Siendo el debut de su director, el argentino Adrián Biniez, radicado hace 5 años en Uruguay, Gigante (2009) es uno de esos filmes que nacen, como decimos por acá, con el pie derecho: Premio Alba Cultural: Latinoamérica Primera Copia, tres importantes lauros en la 59ª edición del Festival de Berlín (Gran Premio del Jurado, Premio Alfred Bauer, Mejor Opera Prima), segundo Coral en esa última categoría durante el más reciente Festival de La Habana, gran triunfador en la más reciente edición de Cartagena de Indias (con cuatro galardones, incluyendo Mejor película), y propuesta de su país a los españoles Goya.
Se trata de una coproducción uruguaya-alemana-argentino-holandesa que debe su título al protagonista: ese hombrachón alto y grueso, empleado de seguridad de un supermercado, a quien flecha una empleada del lugar y no sabe cómo demostrarle sus sentimientos, hasta que finalmente lo hace de una manera muy acorde con su personalidad.
Gigante entabla sutilmente un juego con el propio cine, comoquiera que son las cámaras del supermercado y el reflejo en los monitores los únicos recursos de que dispone, al menos en un principio, el tímido enamorado Jara para seguir al objeto de su secreta pasión; manera indirecta de aludir al séptimo arte como rudimentario cotidiano, como mismo aquella indiscreta cámara fotográfica de Blow Up (Antonioni) sorprendía lo que no debía, pero si entonces no era tan fácil, hoy, en plena era digital, en el reino de los celulares que fotografían y filman cualquier cosa en cualquier instante, con las microcámaras ocultas, el espionaje (y también el cine, aunque aquí no hablemos de calidades, sino de posibilidades) se hace mucho más expedito y viable.
Pese a las muchas nacionalidades que confluyen en la producción de Gigante, nadie que conozca ya un poco del cada vez más exitoso cine uruguayo le negará la esencia de esta pequeña pero auténtica y autóctona nación suramericana, que viene plasmándose en algunos de sus filmes triunfadores: la casi ausencia de diálogos, como si fueran más importantes las acciones —sobre todo aquellas más discretas y tácitas—, como si el silencio se impusiera como estrategia vital (Whisky); un humor también muy sutil, apenas perceptible, pero que atraviesa cada vena y poro del relato (El baño del papa); y el seguimiento de un carácter raro, hasta excéntrico, mas de aristas harto humanas y sensibles (La cáscara)… Y, en todos, algo que también saben llevar adecuadamente los realizadores allí —entre quienes se inserta con ventaja el aplatanado Biniez—: ese tempo deliberada y necesariamente moroso y reflexivo que implica el análisis de un carácter.
Pero si en ocasiones —como ocurre a más de un paisano del cineasta en el tan irregular «nuevo nuevo cine» argentino— ello da pie a narrativas insufribles por innecesariamente reiterativas, que convierten el circunloquio y el pleonasmo en figuras superfluas y fallidas, esta vez la densidad y el acompasado ritmo fílmico tienen como conseguido fin el plantar las claves del desentrañamiento, el permitir la maduración de los puntos dramáticos que coadyuvarán a un convincente desenlace, tras el cual sentimos en el ánimo una sensación de holgura o de —al menos— suficiente complacencia estética.
Para ello, el realizador se rodeó de eficaces colaboradores: los respectivos técnicos del montaje, la fotografía y la música (rubros que contribuyen a la conformación de la ambientación decisiva en la plataforma expresiva del filme), sin olvidar a dos competentes actores: Horacio Camandulle, procedente del teatro, en su primera aparición cinematográfica (de una sobriedad y ajuste a los requerimientos del personaje principal que de seguro le valdrán nuevos llamados) y Leonor Svarcas (como la cándida Julia).
Filme hermoso, preciosista y definitivamente redondo; otro triunfo indudable del cine uruguayo y de toda la región.