“Nuestro objetivo final es nada menos que lograr la integración del cine latinoamericano. Así de simple, y así de desmesurado”.
Gabriel García Márquez
Presidente (1927-2014)

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  • La chicana Lourdes Portillo hace una parodia de sí misma en su más reciente filme
    Por Javier Garmar

    Pocas cosas deben ser tan complicadas (y tontas) como imitarse a uno mismo. Hay algún caso ilustrativo, como cuando consciente o inconscientemente el ex presidente Aznar lo intentaba y le salía su guiñol, o cuando Ibarretxe quiso sacarle partido al vox populi haciendo de mr. Spock, pero lo que logró fue parecerse más que nunca al por entonces lehendakari. Este enredo viene a cuento porque Lourdes Portillo debió pensar con sensatez que para hacer una parodia de sí misma lo mejor era tomar distancias, así que en su documental Al más allá (2008) invitó a la actriz Ofelia Medina para que interpretara el papel de… la directora de Al más allá. Esa es solo la primera de una espiral de infidelidades entre realidad y ficción de esta cinta de maternidad no tan difusa, que deja en explicación a medias aquello que sostenía Godard, de que las películas son documentales sobre sus actores.

    Perteneciente a un apéndice de la filmografía de la realizadora chicana, que ella misma define como terapéutico —hablaremos de eso más adelante—, Al más allá muestra a una cineasta algo intensa que llega con su equipo a un pueblo costero de la frontera mexicana, conocido lugar de tránsito del narcotráfico, para investigar la historia de tres pescadores que, supuestamente, se han hecho ricos tras encontrar en el mar un paquete abandonado con droga. Ante su fallido intento de descubrir algo más en las entrevistas que hace a varios lugareños, estos sí, reales, la falsa directora reflexiona a cámara y con su equipo, al que a su vez graba una segunda unidad, sobre la experiencia, sus ambiciones originales y su enfática búsqueda de «los mayas… ¡los mayas!». Entre los rasgos característicos con los que María Luisa Ortega describe el cine de Lourdes Portillo, brillan aquí las «narrativas complejas y alambicadas que el seguimiento de casos criminales convertía en instrumentos para el retrato social y la revelación de rostros y personajes a través de las lentes deformantes de los otros». En este caso, dos —¿o son tres?— equipos de rodaje, dos directoras, un caso real y una historia de ficción son los elementos superpuestos con los que Portillo se sonríe con sorna a cuenta de sus propias obsesiones —«juegos irónicos sobre la identidad y sus emblemas», escribe Ortega hablando de El diablo nunca duerme (1994)—, su profesión e incluso su estilo, reconocible en las formas que emplea la no directora, en las que mezcla investigación periodística con reflexión íntima e integra en el relato los debates que mantiene con sus colaboradores.

    Aunque la autora de La ofrenda (1989) no tiene nada de banal, la caricatura que hace de sí misma a través del retrato de esa realizadora incapaz de ver que «¡los mayas!» están ahí, ante sus gafas de sol, le sirve para reflexionar y aceptar su propia incapacidad de llegar a la verdad. Así, la investigación de Al más allá no tiene conclusión, pero poco importa, ya que, según señaló Portillo en la charla que siguió a la proyección de la película en Documenta Madrid, las historias son un continuo, no una narración estructurada. Inesperadamente, uno de los grandes fabuladores de la literatura, Anton Chejov, asentiría ya que aconsejaba cortar el inicio y el final de un relato, porque es ahí donde se miente más, mientras que Lucrecia Martel se muestra más tajante cuando dice: «No he visto un acontecimiento en mi vida que tenga un inicio, un nudo y un desenlace». A la vez que la trama se va quedando en nada, en Al más allá acaba por ser imposible identificar la realidad de la mentira, el documento de la ficción, como en una versión punki entre F de Fraude (Orson Welles, 1973) y El ladrón de orquídeas (Spike Jonze, 2002).

    Dentro de una filmografía caracterizada por la independencia y el compromiso, su última película nace como terapia para superar el estrés postraumático tras el sobreesfuerzo emocional de trabajos anteriores como Señorita extraviada (2001), el doloroso documental en el que Portillo se adentró en el caso de las cientos de jóvenes secuestradas, violadas y asesinadas en Ciudad Juárez. Al más allá forma así parte de un grupo de breves y divertidas —que no ligeras— películas entre las que ella misma incluye Juicio a Colón (1992) y My McQueen (2004). En la primera, cáustica respuesta a las conmemoraciones del quinto centenario de la conquista de América, recrea un histérico e irónicamente multiétnico juicio por genocidio contra el popular conquistador y cuyo final recuerda aquí a aquel televisado asesinato de Harvey Oswald. En la segunda, la propia directora y su director de fotografía elucubran sobre las posibles razones por las que a tantos hombres les gusta el inexpresivo personaje protagonista de Bullit. Por menores que puedan parecer, estas obras son la máxima expresión de la libertad narrativa de una cineasta profunda, sí, pero suficientemente lúcida para no tomarse demasiado en serio. Solo así se explica, quizás, que pueda imitarse a sí misma y no parecer un guiñol.

    (Fuente: blogsandocs.com)


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