Tener una mirada personal es un riesgo, porque expone, define, y al mismo tiempo puede dejar fuera. Vuelve identificable el trabajo, lo que tiene sus luces y sombras. En este caso, las luces se han vuelto irresistibles. Desde que la generación de los cincuenta de la prestigiosa revista Cahiers du Cinema desarrolló lo que hoy conocemos como la política de autor, cada generación de jóvenes realizadores ha soñado con ser reconocidos como uno y han presionado este camino cometiendo torpezas como anunciar su ópera prima como Una película de..., aunque el nombre que cierra esa frase no esté acompañado por un cuerpo de trabajo que le otorgue un valor propio.
Lo interesante del cine de Matias Bize es que se ha movido en el sentido contrario de estos impetuosos jóvenes cineastas. Desde su primera cinta Sábado ha concebido cada película como un ejercicio, con objetivos definidos y con plena conciencia de las posibilidades técnicas y habilidades cinematográficas presentes en ese momento. Guiado por esta humildad que se agradece, hemos podido ver como la mano y el ojo de Bize han madurado, como ha definido su estilo y ha profundizado sus reflexiones sobre el tema al que le resulta más interesante volver: los epílogos de las relaciones románticas.
Con una astuta estrategia de posicionamiento que consideró varias premieres antes de su estreno en salas comerciales, La vida de los peces ha recibido alabanzas tanto del público como de la más diversa prensa especializada. Y razones hay. Se trata de una película honesta y hermosa. Valiente en más de un sentido. Por un lado, aunque es accesible para una amplia audiencia, no le pone las cosas fáciles al espectador. Construida desde la lógica del “tiempo real” en la película vemos a Andrés (Santiago Cabrera), un periodista que vive hace diez años en Alemania, moverse por una casa grande en donde se está desarrollando el cumpleaños de un amigo de la infancia. La cinta comienza con Andrés despidiéndose de sus amigos para luego ir quedándose durante una hora y media, a medida que se va encontrando con diversos personajes que fueron parte de su pasado en Chile, especialmente con Beatriz (Blanca Lewin), la única novia que ha tenido y de la que se separó al quedarse a vivir en el extranjero. El espectador acompaña el devenir de Andrés, sus conversaciones, pero también sus silencios y detenciones. Una manera eficiente de construir el lazo entre el personaje y quien observa, pero que puede poner en juego la atención de los espectadores más impacientes.
Con una fotografía que nos recuerda a Won Kar Wai y diálogos influenciados por el Richard Linklater de Antes del amanecer y Antes del atardecer, La vida de los peces es valiente también porque se atreve con un tema que es universal, la reflexión sobre el pasado posible, el “que hubiese pasado si…”, pero lo hace desde una perspectiva muy sensible y delicada, que en un medio como el nuestro en donde lo emotivo está tan poco valorado, podría ser mal calificada de sentimentaloide. En mi opinión los riesgos que toma Bize en La vida de los peces son recompensados con creces en el efecto que logra en el espectador. La conmoción en distintos niveles, las reflexiones propias y las conversaciones compartidas permiten volver a pensar en los objetivos que debería tener una buena película. Una invitación a mirar, para mirarnos. En este caso la invitación se acepta y se agradece.