Padre Nuestro cuenta la historia de tres hijos que viajan desde Santiago a Viña para despedirse de su padre, que está en la fase terminal de su enfermedad. Los acompaña la mujer del primogénito. La cinta de Rodrigo Sepúlveda parte entonces con una secuencia en el auto, en la que se muestran las personalidades e historias de cada uno de los cuatro, sin plantear algún protagonismo. Amparo Noguera es una mujer bulímica con serios problemas de auto-estima, Francisco Pérez-Bannen es un recién separado que evita hablar de su fracaso, Luis Gnecco es el piloto, quien intenta dar las órdenes y quien parece más resuelto que el resto. Su mujer es Cecilia Roth, una líder innata que ya sabe perfectamente cómo manipular a su marido y cuñados. En este viaje se vislumbra además cómo cada uno se enteró de la proximidad de la muerte del patriarca, y se comprenden las relaciones filiales con un marcado interés hacia un pasado de fraternidad perdida.
Allá, en la clínica, se encuentran además con la pareja de su padre; el personaje de Coca Guazzini fue la amante perpetua y la destructora de la solidez del matrimonio (que luego no se entiende tan sólido, pero que de todos modos provoca alusiones reiterativas a posteriori como un emblema de familia). Jaime Vadell yace en la camilla, entre chistoso y convaleciente, entre enfermo y sano. Esta introducción entonces lleva a pensar en una historia de familia, de dolor, de pérdida y de reconciliación.
Pero no es nada de aquello. Nunca hay una opción clara hacia lo que se quiere contar. No se sabe si la película de Sepúlveda es la historia de los hijos, de cuál de ellos si es así, del padre o de la madre que apenas aparece, o de la nuera que controla a la familia de su marido como se le antoja. La dispersión narrativa, la carencia de un punto de vista claro, lleva a la cinta a perderse, a engolosinarse con el objeto-actor-intérprete. Desde el momento en que el segundo hijo favorece la fuga del padre desde el hospital, en un carácter que de inverosímil intenta parecer cómico (robarse una ambulancia y salir en una silla de ruedas tapado con una sábana, como si nadie lo viese), la película se convierte en la historia de una fuga, de un hijo que quiere rescatar a su padre y darle una suerte de felicidad de despedida, a pesar de las expectativas ‘convencionales’ del resto respecto de su muerte. Y así hay un viaje por todos los lugares comunes de la despedida del vividor: el burdel al que se es asiduo, el bar al que se es asiduo, subirse a las bancas de la estación de tren bailando en la última noche de ebriedad, mirar el mar, correr por las calles del puerto y ser alzado en una silla por un grupo de gente a modo de homenaje.
La fábula se convierte luego en una anécdota literal, reiterativa, carente de sutilezas y con una administración de información que merma el interés que se pueda tener al respecto. No hay tampoco una toma de partido inclusive de género, nunca se sabe si lo que se contempla es una comedia o un drama, en una bipolaridad algo ambigua, que no logra ninguna de las dos cosas; ni provocar risas, ni provocar identificación con alguno de los personajes en el sufrimiento de sus propios dolores.
Operacionalmente, estas nociones se desplazan a un lenguaje meramente funcional en términos cinematográficos. La sensación que queda es la de haber visto un telefilme, con planos que funcionan para expresión de diálogos, u otros que no parecen tener un fin definido (como un largo travelling alrededor de la ambulancia, para… verla partir). Así, las posibles sutilezas al abordar las relaciones de los personajes son diluidas en una apuesta dispersa, que no sabe hacia dónde mirar ni por cuánto tiempo hacerlo.
La carencia de la noción de filtros informativos concluye en una cinta que pierde la conciencia de sí misma y de sus propósitos. Para una industria limitada como la nuestra es admirable el hecho de sacar una película adelante y lograr distribuirla, lo que ya constituye en sí mismo un mérito. Pero las expectativas previas, con una prensa atenta que se arrastra desde hace tiempo y una gráfica inusualmente atractiva, se ven contrastadas con las reales condiciones que la película presenta.
La película de Sepúlveda carece de esta identidad, no hay una opción clara en torno a los propósitos narrativos, ni menos una idea de discurso. Es posible notar una cierta emotividad autobiográfica en torno a la muerte el propio padre y la corrosión de la familia en torno a aquello, pero tales intenciones personales no se ven desplazadas a un discurso cinematográfico al respecto. No se identifican las verdaderas motivaciones, o un punto de vista en particular: sino que queda más bien la sensación de un esbozo, de una primera aproximación al tema de la muerte que se acerca mucho más a lo televisivo en su lenguaje, en la medida en que todo se aborda desde la velocidad, desde el didactismo, desde la sobreinformación narrativa y los estereotipos actorales. Las posibilidades de proporcionar el verismo emocional que se buscaba, aquella historia que luce conmovedora en primera instancia, se diluyen, en una dirección que se engolosina con sus actores y su construcción narrativa.