Culmina la trilogía de Burman y aumentan los problemas de comunicación entre los personajes. Ariel creció, se convirtió en un exitoso abogado y profesor de la Universidad, padre de familia y ser egoísta. Sin embargo continúa siendo, en parte, un “adolescente tardío”.
Daniel Hendler es nuevamente Ariel, pero esta vez deja de huir del amor, como en Esperando al Mesías, y tiene menos problemas para encontrar lo que quiere en la vida, como en El abrazo partido. Ahora es Ariel Perelman, seguro de sí en su ambiente laboral, pero con los mismos problemas de comunicación en su entorno familiar que sus personajes anteriores. Parte de esta incomunicación es fruto de su egoísmo.
“Anoche tuve un sueño; soñé que era padre” dice en uno de los pasillos de la galería en El abrazo partido y esta es la idea que retoma en Derecho de familia. De todas formas, en este film el director abre un abanico más amplio de temas colocando otros elementos que lo enriquecen, aunque el hilo conductor sea el mismo. En las dos películas anteriores se había centrado en la comunidad judía. Aquí, incorpora la diversidad religiosa y cultural.
La esposa de Perelman (Julieta Díaz) es católica. El colegio donde llevan a su hijo es suizo (por un tema de locación, pero de todas formas esto hace que el protagonista se relacione con otras personas), los pintores de su casa probablemente sean peruanos, y el entorno laboral en el que se mueve su padre es muy amplio de especificar.
Para mostrar íntimamente al personaje, Burman comienza su film con una narración en off de Ariel (recurso utilizado en los films anteriores), explicando la jornada laboral de su padre. Con este relato también se muestra la relación que existe entre ambos, y a la vez se refleja su vida. Al tener una visión de la vida de su padre, se advierte desde un primer momento que, aunque los dos son abogados, han seguido caminos diferentes.
Ariel no quiere trabajar en el “negocio familiar”. Está haciendo su propio destino. Este distanciamiento es demostrado en la escena donde se abre una puerta en el estudio de su padre –la cual comunica con el escritorio que Perelman-padre había destinado para su hijo- y Ariel aparece en la Universidad, lugar donde se siente seguro, dictando clases.
A lo largo del film, Burman utiliza gags muy sutiles en el guión que provocan en el espectador una sonrisa constante. Una de las escenas más cómicas resulta de cuando su hijo le dice “papá” al pintor de su casa, ya que pasa más tiempo con él debido a la jornada laborar de Ariel. Este personaje pasó a ser parte de la familia, siendo un poco pintor y un poco niñero. Es una forma inteligente de tratar este fenómeno -propio de la modernidad- donde los padres trabajan todo el día y los niños quedan en manos de extraños.
Ariel sólo tiene tiempo para su trabajo. Sabe cómo conseguir lo que quiere. Para conquistar a su mujer ingresó a clases de Pilates (ya que ella era la profesora). En sus clases en la Universidad utiliza técnicas de enseñanza que mantienen a todos los alumnos atentos y pendientes de sus palabras.
Se casó, tuvo un hijo, hasta que un día todo se complicó. El edificio donde trabaja cerró de forma momentánea, y su esposa se fue de viaje. Él queda a cargo de todo y es el momento en que comienza a relacionarse de una forma más íntima con sus seres más allegados. Se marca el pasaje de ser hijo a ser padre. Sin embargo su egoísmo le impide ver la enfermedad de su padre, y para cuando se da cuenta ya es demasiado tarde. El canal de comunicación entre ambos personajes siempre estuvo trunco, ya que cuando Ariel recuerda su infancia menciona que su padre trabajaba todo el día, y los momentos que compartían solo se producían cuando él lo acompañaba en algunas ocasiones a diversos tribunales.
Ahora Ariel es sólo padre. La moraleja aparece al final cuando se queda “estaqueado” mirando a su hijo, y no quiere repetir el error que cometió Perelman padre con él al insistirle que trabajaran juntos. Ariel quiere que su hijo sea lo que él desee ser.
Derecho de familia es el final más acertado que Burman le pudo dar a esta trilogía. Para un Ariel al que le ha tocado llevar diversos apellidos y nacer en distintas familias, pero que en el fondo es un mismo Ariel: ese joven al que le cuesta expresar lo que siente y relacionarse con su entorno familiar. Es el Ariel que vive en un Buenos Aires no turístico, porque ese es el Buenos Aires que Burman decidió mostrar, porque esa elección vuelve a la historia cercana a muchos.
Humor y drama se conjugan de forma armoniosa para tratar, la que puede ser, la historia de muchas familias, que trabajan todo el día, llegan agotados a sus hogares y prácticamente no ven a sus hijos. También está presente la continua búsqueda de la identidad (retomada de las películas anteriores), a la vez que se aprecia ese gran salto que se produce cuando uno se vuelve padre y debe asumir todas las responsabilidades, así como el dolor provocado por la pérdida de un ser querido. Pero, sobre todo, de tratar de vivir lo mejor posible la vida que nos tocó. Para esto el director utiliza un tono costumbrista que acerca al protagonista a cada una de las personas, permitiéndonos a nosotros, los espectadores, identificarnos con Ariel.
(Tomado de www.elacomodador.com)