Siempre nos hemos acostumbrado a mirar el cine latinoamericano teñido de color local. Nuestra épica, nuestras historias de la tierra contadas dentro de esas fronteras infranqueables que separan lo propio y lo nacional del universo, o de lo universal, charros, gauchos, cangaceiros. Desde esa perspectiva es cierto que se ha logrado buen cine, pero es un cine que raras veces ha viajado lejos, no más allá de los festivales que privilegian lo étnico, o lo regional, pese a indudables hitos de modernidad, así la argentina María Luisa Bemberg, el cubano Tomás Gutiérrez Alea, el brasileño Walter Salles.
Hay cine cubano, cine argentino, cine brasileño. Pero cuando decimos cine latinoamericano generalmente entendemos cine mexicano, el que creó la imagen de toda una cultura, la de los charros de Jalisco y las chinas poblanas, los mariachis y los corridos y la música ranchera, el macho empistolado y la mujer sufrida, y al crear esa imagen, nos sometió a ella, desde Jorge Negrete a Cantinflas y de María Félix a Angélica María. Fue una industria floreciente que luego entró en crisis y de la que sólo quedaron escombros y obras de arte imperdurables, como las películas del Indio Fernández, o las que hizo Luis Buñuel en aquellos solares de su exilio.
Pero hoy, tres directores, precisamente mexicanos, Alejandro González Iñárritu (Babel), Guillermo del Toro (El laberinto del fauno) y Alfonso Cuarón (Niños del hombre), abren al cine latinoamericano las puertas hacia lo universal, no porque hayan recibido tantas postulaciones a los premios Oscar, que ya se sabe tienen mucho de fanfarria comercial y se gobiernan no pocas veces por ajustes y conveniencias. Es porque se han vuelto imprescindibles a la hora de señalar el gran cine, en los festivales europeos de firme prestigio, Cannes, San Sebastián o Venecia, o en los Globos de Oro, concedidos por los corresponsales de prensa extranjeros en Hollywood, (y mejor calificados que el Oscar), e imprescindibles para la crítica y para las compañías distribuidoras, pero, sobre todo, atractivos para el público de cualquier parte y en cualquier idioma.
Es un cine de autor que se vuelve cine de masas y si se vale de la tecnología de punta como en El laberinto del fauno se sostiene de manera firme en el arte, empezando por la calidad de los guiones y de allí hasta el logro de las imágenes. Y explora, sobre todo, los grandes temas contemporáneos, la soledad y la miseria, el temor por el futuro, y lo mismo, el recuerdo terrible de la historia. Nos enseñan cómo se hace el gran cine en estos comienzos del siglo XXI, no para México o para Latinoamérica vistos hacia adentro, o para mirarnos nosotros mismos el ombligo, sino para el mundo. Están haciendo escuela, que es lo que hacen los grandes directores siempre, y apenas están empezando.
Babel, la película de González Iñárritu, es la mejor muestra de esa universalidad que digo. De sus tres escenarios, la fría ciudad japonesa que anuncia la esterilización tecnológica del mundo del futuro, destinado a la soledad; la desolada pobreza de los páramos de Marruecos, donde la vida de atraso y miseria de los pastores de cabras, que bien podrían vivir lo mismo en tiempos bíblicos, se rompe con el deslumbre de la aparición de un autobús de turistas inmunizados frente al sufrimiento; y el del alucinante y revuelto México fronterizo con Estados Unidos.
Es este último escenario el que introduce a Latinoamérica en la composición universal y global, no como la cultura que siempre asumimos como ejemplar e inevitable porque es propia, sino como un componente que la cámara exhibe sin maquillajes, y que enseña, en el caos de sus improvisaciones, el ajuste de cuentas entre la tradición y las imposiciones de lo moderno, el barro y el plástico. Ese mundo confuso, lleno de símbolos perecederos de modernidad, que es la antesala del codiciado paraíso que se halla al otro lado del muro inteligente que se extiende por miles de kilómetros tratando de detener una inevitable invasión de seres que arrastran consigo miserias y esperanzas, pero también ganas de vida, lengua, música, creencias, comidas, toda una irrupción cultural que desafía la represión y termina imponiendo con dramatismo sus propios signos revueltos y desafiantes a lo largo de su travesía en el desierto.
Ese mundo rural de la Tijuana de polvaredas, al lado mismo del San Diego de verdes prados rasurados, en Tijuana los pobres hacinados en los cerros y en San Diego los ricos aislados en los cerros, es una pieza de la Babel postmoderna que se ajusta en la película al mecanismo global, soledad, guerras, miseria, terrorismo, muros para detener los éxodos desde el mundo oscuro al mundo iluminado, del túnel a las vitrinas. Y Babel es así, es una lección universal acerca de las relaciones que se tejen en la cultura y en los modos de vida del planeta. Este es nuestro cine mojado, de éste y del otro lado de la frontera, que no se sitúa en la última fila menesterosa, sino bajo los reflectores.