“Nuestro objetivo final es nada menos que lograr la integración del cine latinoamericano. Así de simple, y así de desmesurado”.
Gabriel García Márquez
Presidente (1927-2014)

CRITICA


  • El olvido, de la peruana Heddy Honigmann, una obra no pasiva

    El olvido, novena entrega de la  veterana documentalista peruana Heddy Honigmann, es una apuesta internacional arriesgada y exitosa en el sentido de que no cae en “pornografía de la pobreza”. Es evidente que no puede ser clasificada como tal por la actitud activa —no pasiva— de la cinta.

    No es una película que contempla y compadece, sino que interroga, pregunta e inquiere. A su vez, El olvido es una película muy humana; trata a sus personajes y al espectador con mucho respeto. Se les da el espacio y la libertad necesaria para que puedan expresarse con comodidad, para que se explayen, y que digan lo que tengan que decir, que lloren si es necesario y que nos cuenten todo lo que quieran. La cámara es una especie de confesionario en que los personajes se abren para contarnos historias íntimas. Por ejemplo, está el señor Mauro Gómez, dueño de un taller de cuero, quien nos cuenta acerca de sus problemas financieros en el primer gobierno de Alan y llega a emocionarse tanto que llega al borde de la lágrima, a lo que Honigmann pregunta “¿Por qué casi llora?”, “Porque soy una persona muy emotiva”.

    Oblivion definitivamente no es un documental político, es un documental social. La política es un tema subyacente que está siempre presente (como en la sociedad y la vida misma), pero no es un tema central. Oblivion es una dura crítica a nuestra sociedad limeña contemporánea, llena de diferencias y brechas. Sin embargo, la esperanza es un elemento inherente a la película. Esta se ve en muchas secuencias, por ejemplo, al ver secuencias muy largas de David (el malabarista que quiere ser Barman) subiendo escaleras y cerros. David sube y sube sin cansarse, pues allá arriba hay una esperanza. En ese sentido, Oblivion no es la historia de un país olvidado —como dice el trailer— es más bien la historia de un país perseverante, con creatividad y con esperanza.

    La cinta ha tenido gran éxito en el circuito independiente con muy buenas reseñas en los mejores diarios y medios on line (New York Times, Time Out New York, Film Critic) y con un contundente 93 % en Rotten Tomatoes. En ambas oportunidades en que fui a verla en el Film Forum la sala tuvo muchos espectadores y buena acogida de público. Esperamos, pues, su pronto estreno en las salas peruanas.

    El olvido se estrenó recientemente en Film Forum en Nueva York, una de las más importantes ventanas del cine independiente y cine de arte internacional.

    Oblivion (nombre en inglés de la cinta) es el retrato de la variopinta Lima a través de una colección —casi orquestal— de las miradas de distintos personajes, como un bartender del hotel más exclusivo, un malabarista callejero, un reparador de cueros, un lustrabotas, un mozo, entre tantos otros. La gran ciudad, desde el punto de vista de sus ciudadanos, acaso menos recordados por la vorágine de la globalización. La urbe, narrada por los menos favorecidos.

    En una primera lectura, El olvido es un filme que habla sobre la gran pobreza que abunda en Lima. Honigmann nos presenta a varios jóvenes y niños que se ganan la vida haciendo malabares (clavas, bolas, cariocas de fuego) y piruetas en los semáforos de la ciudad. Para muchos de estos, esta es su única actividad de subsistencia. Vemos, por ejemplo el caso de una madre con sus tres hijas, quienes hacen piruetas en la calle para ganarse el pan. La madre nos cuenta que hace poco tiempo una de sus hijas falleció en un accidente de tránsito y que ella —lisiada— no puede trabajar, por lo que sus tres pequeñas la ayudan. Conocemos también a David Gutiérrez, estudiante de bartender y malabarista de afición, quien hace malabares en los semáforos para poder pagar parte de sus estudios. Es esta, pues, una ciudad en la que literalmente “hay que hacer malabares y piruetas” para subsistir.

    Sin embargo, es también interesante observar que la película no solo representa la pobreza como fenómeno social aislado, sino que la contrasta con estratos sociales más altos. Vemos, así, los niños acróbatas dando brincos en las calles y minutos después vemos a los delfines del hotel del mismo nombre nadando y haciendo piruetas, igual que los niños, pero con la diferencia es que ellos están protegidos y mejor alimentados. En ese sentido, la película pone en evidencia las profundas grietas sociales que aún persisten en nuestra sociedad postcolonial y que deben (o deberían) de cambiar.

    Otra arista clave del filme es la naturaleza del oficio del servicio en restaurantes y bares, y la dignidad de los camareros (tema poco tratado en los medios, incluso poco tratado por la prensa independiente y por blogs locales). En cierto momento de la cinta, la cineasta cuestiona a uno de los meseros del restaurante José Antonio: “¿Qué pasa si alguien lo llega a tratar mal?”, a lo que este responde sonriente, “Yo como mozo soy como un payaso, si me tratan mal, le sonrío no más”. Respuesta sorprendente y que hace reflexionar acerca de la naturaleza del trabajo en el rubro del servicio. La respuesta llama la atención especialmente al ser contrastada con una de las secuencias, casi al comienzo del filme, en el que el señor Jorge Kanashiro —bartender del Hotel Los Delfines— dicta una clase de bartending a un gran número de jóvenes, en la que remarca que el servicio es un trabajo en el que “no les estamos haciendo un favor, nos pagan por servirles”.

    ¿Es la sumisión y la resignación aceptable, o acaso justificable, no solo en el oficio del camarero, sino en la sociedad en general? Parece ser que Honigmann diría que no, que la sumisión es absolutamente inaceptable y que la dignidad debe ser la primera prioridad de la condición humana de cualquiera.


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