“Nuestro objetivo final es nada menos que lograr la integración del cine latinoamericano. Así de simple, y así de desmesurado”.
Gabriel García Márquez
Presidente (1927-2014)

CRITICA


  • Mal día para pescar: En un lugar de Uruguay…
    Por José Arce

    Fábula trágica y mágica a un tiempo, de regusto quijotesco, Mal día para pescar, del uruguyo Álvaro Brechner, es una de esas extrañas y recomendables muestras de vitalidad del cine iberoamericano que lamentablemente corre el riesgo de no hacer ruido en su recorrido comercial.

    Si fascinante es todo lo que rodea al mundo del espectáculo, quizá lo que sucede a espaldas del público es lo que más puede llamar la atención del espectador. Los secretos de la creación de la obra artística, lo que sucede entre bambalinas, las relaciones entre los integrantes de los equipos que hacen que nazca la magia en la pantalla o los escenarios. Y lo que ocurre cuando las luces se apagan y las estrellas bajan del cielo para caminar entre el común de los mortales.

    Orsini (Gary Piquer) es el representante de una vieja gloria de la lucha libre, Jacob van Oppen (Jouko Ahola). Juntos recorren Latinoamérica malviviendo de los combates que el primero logra vender en pueblos apartados de todo para una audiencia rural que no exige demasiado, más allá de un mínimamente decente espectáculo que anime durante unas horas sus estáticas existencias. Pero cuando llegan a una pequeña localidad peruana, el forzudo encontrará un rival que puede resultar demasiado difícil de batir.

    Con Mal día para pescar, Álvaro Brechner nos lleva de la mano a un mundo crepuscular y decadente, una realidad tan palpable como intemporal presidida por la figura de un teatrero y voluntariamente exagerado Gary Piquer que oculta bajo su pomposo y auto otorgado sobrenombre (Príncipe) la consciencia de que sus días se agotan de manera inexorable, por la pérdida de las aptitudes físicas de su compañero —entrañable Ahola, a quien nos gustaría ver más en salas— y por el propio agotamiento moral de que adolece, progresivamente incapaz de mantener una fachada tan garbosa como triste y evidente.

    Al ritmo del Funiculí, Funiculà de Peppino Turco y del Lili Marleen de Hans Leip, canciones que no sin intención aúnan el recuerdo de tiempos mejores con la animosidad propia de los himnos populares, la trama cabalga sin excesivo pesar, retenida en ocasiones por una sincera falta de pretensiones que lleva al realizador a sacrificar el vigor narrativo para centrar su mirada en la relación entre la dupla central del relato; conviven tragedia y comedia, profunda la primera y cínica la segunda, unidas por una estética cuidada al detalle —estupendo es todo lo relativo a los aspectos técnicos del film, desde el montaje a la banda sonora, pasando por la edición o la fotografía— tan heredera del western —del que bebe en forma y fondo de manera atípica y sorprendente— como de las producciones añejas a las que recuerda sin pudor. Como telón de fondo, la inexorable y tantas veces inexplicable hondura del ser humano, motor central de esta historia y que pasma por igual a la hora de mostrar lo más mezquino y lo más bondadoso de nosotros mismos. Tal vez no sea tan mal día para pescar como puede parecer en un principio.



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