“Nuestro objetivo final es nada menos que lograr la integración del cine latinoamericano. Así de simple, y así de desmesurado”.
Gabriel García Márquez
Presidente (1927-2014)

CRITICA


  • Los viajes del viento, de Ciro Guerra, uno de los relatos más sólidos de la historia del cine colombiano
    Por Oswaldo Osorio

    Un hombre nuevo, un hombre viejo y un acordeón con cuernos cruzan el paisaje costeño urgidos por su destino. Estos elementos, ya de por sí complejos y que bien podrían funcionar como sinopsis, componen uno de los relatos más maduros y concientemente sólidos de la historia del cine colombiano, Los viajes del viento, de Ciro Guerra, una de las películas más esperadas de los últimos años, gracias a la promesa que significó la ópera prima de este realizador, La sombra del caminante (2005), y con la cual comparte unas características en común: un sentido estético definido y sin titubeos, una lúcida cercanía con ciertas particularidades de la identidad nacional y una propuesta narrativa y argumental que no le hace concesiones a ese público que solo quiere cine rápido y fácil.

    De entrada es necesario hablar de lo más vistoso del filme, que es sus paisajes y su fotografía, dos cosas que muchos espectadores suelen confundir. Porque con esta cinta es muy fácil decir —y recuerden que no es una cinta fácil— que tiene una fotografía muy “bonita”, aunque seguramente el comentario está dirigido a los paisajes. Que en esta película coincidan las dos cosas es una fortuna, pero lo cierto es que si tiene una buena fotografía es por la manera como muestra estos paisajes, por la forma en que los hace, no solo un protagonista, sino una condición para el desarrollo de la historia. De ahí la importancia de la expresividad y el esplendor del formato panorámico y en súper 35 en que fue filmada. Y también por eso es un filme que tiene que ser visto en cine. La visionada en video ya será una experiencia muy distinta.

    El protagonismo del paisaje es porque esta película está puntuada por un recorrido desde lo profundo de la costa caribeña colombiana hasta sus últimos límites en la Guajira, un trayecto que no sólo permite dar cuenta de la travesía de los dos personajes centrales, sino que es un perceptivo retrato de esa cultura y su geografía, con todos los matices que la riqueza de estos dos aspectos pueden propiciar: la poesía visual, pero también algunas inevitables postales, realidades macondianas (como el duelo en la Nueva Venecia), la música que está en el alma de todo, los mitos vallenatos y la diversidad étnica y cultural al interior de una gran cultura que, ya de por sí, es bien distinta a las del resto del país.

    Pero lo más importante de este recorrido por todos esos tópicos, es que no se hace de forma expositiva o exotista, sino que está integrado orgánicamente al conflicto de los personajes. Y ellos, el juglar Ignacio Carrillo y el joven Fermín, se muestran más apacibles y silenciosos que el mismo paisaje. Ésa es la primera prueba que la película le pone el espectador, que sea capaz de no dejarse abrumar por la sobrecogedora fuerza del paisaje y esté atento al drama de los personajes, a su singular relación y su reacción ante lo que se les presenta en el camino.

    Porque esta es una road movie (en burro y a pie), y como en toda película de carretera (y también de camino en este caso), sus personajes huyen y/o buscan algo. En esta historia uno está huyendo y el otro buscando. A Ignacio Carrillo, con su enigmático silencio, parece que le pesara el pasado, contradiciendo con su actitud el natural espíritu festivo del juglar vallenato, porque ser juglar se le volvió una carga y quiere desembarazarse de ella. Mientras que Fermín, tozudo como el burro, anda buscando justamente aquello de lo que Ignacio huye.

    Esta situación produce un complemento y una tensión que es lo que define la película, lo que le da la redondez y complejidad al relato. Ambos son impulsados por una ciega voluntad que los obliga a cumplir su destino. Y en esto se presenta una sugerente paradoja, casi poética si se quiere, pues los dos van en la misma dirección geográfica, pero la dirección espiritual y emocional es completamente opuesta: ser o no juglar, querer devorarse el mundo o estar consumido por él, buscar un saber o quererlo olvidar y así una serie de contrastes que, en lugar de distanciarlos, parece unirlos a cada paso que dan.

    El paisaje y la cultura que se imponen dramáticamente, así como el periplo interior y físico de la pareja protagónica en pos de su destino, están sellados por el mito de "El acordeón del diablo”, tal vez la más conocida leyenda vallenata, inspirada en Francisco el Hombre y en ese mito universal que habla de músicos que se trenzaron en un duelo con el diablo. Ya un alemán (Stefan Scwiegert, 2000) hizo aquí en Colombia, con ese mismo título, un bello documental con este legendario personaje, también conocido como Pacho Rada. Pero en la forma en que Ciro Guerra presenta este mito está otro de sus aciertos, pues el relato en ningún momento hace explícito que la lógica de la historia descansa sobre este hecho sobrenatural, pero tampoco descarta la posibilidad. De manera que el realismo emocional de los personajes es acompañado por un sugestivo aire épico y de misterio.

    Por otra parte, además de la obvia presencia de la música que, como el abrasador sol costeño, todo lo cruza, está su particular narración, que termina por cohesionarlo todo. Se trata de una narración con su propia respiración, mesurada y contemplativa, sin concesiones a los afanes del espectador que se sienta y se siente apurado, y ésa es la mayor prueba que la película le impone. Porque es una narración a la que le interesa, más que la acción, el ritmo emocional de sus personajes, quienes pasan más tiempo en silencio que diciendo palabras de más, y cuando hablan tienen más preguntas que respuestas. Si se piensa bien en la naturaleza de estos personajes, la relación que tienen, los hondos conflictos que enfrentan y el apacible paisaje al que se integran, es claro que el ritmo de esta película no podía ser otro.

    Tampoco podía ser en otra la época en la que se desarrollara la historia (finales de los años sesenta), porque ese mundo de juglares y relativa paz ya no existe; ni podría haber sido interpretada por actores de la televisión y conseguir el mismo resultado; menos aún rodada en el video y el blanco y negro de su antecesora; ni tampoco un final que dejara claras las cuentas de los personajes con la vida, la música y entre ellos mismos; y de esta forma, si se mira cada elemento en esta película, se puede ver que todas las decisiones están bien tomadas, por eso el primer párrafo la definía como madura y concientemente sólida. Y sin embargo, tampoco se trata de uno de esos filmes que, con estas mismas características, se antojan calculados y cerebrales, porque aquí hay un autor que conoce la diferencia y fue capaz de otorgarle alma a su creación.


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