Cuando surgió, hace más de una centuria, algunos afirmaron que el cinematógrafo destruiría a las demás artes. Sin embargo, desde sus primeras secuencias, el cine evidenció sus deudas con la literatura y el teatro, referentes que a la manera de un continuum, se mantienen en nuestros días, en los que a la antigua pugna ha sustituido el espíritu de relación, y el séptimo arte ha evidenciado, también, que es uno de los espacios más privilegiados de las artes escénicas.
Por eso, y por ese diálogo sustancial entre ambas expresiones, y porque nuevamente en el cine cubano ambos universos se integran para sintetizarse en códigos experimentales, retomamos la deuda ancestral con el teatro, desde la puesta en pantalla del último largometraje de Fernando Pérez, su ya polémico, para unos deslumbrante y para otros incomprensible, Madrigal.
Desde el actor, desde la gestualidad traducida como elemento de las imágenes, incluso cuando el silencio se impone al discurso verbal, el audiovisual confirma sus raíces y asume al tiempo que los construye, los ritos de la dramaturgia, especialmente cuando se proyecta dentro de lo que conocemos como “cine de autor”, como sucede con particular énfasis en esta propuesta del recientemente laurado con el Premio Nacional de Cine -como reconocimiento a su poética- una de las más complejas y problémicas, como sinceras y honestas del cine de la mayor de las Antillas en las últimas décadas.
Ahora, 110 años después de la llegada del cinematógrafo a la Isla, y de haberse filmado el primer corto en nuestro país, Simulacro de incendio, el cine cubano se hace cómplice de esta relación, en la que el símbolo se decodifica por el espectador en un proceso activo, en el que participa como sujeto agente.
Esto se produce gracias al sexto largometraje de ficción de Fernando Pérez, Madrigal, que hubiese sido otro, muy distinto a lo que es, si en él no hubiese dejado su impronta el teatro, específicamente, el talento escénico del director Carlos Díaz, avalado en su discurso estético, por la propia poética de su conjunto, el grupo El Público, colaborador de Fernando Pérez en este filme y responsable del montaje teatral con el que se inicia la puesta en pantalla, gracias a la integración a la historia de amor que se nos cuenta, de una obra clásica de la dramaturgia universal: Los ciegos, del también premio Nobel, el dramaturgo belga de expresión francesa, Maurice Maeterlinck, quien, con esa obra escrita en 1890, sembró las células de la escena simbolista.
Desde la concepción del filme -estructurado en dos tiempos, 2005 y 2020, dentro de los contextos de Cuba y del mundo, en su contradictoria y angustiosa contemporaneidad, a pesar de la impronta abstracta de las categorías espacio-temporales en la película, y con una lectura de profunda filiación filosófica, en la que predomina lo reflexivo más que lo emotivo- Madrigal se apoya además en la excelencia de la dirección de arte de Erick Grass y en la fotografía de Raúl Pérez Ureta, a los que se integrara, desde el rol protagónico, Carlos Enrique Almirante junto a su pareja en la cinta, Liety Chaviano, quienes fueron secundados en esa puesta donde lo real no es lo que se ve, por la española Carla Sánchez y Luis Alberto García, quienes participan de la pieza Los ciegos y de la propuesta de Madrigal.
El juego del teatro dentro del cine, del sentido metafísico del discurso artístico del realizador quien apela a la razón, aunque no excluye los sentimientos del público, como elemento coprotagónico de su concepción ideoestética, ocupa un lugar clave para la estructura composicional del argumento y también para que el filme alcance la dimensión existencial que sólo puede ser aprehendida desde el plano simbólico, en su narratividad.
Tanto en la puesta inicial, que es también el cierre de la película a manera de afiche congelado en el tiempo, como en la representación del mundo sórdido de la segunda narración, inspirado en el cuento de Eduardo del Llano La flecha rota en el carcaj de Eros, y la participación de los jóvenes actores, desnudos y filmados en condiciones muy difíciles, con bajas temperaturas y lluvia, dentro del escuálido pero invernal 2005, subrayan la voluntad expresiva de Fernando Pérez con este filme de alta densidad, ajeno a todo discurso lineal, particularmente en los minutos finales, cuando nos traslada la imagen y la banda sonora, siempre eficaz en su registro dramático, diseñada como la música por Edesio Alejandro, con un mensaje que tiene sus deudas con la poética del existencialismo, y también con otras lecturas cinematográficas como las de Ridley Scoot en Blade Runner.