“Nuestro objetivo final es nada menos que lograr la integración del cine latinoamericano. Así de simple, y así de desmesurado”.
Gabriel García Márquez
Presidente (1927-2014)

CRITICA


  • Canción sin nombre, un duro drama personal y una fuerte película
    Por Diego Lerer

    Esta ópera prima se centra en una mujer indígena a la que le roban su bebé recién nacido en la convulsionada Perú de fines de la década del ’80. Un duro drama personal y una fuerte película política a la vez.

    No es la comparación que parece más obvia, pero es imposible en algún momento no pensar en ROMA cuando uno ve esta opera prima peruana. De entrada, por sus similitudes formales: su blanco y negro exquisitamente fotografiado (en este caso por el gran DF chileno Inti Briones) y sus planos largos, reposados, cuidados. Y también por su eje temático ligado a una mujer indígena y las “complicaciones” ligadas a un embarazo. Pero hay una diferencia fundamental en ambos films y es de tono. La película de Alfonso Cuarón es, en cierto sentido, maximalista, grandiosa, imponente, se lleva al espectador por delante con su propuesta visual y autoral. Canción sin nombre es todo lo contrario: tímida, recatada, discreta. Es como si la película estuviera contada, formalmente, por su protagonista.

    La acción transcurre en 1988, en plena crisis social, política y económica peruana, con el hoy tristemente célebre Alan García como presidente y una inflación de 400% anual. Y la protagonista, Georgina, es una mujer indígena embarazada que va a tener a su bebé a una clínica gratuita cuya publicidad escucha en una radio. La clínica resulta ser una trampa para robar bebés y entregarlos en adopción a familias en el exterior. Y cuando a Georgina le quitan a su recién nacido no parece tener posibilidades de recuperarlo. El lugar desapareció súbitamente y nadie le presta atención ni en la policía ni en la justicia. Todo parece perdido.

    En paralelo, León nos cuenta otra historia, la de Pedro, un joven periodista de un diario limeño, todavía no “enviciado” ni corrompido por los poderes fácticos del país. Culto, solitario, empieza una discreta relación con un actor cubano que está viviendo y actuando en Perú, siempre a escondidas en un país que además vive con toque de queda, militares en las calles y terrorismo. Desesperada por su situación, Georgina llegará al diario en el que Pedro trabaja y será él quien se pondrá al hombro la investigación de su caso.

    Canción sin nombre intenta ocuparse de varios temas a la vez. Si bien el eje central es la corrupción política-económica imperante, de la que es víctima Georgina pero no solo ella, también hay una mirada sobre grupos marginales como lo son las comunidades indígenas y, al menos en ese momento y lugar, los homosexuales, tema en el que la película no profundiza demasiado. Ese ejercicio panorámico que intenta León funciona aquí la mayor parte de las veces porque, salvo en algunos momentos, todo se maneja en un bajo perfil, sin altisonancias ni discursos obvios. Los tiempos del relato los marcan los personajes y León deja igual tiempo para la observación como para la “trama” propiamente dicha.

    Es verdad que, en algunas situaciones, cierto pintoresquismo (como el de las escenas de danzas indígenas en cámara lenta) y el tratamiento de determinadas cuestiones políticas, pueden resultar un tanto obvias y familiares para un espectador acostumbrado a relatos de este tipo en América Latina, pero a León le juega a favor esa discreción: una puesta en escena precisa pero no vistosa y un tono que apuesta más por el dolor y la tristeza que por la más convencional denuncia. Hay algo de “canción” en esta película: un lamento por un bebé, sí, pero también por un país que había perdido el rumbo.


    (Fuente: micropsiacine.com)


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