Vigo ya había denunciado la ilusión de la imparcialidad en los años 1930, cuando dijo que el documental es un “discurso ilustrado” de quien está detrás de la cámara.
Entonces, lo que se nos presenta como eje crucial de ese asunto es la imponderable verdad. Es la pregunta de Pilatos a Jesús: “¿Qué es la verdad?”. Jesús no contestó a Pilatos, pero después dijo: “Yo soy la verdad” (siempre me pareció que esa frase de Cristo es una buena definición para el documental: “Yo soy la luz, la verdad y la vida”).
Sócrates fue el primero en sugerir la individualidad de la verdad al decir que las declaraciones dichas como verdaderas son “opiniones”, ya que ninguna de ellas resiste al diálogo crítico. El pensamiento clásico trabaja el concepto de verdad como la adecuación del intelecto a lo real, como una propiedad de los juicios.
A lo largo del siglo XX, la filosofía desarrolló opciones como la Teoría Consensual (la verdad es resultado de la concordancia entre personas del mismo grupo o cultura), la Teoría de la Coherencia, según la cual la verdad sólo existe en el interior de un sistema específico de creencias o la Teoría Pragmática: la verdad se establece a partir de la aplicación concreta de una proposición y su averiguación en la experiencia.
O sea, son opciones que no superan la naturaleza subjetiva de la verdad, que no rompen su carácter de aprehensión individual de una realidad o, llegando hasta donde tal vez no deba, aprehensión grupal de una realidad. Todas las reflexiones filosóficas sobre la naturaleza de la verdad rehúsan la posibilidad de una verdad colectiva universal. En esencia, la aprehensión de la realidad es una marca de la individualidad, como un ADN de la relación del individuo con el mundo, del yo con el otro.
Pues, que nuestras verdades sean buenas para nosotros, para Latinoamérica, para la humanidad.
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El último punto al que me acerco es el tema de las nuevas tecnologías. Aquí se inserta el aspecto de la distribución y exhibición, el nudo de toda la cuestión. Creo que es en los nuevos medios de difusión que está la solución para las angustias focalizadas en la visibilidad de nuestros documentales.
El cine y sus derivados fueron designados “artes modernos” por su relación esencial con la tecnología, con la “revolución industrial”. Son las artes tecnológicas, que sólo pueden ser realizadas con base en tecnología sofisticada, con máquinas — diferenciándose radicalmente de las Bellas Artes, de las artes tradicionales, que son producidas sólo con los recursos del cuerpo y de la naturaleza circundante: música, danza, pintura, escultura, literatura, teatro.
Las tecnologías de la comunicación potenciaron aquel cine de los Lumiére, de Eisenstein, Griffith, René Clair, Orson Welles, Bergman, Fellini, Emilio Fernández, Glauber Rocha. El Cine se expandió en la televisión, en el video, en Internet, en la portabilidad (llevar y traer su pantalla en el bolsillo), en la interactividad del videojuego, en las conversaciones telefónicas que ya no son orales ni habladas, sino a través de la producción, emisión y recepción de mensajes audiovisuales, del trueque de imágenes combinadas con sonidos; o sea, un sofisticado complejo audiovisual.
La evolución acelerada de las nuevas tecnologías de la comunicación (o tecnologías de la inteligencia, como ya se suele decir) incide en el contenido y en la forma artística de las expresiones audiovisuales, es una evolución tecno-estética, con convergencias de medios (TV, Internet, telefonía), de plataformas y de negocios. El lenguaje audiovisual viene evolucionando en paralelo al desarrollo tecnológico — cine silente, cine hablado, color, sonido magnético, sonido sincrónico, lentes anamórficos, cámaras livianas, barredura electrónica. En el horizonte ya podemos vislumbrar un octavo arte, algo superior al séptimo arte, que todavía está por acontecer. Estamos empezando una escalada que nadie sabe dónde va a parar.
En este momento estamos viviendo una fase intermedia en la que nuevas ideas, nuevos enfoques y nuevos modelos de negocio, de producción son diamantes, son gemas preciosas. Es un momento efervescente para creadores, para productores y distribuidores y para una sintonía más fuerte entre los que inventan y los que organizan.
En lo que se refiere a la creación — a los guionistas, cineastas, teleastas, fotógrafos, sonidistas, actores—, esa revolución tecnológica y de lenguaje repetirá lo mejor de cualquier revolución: unir lo arcaico a lo moderno, a lo contemporáneo. Unir valores de raíz, conceptos fundadores a nuevas posibilidades de expresión. El documental siempre aprovechó muy bien de los avances tecnológicos para renovar y crear lenguaje. Mucho más que la ficción, aprovechó del sonido directo, el sonido sincrónico, las cámaras livianas, que fueron inventadas para reportajes en la Segunda Guerra Mundial. Muchísimo más que la ficción, se aprovechó del video, del registro electrónico.
Esta tendencia de apropiación virtuosa de tecnologías está vigente y en crecimiento, tanto en lo que se refiere a la realización (registro, edición, mezcla, efectos) como en lo que se refiere a la difusión (el documental se instala velozmente en los nuevos medios de reproducción y distribución, en la televisión por cable, en las televisiones públicas y comunitarias, principalmente en Internet). Es uno de los nichos de más grande crecimiento y valoración en Internet, en la “cola larga” de la comunicación, según el concepto creado por Chris Anderson en su famoso libro (The Long Tail).
Dejo en el aire, por ejemplo, la idea, la posibilidad de la apertura de la naturaleza del documental para la interactividad. Un documental interactivo que se enfrenta con un espectador activo, opinante, interferente (tal vez tan interferente como el propio documentalista) es, con certeza, uno de los caminos para ese maravilloso arte de disección de la vida.
Sin embargo, en el discurso final de El Gran Dictador, Chaplin decía: “Más que máquinas, lo que necesitamos es humanidad. Más que inteligencia, lo que necesitamos es afecto y dulzura.”
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Vivimos un momento de muchos registros audiovisuales, grabaciones en video, en teléfono, en una cantidad de maquinitas — o en los reportajes de alto consumo con que somos bombardeados en la televisión e Internet. Lo que diferencia a todo eso del documental es la calidad artística que el documentalista imprime en su obra, es la trascendencia, es su poder de permanencia en el espíritu de las personas y en el tiempo. O sea, la perennidad del arte.
Conferencia Magistral de Orlando Senna. I ENCUENTRO DE DOCUMENTALISTAS LATINOAMERICANOS DEL SIGLO XXI, Caracas, 06/11/2008
*Cineasta, escritor, presidente de TAL-Televisión América Latina