“Nuestro objetivo final es nada menos que lograr la integración del cine latinoamericano. Así de simple, y así de desmesurado”.
Gabriel García Márquez
Presidente (1927-2014)

CRITICA
  • La clase obrera va al paraíso
    Por Jorge Morales

    Dice Patricio Guzmán que cuando comenzó a editar La batalla de Chile pasó varios meses con el montajista Pedro Chaskel visionando el material, antes de se atrevieran a escoger una forma de abordar el montaje de la película. Según Guzmán, eliminar cualquier fragmento de celuloide era como botar "un trozo de historia". Esta frase podría resultar pomposa si uno no sabe que al margen de los ataques de ego del realizador, La batalla de Chile es efectivamente eso.

    Este documental es uno de los pocos trabajos audiovisuales hechos en Chile con la suficiente estatura para codearse sin problemas con el más erudito texto histórico. Pero no es su erudición lo que sorprende y emociona, sino algo mucho más preciado. La batalla de Chile es un documento vivo que destila verdad por todos sus poros. Si uno quiere enterarse de lo que fue la Unidad Popular como idea, como sueño, como compromiso, La batalla de Chile es de lejos la obra que mejor interpreta lo que en esencia fue ese período.

    A entender: es indudable que esta es una película política, dirigida por un cineasta de izquierda, con un prisma comprometido y, por tanto, subjetiva y discutible. No es un ejercicio de objetividad. Para Guzmán el fracaso de la Unidad Popular no es más que el fruto de una conspiración, lo que a todas luces es una versión parcial de lo ocurrido. Posiblemente sea una miopía debida a los años en que fue montada la película, años en que el exilio chileno tenía tan bajo nivel de autocrítica que podía crucificar a Raúl Ruiz por reírse de las peculiaridades de los exiliados en Diálogos de exiliados (1974), y respaldar bochornos como Llueve sobre Santiago (Helvio Soto, 1975), que mentía descaradamente sobre la muerte de Allende (en la película el ex presidente muere acribillado en las escaleras de La Moneda empuñando una metralleta).

    Pero el valor del documental de Guzmán no reside en los —en todo caso— convincentes segmentos dedicados al complot de los opositores al régimen socialista (como la notable escena de una silenciosa reunión de oficiales donde se huelen los aires golpistas). El realizador tuvo la intuición que para mostrar la complejidad de un proceso revolucionario, para dar cuenta de los cambios que se iban a materializar, había que mostrar los lugares donde la verdadera transformación se iba a efectuar. Guzmán fue a las fábricas —especialmente a las reuniones sindicales— y mostró al trabajador común y corriente, interviniendo para defender lo suyo, exigiendo lo que aún no se lograba, marcando presencia, atrevido y orgulloso, consciente de sus derechos y necesidades. Pero sobre todo, el obrero de Guzmán no es un mero espectador del proceso, sino un partícipe activo del mismo, un protagonista de la historia con mayúsculas. Pocas veces el cine chileno ha mostrado con tanta dignidad al mundo proletario, como pocas veces también ha mostrado personajes con tan genuinas muestras de fe y convicción política.

    En ese sentido, el filme no ha perdido su vocación subversiva y es un testimonio de época de gran envergadura. Sin embargo, hay que reconocer que sin el trágico final de los acontecimientos que retrata, la fuerza de sus imágenes quedaría muy disminuida. De no tener este desenlace fatal, el documental podría haberse convertido en un filme propagandístico. Porque es indudable que ver la pasión de un movimiento que finalmente fracasa, es mucho mejor —narrativamente hablando— que ver un grupo que triunfa y se glorifica a sí mismo.

    La batalla de Chile debe ser en justicia uno de los pocos filmes imprescindibles de nuestra filmografía. Y la razón es obvia: el período que muestra sigue siendo hasta hoy una parte de nuestra historia que permanece oculta y por completo inexplorada en el imaginario cinematográfico. Lamentablemente, su "secuela", La memoria obstinada (1997), pese a ser una obra de interés, no alcanza las cotas de trascendencia de su predecesora. Aunque las razones de esa distancia puedan deberse a una forma más intimista de asumir el trabajo audiovisual de parte de Guzmán, algo que se reafirma con El caso Pinochet (2001), último trabajo del cineasta, que desperdició las múltiples resonancias políticas y sociales del caso en Chile —llenas de pasión— y se centró en un relato —hay que decirlo— cansino y repetitivo sobre el drama de las víctimas.

    Por todas estas razones resulta escandaloso que La batalla de Chile siga hasta hoy sin tener su oportunidad de ser vista en la televisión abierta. Su exhibición sería una prueba de tolerancia mucho mayor que la mera contabilidad de senos que se usa como parámetro para medir la opción libertaria de los medios.


    (Fuente: www.mabuse.cl)


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