Una de las reglas de oro que cumple de maravillas El Tosco: el Rey de la Timba (2007), primer largometraje de Asori Soto, es la de no aburrir. Ello, trabajando sobre una de las figuras más polémicas y pintorescas de la música popular cubana de los últimos 20 años: José Luis Cortés, más conocido por El Tosco.
Y digo lo anterior porque, mirado desde la perspectiva del habitual documental de personalidad cultural hecho en Cuba, donde se propende a hacer la alabanza del elegido, a reiterar lauros y a dar visiones angelicales de su trayectoria vital, esta película corría el riesgo de caer en el facilismo apologético. O del aburrimiento, que en el caso de El Tosco sería doble pecado –pues se trata de uno de los personajes menos canónicos del panorama cultural reciente.
Nacido y criado en un barrio marginal de provincia, formado en la Escuela Nacional de Arte y miembro consecutivo de Van Van, Irakere y NG La Banda (agrupación esta última que creó y sostiene hoy), ninguno de los linimentos culturales o elitistas que soportó (incluso una formación envidiable de flauta clásica) lo despojaron de esa consistencia marginal, de la violencia propia de los grupos subculturales, que se ha convertido en un atributo de su música.
Asori tenía un reto difícil al moverse por un terreno donde, además de la difícil figura que biografiaba, debía apoyarse en su consentimiento y apoyo para el rodaje, que financiaba con medios propios y a título personal. Por otro lado, no otra cosa que justamente biografiar perseguía el realizador: reconstruir la trayectoria personal y profesional de un hombre que ha provocado a lo largo de los años toda clase de discusiones dentro del campo cultural cubano. O sea, eso que la televisión de vocación sensacionalista o los especiales de MTV hacen a la perfección, pero que en Cuba todavía ni se sueña.
De ahí que Asori salga airoso al reunir, entre testimonios exclusivos y material de archivo, imágenes testimoniales y direct cinema, video clips y conciertos en vivo, una cantidad generosa de contenidos con que construir su relato cronológico, límpido, ajeno a subtextos autorales ni a juegos formales con el material.
El resultado es un documental ligero pero eficaz. El uso de las entrevistas recae en reiteraciones innecesarias, y por momentos los epítetos elogiosos hubieran necesitado mejores argumentos que los sostuviesen. Igualmente, algunas comparecencias están de más, no importa el peso de la celebridad a la que tuvo acceso el director. Una falta de criterio decisivo afecta también la estructura, que por momentos queda al pairo y pierde su tensión general. Y ciertos apuntes polémicos quedan como esbozados, porque seguir horadando es material para otra película.
Pero hay un segmento que dice todo del tratamiento que pretende hacer Asori de su personaje: el “viaje a la semilla” que, como golpe de efecto, ubica casi al final de su película. Aquí Cortés y el equipo de rodaje viajan al Condado, mítico barrio de mala reputación de la ciudad de Santa Clara, donde naciera y creciera el músico. El trayecto se cumple en una guagua refrigerada de uso turístico, alquilada para la ocasión, y en el camino los viajeros meriendan en paraderos para turistas. El barrio es otro mundo, de calles mal definidas y casitas maltrechas, niños sin camisa y gente pobre. La casa adonde entra el Tosco parece a punto de venirse abajo. Pero no hay manipulación, ni musiquitas melosas, sino el registrar la natural interacción del hijo pródigo con la gente que arma un sorteo de tragos de ron malo y remembranzas tranquilas. Sin demasiado criterio de parte del director, la cámara es un revoloteo de rostro en rostro y al final se canta una canción a un orisha. El recién venido no resalta, ni se subraya su don mesiánico. Hay un fundirse humilde.
El Rey de la Timba acaba siendo una mirada no por carente de exigencia menos valiosa. Audacias no le faltan, y virtud crítica tiene la necesaria. Cuando se trata de juzgar al creador o a la celebridad cultural, paladear su obra y verlo hacer y ser bastan para calar la importancia real de su trabajo. Aquí, además, está la búsqueda de la humanidad de un animal complejo.
Como que la televisión ha sustituido el rol que en otro tiempo jugaban como garantes de la memoria visual la fotografía y el cine, este viaje al mundo de un músico que es más que estatua de sal o entertainer de las noches de sábado, tiene valor inestimable. Y es que hace unas horas, mientras revisaba un viejo documental del cine cubano acerca de María Teresa Vera, una de las imprescindibles de la cancionística popular cubana de casi todo el siglo XX, me preguntaba por qué tenía que conformarme con escuchar a sus colegas, compañeros carnales y músicos herederos de su canto, y tan solo verla en fotos de estudio o en unas imágenes sepia, sin sonido, en las que canta sin voz.