Melodrama sobre un amor imposible, retrato social sobre la corrupción y los negociados que ligan a abogados, policías, médicos y compañías de seguro (justicia, seguridad, salud pública y empresa privada), y film noir sobre un (anti)héroe trágico que intenta torcer su destino. Todo eso y algo más es Carancho, sexto largometraje de Pablo Trapero y uno de los mejores de su carrera (pelea la cima de su fillmografía con Mundo grúa, El bonaerense y Leonera).
En su primera película con un protagonista de renombre, el director logra que Ricardo Darín se sumerja de lleno (no sin riesgos) en el Universo Trapero (la historia transcurre en su mayor parte en un San Justo nocturno, ominoso y sórdido) y no que la historia se adapte al estilo que el astro cultivara, por ejemplo, en el cine de Juan José Campanella.
Es un placer, por lo tanto, ver cómo Darín debió apelar aquí a un trabajo más físico (le parten varias veces la cara, mantiene fogosas escenas de sexo) que intelectual, más interior (visceral) que superficial, para dar vida a esa conflictuada, contradictoria criatura que es Sosa, un abogado que ha perdido (no sabemos bien por qué) su matrícula y que no tiene más remedio que trabajar —a disgusto— para un estudio que se dedica a conseguir víctimas de accidentes de tránsito (o directamente a armar casos) para quedarse luego con la parte del león en los juicios contra las aseguradoras.
Si bien la película —incluso desde su trailer— alerta sobre esta suerte de genocidio social y sobre el inmenso negocio montado a su alrededor (allí están los caranchos, las verdaderas aves de rapiña), el film no tiene un afán didáctico, moralizante ni demagógico: es la propia historia (muy bien documentada en miles de detalles que aportan a su credibilidad) la que va exponiendo en toda su dimensión la deshumanización del sistema de salud, de las fuerzas de seguridad, de la Justicia y, claro, de las mafias que lucran con la desesperación y el dolor ajenos.
Más allá de que Sosa/Darín es el verdadero motor del relato en un papel con un sino trágico que remite a los personajes clásicos de un Jean-Pierre Melville, un Billy Wilder o un Fritz Lang (o de un Adolfo Aristarain), Gusman —que ya había demostrado su capacidad interpretativa como la madre encarcelada en Leonera— también se luce en el papel de Luján, una joven médica recién llegada a la ciudad y que, por lo tanto, debe pagar el derecho de piso (léase sobrecarga laboral por guardias interminables) en densos hospitales o bien recorriendo las violentas calles del conurbano bonaerense a bordo de una ambulancia.
Con la habitual maestría narrativa de Trapero (algo que el director no ha perdido ni siquiera en sus films menos logrados como Familia rodante o Nacido y criado), Carancho ofrece un impactante, implacable y sobrecogedor retrato sobre la vida en el Gran Buenos Aires, ayudado por el notable trabajo de cámara (RED) y de fotografía de Julián Apezteguía (Crónica de una fuga, La sangre brota).
Para quienes auguraban un Trapero “vendido” al mainstream por su sociedad artística con Darín, deberán arrepentirse: Carancho es una película audaz, arriesgada, extrema, difícil, hecha sin prejuicios, sin cálculo marketinero y, ante todo, sin concesiones de ningún tipo.