“Nuestro objetivo final es nada menos que lograr la integración del cine latinoamericano. Así de simple, y así de desmesurado”.
Gabriel García Márquez
Presidente (1927-2014)

CRITICA


  • La sirena y el buzo: "una identidad construida desde lo ontológico"
    Por Alberto Ramos

    A propósito de La sirena y el buzo, la realizadora nicaragüense Mercedes Moncada señala que se trata, básicamente, de un cuento: “Me pareció un rumor maravilloso y una idea linda para contar un cuento”. Dice esto refiriéndose al incidente que dio pie al filme, ocurrido durante un viaje a la costa atlántica de Nicaragua, donde presenció el entierro de un pescador de langostas que había muerto ahogado, de quien se decía que había sido alcanzado por una sirena.

    Por otra parte, llama la atención que la directora, lejos de reflexionar sobre la fundamentación del proyecto o las interioridades de su puesta en marcha, dedique gran parte de sus notas sobre el filme, aparecidas en el catálogo del Fórum de la Berlinale, a definir a su país en función de una larga suma de estereotipos culturales, geográficos, étnicos e históricos. Visión que, a renglón seguido, desmonta por parcial y excluyente. Como el Jano de los griegos, Nicaragua tiene dos caras que miran (literalmente) en direcciones opuestas. La mitad del territorio que se abre a la cuenca del Pacífico ha detentado desde siempre el poder y la representación pública del país, en detrimento de la otra, oculta y marginada, que mira al Atlántico o, para mayor exactitud, al mar Caribe. Dicotomías instauradas por el discurso colonialista sobreviven allí, como en toda la América Latina, a la era neo y poscolonial: civilización-barbarie, propio-extraño, blanco-indígena... Dicho esto, de más está apuntar que la perspectiva de la película se ubica sin miramientos del lado de ese Otro, desconocido y discriminado: “Yo quería mostrar mi país de otra manera y la atmósfera de la costa atlántica siempre me ha gustado mucho”.
    Lo interesante, sin embargo, está en los términos que se manejan. La sirena y el buzo se mueve, como su propio título indica, entre la realidad y el mito. Aquí la leyenda sirve de coartada para ingresar al interior de una nación (los misquitos) y describirla, sin apelar a la clásica “escena de llegada” que, como prueba de autenticidad, esgrime el registro etnográfico. El enfoque documental, por lo tanto, viene diferido; un argumento de corte fantástico, inspirado en motivos de la cosmogonía indígena, subsume el núcleo puramente antropológico de la historia. Algo así como contar el drama neorrealista de Visconti La terra trema desde la premisa de La bella y la bestia, otra fantasía de encantamiento, muerte y resurrección. En última instancia, se trata de normalizar al mito y la creencia, devolviéndolos a su entorno natural, que es el de la ficción, y no el de la institución académica. La dramaturgia, por lo demás, no es lineal sino circular. Lo que se describe es un ciclo vital que transcurre entre dos polos elementales: el agua y la tierra. Vale decir, entre el reino de lo mágico simbolizado por el mar y la sirena, y el mundo de los hombres representado por la comunidad misquita; recorrido donde el alma reencarna sucesivamente en un animal (la tortuga marina) y un ser humano (Simbad, el pescador de langostas). Curioso cómo esta estructura binaria permite que la película se vea como un viaje en el tiempo (el de la ficción, la biografía terrenal de Simbad, cuyo nombre, dicho sea de paso, significa “viajero”) y, a la vez, su circularidad sugiera un presente eternizado, el del pueblo misquito, que no es solo el del tiempo clausurado por la leyenda, sino el más objetivo y perentorio del aislamiento y la pobreza en que viven esas comunidades.

    Convendría notar, sin embargo, que esto último no queda explícito en ningún momento. Más aún, teniendo a las estaciones de la vida de Simbad como vago hilo conductor, la película fija sus límites dentro de lo observacional, y desde allí se decanta por el dato antropológico. El parto en tiempo real asistido por una comadrona del lugar; la anciana que ejecuta un ritual chamánico para curar al bebé enfermo; los juegos de los niños y adolescentes en la costa; la fiesta popular de la carrera de caballos; el vínculo atávico con la naturaleza en la mujer que habla a las plantas; una receta de cocina para preparar la tortuga; el arribo de los pescadores a la playa, corazón de la economía comunitaria; la captura de la langosta en alta mar; los ritos funerarios... La objetividad de la mirada se prolonga incluso a las escenas submarinas, al reino de lo inefable. Sólo al final, con la transformación del buzo en tortuga, se oye una voz de mujer que canta; el resto del tiempo, la figura de la sirena queda velada, offscreen.

    En el seno de la documentación, lo diegético sobrevive apenas en la estructura capitular, así como en ciertos pasajes disonantes a cuenta de un tratamiento impresionista de la imagen, como el viraje a blanco de un plano o la degradación del registro fotográfico en la secuencia del huracán, que abren paso a una dimensión poética. La preeminencia de la descripción a costa de lo narrativo se hace evidente en la ausencia de guión y actores profesionales, la escasa importancia concedida al diálogo (nada se traduce del misquito o el español, a excepción de los intertítulos), la filmación en tiempo real y el protagonismo borroso de Simbad (cualquiera es Simbad, al que varios niños y adultos representan).

    El resultado es una identidad construida desde lo ontológico, despojada de los accidentes de la sociología y la psicología. Basta recordar que, a los efectos de la narración, la relación entre la sirena y el buzo queda sublimada en una historia de amor cuyo significado último remite a un vínculo positivo del hombre con la divinidad. Semejante enfoque pasa por alto que la sirena o liwa mairin, deidad de las aguas en la cosmogonía misquita, es una entidad maligna que castiga con la muerte a quienes abusan incontroladamente de los recursos marinos. Y que el síndrome de descompresión, una verdadera tragedia entre los buzos que se dedican, en condiciones inhumanas, a la pesca de la langosta en la costa atlántica, es la verdadera causa de la muerte accidental de estos hombres, hecho que la creencia popular atribuye al encuentro con una sirena en lo profundo del mar.

    Lo que La sirena y el buzo obvia, con toda probabilidad deliberadamente, queda traducido sin embargo a través de la preciosa metáfora que invierte el signo del mito, aquella del hombre devuelto a la vida por una divinidad amorosa, llena de misericordia, dispuesta siempre a concederle una segunda oportunidad sobre la tierra. Siquiera porque, de forma oblicua, sugiere que las causas del drama de los pescadores misquitos estarían en los hombres, y no en la supuesta hostilidad de la naturaleza. Esta es, por lo demás, una de las grandes conquistas de La sirena y el buzo: acceder al Otro desde las claves de su cultura o, dicho en otras palabras, de la “puesta en escena” de su propia alteridad.

    (Fuente: Reseñado en la Berlinale 2009)


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