Al igual que en la memorable canción de Pablo Milanés, aquella en la que el autor se duele por el tiempo de belleza e inocencia que lo abandona sin previo aviso, La edad de la peseta, el primer largometraje de Pavel Giroud es el recuento intimista, contenido y sobrio de una época, la a veces «proustiana» recuperación de un tiempo perdido, observado con la nostalgia y la distancia que solo confieren el paso del tiempo y la acumulación de las experiencias.
El dilatado estreno de la película (actualmente en salas capitalinas) se ha visto afectado por algunas contingencias de tipo técnico, con las copias para estrenar, de modo que al final la aparición en las principales salas se ha visto empañada por la saturación divulgativa antes que ocurriera, y por el hecho de que ha sido demasiado prolongado el tiempo transcurrido entre el final de la postproducción y el arribo a la gran pantalla con sucesivos estrenos que fueron matando la posibilidad de un estreno único, masivo y espectacular.
Todos los contratiempos técnicos, y el propio estilo retro nostálgico e intimista de esta película «donde no pasa nada», no debieran convertirse en argumento para que su público natural la desdeñe, pues estamos ante un título sin dudas valioso, alentador y altamente artístico, como fue reconocido en los festivales de Toronto, La Habana y Cartagena. La edad de la peseta significa la consagración de un grupo de jóvenes creadores (no solo Pável en la dirección, sino también el guionista Arturo Infante, el fotógrafo Luis Najmías, la directora de arte Vivian del Valle y el editor Lester Hamlet, entre otros) en una obra que resiste perfectamente el adjetivo de sorprendente, habida cuenta de que se yergue excepcional en un contexto donde no abundan los filmes protagonizados por niños, ni tampoco resultan demasiado frecuentes las películas retro desvinculadas de toda crítica al pasado o de cualquier viso épico. Y por si fueran escasas estas excepcionalidades, debemos reconocer que tampoco nos sobran los filmes tan ingeniosamente fotografiados, sutilmente puestos en escena y editados con tal precisión narrativa. Como le cuadra a esta delicada historia, encauzada por los surcos de la memoria y las trampas de la melancolía, abundan las cámaras subjetivas, los picados y contrapicados insinuantes, la movilidad casi perenne pero nunca brusca de la cámara, los ralentis y fuera de foco, el regusto en el vestuario y en la selección exacta de las locaciones, en la recreación de cierta música y en muchos detalles de sonido y dirección de arte que nos regalan a un golpe de vista, o de oído, el espíritu glamoroso, pero también mojigato e hipócrita, de toda una época.
La acción del filme transcurre en La Habana de 1958, donde Alicia y su hijo de diez años regresan a la casa de la abuela materna del niño, una mujer muy estricta y celosa de su privacidad. El muchacho trata de adaptarse al nuevo ambiente, en medio de las contradicciones entre madre y abuela, mientras va transformándose, creciendo, muy influido por un espacio de comunión vocacional que encuentra con su abuela. Respecto al relato en sí mismo es donde se ubica la reserva de cierto público cuando le reprocha al filme su «falta de acción». Tal vez los protagonistas no evidencian con nitidez cuál es su objeto del deseo (qué buscan, qué pretenden, qué tratan de alcanzar) y los conflictos se expresen por lo tanto en un perfil de baja intensidad, en un acontecer episódico y acumulativo que ofrece más interrogaciones que certezas sobre el carácter y las motivaciones últimas de los personajes. No se aclara, por ejemplo, dónde estriban las diferencias irreconciliables de la madre y la abuela, un eje de conflicto que acompaña toda la trama y que nunca se dilucida de manera expedita.
Pero claro que no todo en una película tiene que ser nítido, quintaesenciado y enteramente comprensible, también puede que importe mucho el cómo se narra; más que el cuento mismo, y eso ocurre con La edad de la peseta, en la cual se aplica todo el talento y la creatividad de sus principales implicados más a la recreación de una época y de un ambiente filial, que a la estructuración de un cuento con elementos clásicos como el suspense o la contraposición del héroe y su oponente. Y ello tampoco quiere decir que la película se deje seducir por el formalismo y lo accesorio. Lo que quiero decir es que el enfrentamiento de un niño, preadolescente ya, con las grandes interrogantes y dudas que rodean la existencia adulta (el sexo/amor, la muerte, la profesión o vocación, el espíritu y los valores éticos, el incurable dolor que generan ciertas pérdidas) se arma en pantalla bajo la admonición de una frase que le dice la abuela al nieto: «La realidad siempre necesita retoques», o dicho de otra manera: la verdad requiere del maquillaje que nos la devuelva más amable, de modo que los realizadores no han dudado en aplicar tandas de colorete aquí o allá.
La edad de la peseta es a nuestro cine lo que significan en la literatura cubana de los últimos 30 años dos relatos de aprendizaje y llegada a la adultez como La caja está cerrada, de Antón Arrufat, o Un rey en el jardín, de Senel Paz. Su aire definidamente introspectivo y evocador está estorbado solamente por la improcedente división de la historia en fragmentos delimitados con frases (anulan la poca intriga que poseen algunos segmentos, y ofrecen respuestas a las interrogantes que mejor hubieran quedado en suspenso) y por ciertas lagunas en el diseño de algunos personajes. El tono apacible de la historia —sosiego no significa nunca aburrimiento cuando se habla de esta película— está en armonía con la contención que le impusieron a las muy dramáticas secuencias finales, cuando se evidencian las reticencias del director respecto a los riesgos del desafuero emotivo o melodramático. Aunque, a decir verdad, de acuerdo con el gusto de este cronista, la culminación de la película pedía a gritos un poco de melodrama y ópera, lágrimas y emoción, pero ya se sabe que no es mi película, sino la de Pável, y su decisión es tal vez la más adecuada, pues nuestro cine suele hiperbolizar el dramatismo a la hora de mostrar la migración.
Injusto concluir el comentario sin elogiar la maestría imponente de los actores españoles (sobre todo de Mercedes Sampietro, pero también de José Ángel Egido), el tino con que Pável retrató y dirigió al debutante Iván Carreira, y a la bellísima Carla Paneca, la habilidad para provocar en Susana Tejera una interpretación más que notable, que muchas veces pugna con robarle al protagonista el centro de la atención... Demasiados logros llamativos, numerosas y sucintas promesas de superiores empeños para el futuro, el saber hacer con altos niveles de profesionalidad e inteligencia, convierten a La edad de la peseta en una de las películas más sugestivas en el cine cubano durante el lustro que llevamos vivido del siglo XXI.