Ingeniosa, interesante y entretenida película de Alberto Durant, quien exhibe no en vano la experiencia adquirida con los años, que se manifiesta en su sexto largometraje, El premio, con una realización impecable, buen acabado técnico, logrado aprovechamiento de las locaciones urbanas, trabajo actoral solvente y una historia melodramática rematada de manera original.
La cinta transcurre en Lima y en el distrito de Pariamarca, en Canta; sin embargo, el mundo en el que se desenvuelve El premio es el de la cultura urbana popular limeña. Dado que buena parte de la acción transcurre en exteriores, el director ha aprovechado por primera vez locaciones capitalinas nunca antes mostradas en el cine, como un taller de confecciones en el emporio textil de Gamarra y el centro comercial Polvos Azules. En este último se utiliza un puesto de venta de películas porno —seguramente por necesidades dramáticas— y no, lamentablemente, el mítico pasaje 18 y sus alrededores. La vivacidad, música y amena descripción de estos ambientes constituyen uno de los atractivos de la cinta. Asimismo, el espacio canteño también es funcional para las peripecias del relato. La fotografía es excelente y constituye un soporte más realista que intrusivo para el buen acabado técnico de este filme.
Pero lo más importante en esta película es su guión. Empieza como un conjunto de historias urbanas que se plantean y se van desarrollando bajo un patrón melodramático; y donde no están ausentes los condicionamientos sociales de un mundo donde reina la informalidad, con su secuela de inseguridad y precariedad. Los personajes —como sus historias— son convencionales y se van construyendo habilidosamente. Pero, luego, todo se centra en una intriga casi policial, que sirve para dar un rodeo argumental en torno a un hecho que finalmente se revelará como fortuito; el cual sirve, no obstante, para entretener al espectador y finalmente conducirlo —como por un puente— a una nueva situación, con desenlaces abiertos prácticamente en cada historia.
Esta singular construcción dramática constituye la fuente de varias lecturas de la cinta. La primera, y más obvia, es la del que gana la lotería y, sin embargo, su vida personal no mejora sino que empeora por este golpe de suerte. La segunda es la del engaño “realista” al público, al sembrar dudas (alguna muy endeble) sobre el o los presuntos autores de un robo; lo que, una vez resuelto el hecho, reposiciona al espectador en las motivaciones de los personajes, justificándolos a ellos y al acertijo. Pero, además, los reposiciona ante una nueva (más evolucionada) situación dramática. La tercera es cómo, mediante esta peripecia, se modifica la actitud del hijo hacia su padre; construyéndose un espacio de mutua confianza. Esto arrastra, simultáneamente, el desenvolvimiento de las otras historias. Y luego viene lo más interesante: el final abierto, previsible en términos generales, pero también con circunstancias inciertas, derivadas de otras historias secundarias (aunque subsidiarias) que quedan en suspenso. En esa línea, lo que eran convencionales relatos terminan articulándose en una estructura dramática menos convencional.
Vale la pena hacer la comparación con otra cinta reciente —Unas vacaciones diferentes (Escondidos en Brujas)—, la cual tiene un guión en el que avanzamos de lo conocido a lo desconocido, donde todos los datos están perfectamente amarrados, sin ningún cabo suelto y con un final aparentemente previsible pero que sorprende en el último momento. El premio también sigue este derrotero, salvo por el desenlace, donde tenemos una “sorpresa” muy distinta. Mientras que en la cinta británica hay un final cerrado y la sensación de haber presenciado una obra “redonda”, en el filme de Durant la sorpresa es un final ambiguo y la sensación de estar ante caminos que continuarán. En la película de McDonagh la moraleja podría ser “la historia se repite”, ya que el final reproduce, en otras circunstancias, el trágico hecho que dio origen a todo el relato. En el filme que comentamos, en cambio, la conclusión sería “la vida continúa”, ya que la mayoría de personajes —sino todos— probablemente seguirán teniendo el mismo tipo de vida que han llevado hasta el momento.
De lo anterior se desprende también otra diferencia estructural. En Unas vacaciones diferentes se nos muestra un hecho clave y central del pasado reciente para sostener y potenciar la línea narrativa central. Mientras que en El premio, por oposición, no encontramos la presentación del choque entre padre e hijo en el pasado, sino más bien un hecho fortuito que nos proyecta al futuro de su relación. Además, no tenemos aquí una línea narrativa central, sino varias líneas paralelas que se van enhebrando en lo que casi podría ser una película coral. El relato de Álex y Antonio es construido gradual y puntualmente, e incluso de una manera menos evidente que el de Álex con Lisbeth, donde ella lleva la voz cantante, le pone frenos y le hace los “aclares” de manera más enfática que Antonio. De hecho, inicialmente pareciera que la relación principal es entre el hijo de Antonio y su prima, pero luego el relato evoluciona hacia darle un mayor peso al conflicto entre padre e hijo. Y es sólo al final —cuando Lisbeth ha hecho mutis— que el director pone más énfasis en la relación filial. En todo esto observamos una sabia modulación y articulación narrativas, tanto de la información enunciada y desarrollada como de las circunstancias dejadas en el aire y con distinta “progresión” de incertidumbre.
Para terminar nuestra comparación con Unas vacaciones diferentes (la cual —siendo muy distinta— tiene ciertamente mejores diálogos, mayor producción y aun mayor presupuesto), hay que señalar que esta es un alarde de arte cinematográfico que funciona muy bien con el público, pero que se desarrolla casi en el aire; es decir, con lejanas relaciones con el mundo real, desde un punto de vista social o incluso cultural (salvo por su evidente conexión visual y estética con Brujas, y su entronque con cierta tradición del cine negro, en una variante postmoderna). En cambio, El premio es una película realista, directamente relacionada con realidades sociales específicas (principalmente limeñas) y que busca conscientemente dejar un testimonio artístico sobre la vida y cultura de esos sectores y ambientes sociales. De allí el uso de convenciones que la acerquen a ese público, así como el constante recurso a filmación en exteriores y en interiores apropiados.
En todo esto vemos un factor generacional y una cierta influencia del cine de Francisco Lombardi, manifestada en el aprovechamiento de personajes, hechos, fenómenos y contextos de interés periodístico y muchas veces político; presentados con creciente maestría narrativa, pero que no excluye elementos de ambigüedad (ocasionalmente, de indecisión). En el caso de Durant, estas características se aúnan a un deseo de innovar u ofrecer un toque personal, en este caso, logrado; pero cuyo efecto sobre el espectador convencional sea, también, incierto.
Quizás la única debilidad de este filme, pese a sus eficaces actuaciones, sea el recurso a las mismas actrices (y hasta actores) en los mismos papeles que hicieron en otras cintas (no obstante, hay que destacar la buena interpretación de nuevos valores, como Emmanuel Soriano, así como el despunte de Mayella Lloclla). Es posible que esto ocurra para facilitar la conexión con el público y, como hemos señalado más arriba, busque engancharlo inicialmente mediante códigos pretendidamente eficaces, para luego llevarlo a jugar un poco y pensar otro tanto en la narración, completando su desenlace. Que esto funcione, la taquilla lo dirá.
Este final original y que deja su remate en manos del espectador les produce a algunos la sensación de obra inconclusa. En lo personal, en cambio, cuanto más pienso en estas historias y sus ambientes, más me gusta la película; y siento —por lo antes expuesto— que todo ha terminado perfectamente balanceado, incluyendo los cabos sueltos deliberadamente dejados por el director a nuestra imaginación.