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Manuel Pérez: Las tensiones de la pelota (II y final)
Sotto, Arturo (1967 - )
Título: Manuel Pérez: Las tensiones de la pelota (II y final) (Entrevistas)

Autor(es): Arturo Sotto

Publicación: Cinereverso

Idioma: Español

Formato: Digital

Y ahí vamos. En 1971 se efectúa el I Congreso de Educación y Cultura. Sobre este evento dialogas a fondo con Ambrosio y Arango, por lo que prefiero reiterar la invitación al lector para que acuda a estos textos. Allí cuentas una serie de incidentes, ya no tan azarosos como un ciclón (los Premios UNEAC de 1968, el caso Padilla), que crearon una atmósfera poco generosa para una discusión sin prejuicios ideológicos, amén de que el personal convocado no fue mayoritariamente del sector de la cultura. En las citadas entrevistas narras los antecedentes de un congresillo previo, la estructura de las comisiones y lo acontecido la noche que te correspondió hacer la lectura de la ponencia que presentaba el ICAIC. Cuentas que “de inmediato un compañero de la Juventud planteó algunas dudas y opiniones adversas sobre nuestra ponencia. Alfredo le salió al paso y comenzó un debate que se volvió rápidamente muy ácido”. Y aunque los ataques alcanzaron a otras instituciones culturales, la diana volvió a centrarse en la política de exhibición del ICAIC. Fidel acudió en el momento más álgido de la discusión y reconoció los esfuerzos del ICAIC por sostener una programación variada en todos los cines del país. Voces honestas del magisterio se pronunciaron por la necesidad de películas que trataran temas históricos. Te confieso que cuando escucho este tipo de demandas, hasta el día de hoy, pienso en la naturaleza del acto creador que no debe estar condicionado por requerimientos ajenos a las preocupaciones más sinceras del artista que lo produce. No obstante, y a pesar de que el ICAIC salió “ileso” del evento, a inicios de 1972 se genera una discusión interna sobre el costo de nuestras producciones, un llamado a la conciencia económica. Significativamente, también se acentúa el cine de temática histórica, que ya se había iniciado en la década anterior. Me gustaría saber si encuentras alguna relación entre lo ocurrido en el Congreso y las trasformaciones internas, tanto en lo artístico como en lo productivo. Recordemos que las resonancias del Congreso fueron tremendas para el teatro cubano y que el ICAIC fue también el refugio de una serie de músicos que habían sufrido incomprensiones, para usar un término noble.

Después de la zafra del 70 la Revolución tuvo que adaptarse a una nueva coyuntura nacional e internacional. Un “ajuste de cuentas con pasadas  ilusiones”, recuerdo que dijo Fidel en una ocasión, a inicios de los 70. Y en ese proceso tomaron mucha fuerza las corrientes más dogmáticas y conservadoras en el área cultural, manifestaciones que siempre han estado latentes, con mayor o menor presencia, y que se renuevan al paso del tiempo. En ocasiones la realidad favorece la reproducción de estas corrientes que, al día de hoy, además de discrepar con ellas, considerando las experiencias que ha tenido el socialismo como poder, no las siento auténticas. Pero vuelvo al 71 para no perder el hilo; sin duda todos esos fenómenos que sucedieron en la cultura a finales de los 60, como los premios a Padilla y Antón Arrufat en la UNEAC, el premio Casa de las Américas a Norberto Fuentes por Condenados de  Condado, la mención única del Premio Casa a Eduardo Heras por Los pasos en la hierba, la situación con los trovadores que desembocó en la creación del Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC; todas estas cosas, y más, crearon las condiciones para un Congreso que originalmente iba a ser de educación y al que después se le adicionó la cultura, donde los participantes eran fundamentalmente educadores y pedagogos. La obra de producción del ICAIC ya en ese momento era demasiado sólida como para ser cuestionada, pero una buena parte del magisterio, incluidos representantes de las organizaciones políticas y de masas, alegaban que un por ciento significativo del cine internacional que se exhibía en nuestras salas, más alguna que otra película latinoamericana, echaba a perder la labor educacional que se realizaba con la juventud. A este planteamiento Fidel responde –cuando se presentó sorpresivamente e intervino en la comisión 6B– que teníamos que aprender a vivir en la contaminación para crear anticuerpos y defendernos mejor en la lucha ideológica del mundo que nos toca vivir, porque un día pueden ser otras cosas, y no las películas que se exhiben, lo que puede incidir en la formación de nuestra juventud, y seguidamente apoyó la política de programación en los cines. Fíjate tú cómo pudo adelantarse intuitivamente a lo que ocurre en el mundo hoy. Y te menciono el cine latinoamericano porque esa conciencia de diversidad y unidad en nuestras raíces continentales la creó, con particular  vehemencia en el ICAIC, la persona de Alfredo. Eso no existía entre nosotros, por lo menos en lo que a mí respecta, con esa profundidad.

Siempre he acompañado estos comentarios con una anécdota personal: el encuentro con un funcionario soviético del aparato ideológico del PCUS, en un viaje que hice a la Unión Soviética a finales de 1968, acompañando la exhibición de Aventuras de Juan Quin Quin. En ese encuentro el hombre me preguntó si el ICAIC iba a seguir produciendo películas como Memorias… y exhibiendo filmes extranjeros como El caso Morgan (Karel Reisz, 1966).

Tampoco se debe olvidar que con la llegada de los 70 ocurren cambios en nuestras estructuras internas, en la relación entre gobierno y aparatos auxiliares de la dirección del Partido. Se afianzan las relaciones con el campo socialista, lo que conduce a la reproducción de experiencias y modos de proceder en la comunicación entre los organismos culturales del Estado y el Partido, de manera que el diálogo ya no es siempre directo, surgen los intermediarios, las correas de trasmisión, y todo esto influye en el funcionamiento interno del ICAIC. Pero el diseño artístico no sufre rupturas, en lo esencial hay continuidad.

El Congreso no dejó mayores resonancias.

“Ya puedes irte que se salvó el ICAIC”, fueron las palabras que me dijo Raúl Roa aquella noche del 71 cuando terminó la discusión.

En diversas ocasiones te has referido a capítulos en la vida del ICAIC, concepciones y estilos de trabajo que provocaron debates de mayor envergadura. Algunas de estas discrepancias rebasaron “el muro de las lamentaciones” y fueron aprovechadas oportunamente por fuerzas adversas para el debilitamiento de la estructura interna. Surge así, también acompañada por añejas conjuras, la polémica en torno a Cecilia (Humberto Solás, 1982) y la destitución de Alfredo como presidente del Instituto. ¿Podrías ahondar sobre ese clima de confrontación interna?

Te hablaba antes de los cambios estructurales a nivel de Gobierno y Partido porque este último comienza a realizar, en el 71, tareas de orientación y control que se consolidan en el 73. Pero en 1976 se crea el Ministerio de Cultura (MINCULT) y con ello la designación de Armando Hart como ministro. Hart trae cambios muy importantes y positivos frente a la política del desaparecido Consejo Nacional de Cultura (CNC) y la huella negativa que dejó en diversas áreas de la cultura artística, el período que se ha bautizado como Quinquenio gris (1971-1976). Con la creación del MINCULT el ICAIC queda subordinado a este y pierde independencia, cosa que violenta el estilo de trabajo y la atención directa en que se había desenvuelto Alfredo hasta ese momento. Sigue controlando toda la política cinematográfica pero ya es otra cosa, es diferente, y el monitoreo por el área ideológica del Partido no cesa. Salir ileso del Congreso, me atrevería a expresar que hasta victorioso, no quiere decir que los que discreparon, y siguen discrepando del modo de proceder del ICAIC no mantengan sus criterios y sus expectativas de que la vida les dé la “razón” o las “razones”. Digamos que el organismo no se podía descuidar. Recuerdo que era frecuente, en las conferencias de prensa que se daban por diversos motivos, la presencia de alguien que pedía la palabra y le preguntaba a Alfredo por qué se exhibían tan pocas películas socialistas en nuestras pantallas, en particular soviéticas.

Bueno, si nos guiamos por los datos que ofrece Mayuya en un libro recién publicado (María Eulalia Douglas, El nacimiento de una pasión, Ediciones Oriente, p. 238), los números desmienten el cuestionamiento. Hay cifras, por años, que son relevantes. En 1965 se estrenan ochentaicuatro películas de países socialistas, de las cuales diecisiete son soviéticas. Ese año no se exhiben películas norteamericanas ni mexicanas, y del resto del mundo, solo veintinueve. En 1970 son cuarentainueve las que se exhiben del campo socialista y en el 80 son cincuentaicinco. Los filmes de esa región del mundo son siempre los que alcanzan el mayor número en la tabla. Así que, parafraseando a Alfredo, en un debate televisivo, a cada rato sale a la calle una monja de clausura a quien se le ha otorgado un pase para descubrir la realidad.

En cuanto a lo que preguntabas sobre los costos de producción, te puedo decir que a partir de 1972 las películas que se realizan, incluidas las que abordan temas históricos, están más ajustadas a sus presupuestos de aprobación, se comienza a ser celoso en la vigilia de esos límites. Recuerdo que en 1971, en reuniones con el personal creador y de producción, se destacaron una serie de largometrajes como Lucía (Humberto Solás, 1968), Páginas del Diario de José Martí (José Massip, 1971), Una pelea cubana contra los demonios (Tomás Gutiérrez Alea, 1971) y Los días del agua (Manuel Octavio Gómez, 1972), las que independientemente de la importancia artística que tuvieron, costaron mucho más de lo debido por insuficiencias en el control y la organización de la producción a partir del presupuesto original.

Hasta la desmesura de Cecilia (Humberto Solás, 1982).

Sí, pero eso ocurre diez años después. Valdría entonces mencionar, como un hecho a tener en cuenta, que en 1977 Julio pasa a ser viceministro de Cultura, y esa salida de Julio no fue buena para el ICAIC, ni para Alfredo en particular. Con su ausencia se afectaba el equilibrio interno que Alfredo y Julio, con sus diferencias personales y de estilo, habían alcanzado en el desempeño de sus funciones en la dirección del ICAIC y en la relación que mantenían con el personal artístico. Comienza entonces un período de fragmentación interna, los adversarios advierten la vulnerabilidad del ICAIC y se dedican a agudizarla. Las tensiones entre Alfredo y Titón no cesan, al contrario, se incrementan durante la ausencia de Julio.

A Titón le molestó mucho el tratamiento que le dieron a La última cena (Tomás Gutiérrez Alea, 1974), una vez terminada. Y después el camino para la realización de Hasta cierto punto (1983) fue muy tortuoso.

A eso agrégale que el diálogo entre Alfredo y Hart no era fluido; pero te subrayo la ausencia de Julio en ese período porque ahí se quebró lo que en mi memoria considero el ICAIC ideal, cuando se combinaban los dos. Siento que son los años en que Alfredo comienza a tener un comportamiento errático en su proceder, como si de alguna forma no se adaptara a la nueva estructura del país, organizativamente hablando. En ese contexto arranca, en 1979, la producción de Cecilia, digamos que una superproducción para nosotros. Y al mismo tiempo, y con ánimo competitivo, los Estudios de Cine y TV de las FAR se lanzan a realizar otra superproducción, la serie para cine y televisión La gran rebelión (Jorge Fuentes, 1982). Cecilia fue una película que Alfredo apoyó con pasión, de eso no hay dudas, aunque también fue crítico, a partir de un momento, en cuanto al sentido o no sentido de la responsabilidad que tuvo Humberto con respecto al ICAIC, atendiendo al incremento desproporcionado de su plan de filmación. Hasta ahí llegó la cosa. Vino luego el lanzamiento de la película en el Festival de Cannes, mayo del 82, y su posterior estreno en las salas comerciales cubanas. Comienza entonces una campaña muy desfavorable hacia la película, orquestada a partir de una serie de críticas que no solo arremetían contra la obra en cuestión, sino contra la dirección del  ICAIC. La mesa estaba servida para la crisis, con la diferencia de que internamente no teníamos la unidad de otros momentos. La historia de Cecilia como obra artística, y como centro o pretexto para un debate de concepciones que la trascienden, es también merecedora de páginas que la ubicarían en el entramado de la lucha política, así de simple. Todo este proceso desgasta a Alfredo como dirigente, lo que obliga a su destitución en octubre del 82 y su salida hacia Francia, semanas después, con el nombramiento como embajador de Cuba ante la UNESCO.

Esa década del 80 ha sufrido la lectura reduccionista de un cine catalogado de populista. Un período donde Julio García-Espinosa, entonces presidente del ICAIC, favorece lo que Ambrosio Fornet denomina: “la dramaturgia de lo cotidiano”. Es el momento en que se inician como directores de largometraje un grupo de cineastas que han demostrado su valía como creadores en el cine documental, el cortometraje y el Noticiero. Se produce, a mi modo de ver, un desarrollo similar al de los 60: hacia los finales de la década se consiguen los resultados más notorios. Ahora mismo se está revalorizando todo ese cine, sea costumbrista, en el caso de las comedias, o más audaz en el tratamiento de lo histórico y la contemporaneidad. Los 80 constituyen una etapa muy rica de nuestra cinematográfica. ¿Cómo lo aprecias tú, al paso de los años, teniendo en cuenta el fustigar crítico al que fue sometida la década, artísticamente hablando?

El regreso de Julio a la presidencia del ICAIC es la expresión de una política de continuidad, factor importante a tener en cuenta como decisión de la dirección de la Revolución en aquel momento. No se nombró a nadie de afuera. La intención era continuar la política cultural cinematográfica realizada hasta entonces.

El retorno de Julio y la promoción, a poco de llegar, de un grupo de directores de documentales a la realización de largometrajes de ficción, fue una decisión muy acertada, y muy justa, que había sido demorada por Alfredo. En cuanto al hostigamiento que refieres, no me quedan claras sus intenciones, lo recuerdo hoy más como una atmósfera no precisamente sana. En aquellos años se produjo de todo, con desiguales resultados, respondiendo al talento de cada cual, pero visto en conjunto fue muy positiva esa promoción.

El aumento de la producción favorece una diversidad donde hay más posibilidades de que surjan obras de calidad, pero también películas menores, y esas promociones retardadas provocan que las inquietudes demoren en aparecer, y la realización de un largometraje es un ejercicio de creación complejo que tiene mucho de aprendizaje.

Este grupo de realizadores llegó con nuevas temáticas de acuerdo con el momento que vivía el país, aunque también afloraron los mismos tópicos pero con otra mirada. Sus inquietudes, sus acentos, eran diferentes. El cine de los 80 es otra cosa porque ya es otra generación la que produce, aunque ese relevo conserva el sentido de pertenencia al ICAIC y mantiene su atmósfera. Se siguen produciendo los cines-debates semanales de películas nacionales y extranjeras, crece el número de documentales, la vida colectiva es intensa y el estímulo creativo es alto. Pero no podemos desconectarnos del momento histórico, recuerda que en el 85 comienza la perestroika y seguidamente, en el 86, Fidel anuncia, hacia dentro, un período de rectificación de errores y tendencias negativas en la Revolución; el país entra en una dinámica más heterodoxa, toma distancia de unas cuantas experiencias del socialismo real que estuvimos aplicando a partir de los reajustes acometidos en la década del 70.

Entonces Julio nos plantea, en el año 87, la necesidad de formar los Grupos de Creación como una estrategia de relevo dentro del ICAIC. En ese momento nos manda a Norberto Estrabao, entonces director de la empresa productora, y a mí a tres países socialistas, con el propósito de conocer la experiencia de funcionamiento de estos grupos y ver lo que puede aportar su aplicación entre nosotros.

¿Quieres decir que esa es una experiencia socialista previa?

Sí, nosotros viajamos a la República Democrática Alemana, a Hungría y a Bulgaria, no fuimos a Polonia porque allí la situación interna era un tanto anormal con la presencia del sindicato Solidaridad como oposición, y el estado de emergencia nacional creado en 1981 con la llegada al poder del general Jaruselski, máximo jefe de las fuerzas armadas polacas. En la RDA la estructura política era muy férrea y los grupos eran esencialmente una puesta en escena. En Hungría, en cambio, fue mucho más interesante, allí se determinaba que el jefe de un grupo no tenía que ser necesariamente un cineasta, ni siquiera el mejor cineasta, bastaba la capacidad de liderazgo cultural y cualidades organizativas. Miklós Jancsó o István Szabó podían pertenecer a un grupo y no ser los jefes. Pero los grupos de creación en Hungría, además de su amplitud creativa, jugaban al duro con la economía en términos de rentabilidad, debían ajustarse a un presupuesto y tenían que trabajar en ese marco económico garantizando la recuperación, el éxito comercial del grupo en su plan de producción global. Podían hacer películas riesgosas en términos de lenguaje, de búsquedas estéticas, de comunicación no necesariamente masiva, pero también debían hacer otras que compensaran la recaudación, nacional e internacional, para la salud económica del grupo. Y aunque existiese la amplitud que te mencioné, la dirección de cine del país tenía el poder de veto para la exhibición, de modo que el sentido de responsabilidad era grande, político y económico. De Bulgaria no recuerdo nada en especial, no era la RDA pero tampoco Hungría.

Cuando regresamos se crearon los grupos que dirigíamos Titón, Humberto Solás y yo. Estos se constituyeron en reuniones de consulta entre Julio y todos los directores del ICAIC, que se fueron nucleando de acuerdo con afinidades estéticas y personales. Unos pocos compañeros no se integraron a ningún grupo, no era obligatorio, discutían con Julio sus proyectos, él los atendía personalmente.

La continuidad de todo el proceso creativo y productivo la llevaba el grupo mediante el diálogo y la discusión interna. Julio mantuvo la autoridad de aprobar la sinopsis argumental de cada proyecto y luego veía el filme en la fase de prevista antes de la mezcla final. Por supuesto que en Cuba no se aplicó la rentabilidad húngara, se otorgaban los recursos en función de lo que globalmente le asignaban al ICAIC para producir. Unos treinta directores, o poco menos, integrábamos los tres grupos.

Ahora bien, esa descentralización se da en el 88, y en esas circunstancias Daniel, quien formaba parte del grupo que yo dirigía, comienza a preparar junto a los escritores del taller de Nos y Otros, particularmente con Eduardo del Llano, el argumento, y luego el guion, de lo que fue Alicia en el pueblo de maravillas (Daniel Díaz Torres, 1991). Lo que sucedió después con la película, y las lecturas deformadas que se hicieron de ella, era impensable en aquellos momentos. La cuenta que le pasaron a Julio es que no previó, no vio venir… ¡pero, imagínate tú!, en el momento en que la situación internacional, y su repercusión interna, obligaban a centralizar la autoridad en la toma de decisiones en el ICAIC, Julio lo que hizo con los grupos fue descentralizar esos niveles de decisión, una idea que estaba más conectada con el clima de rectificación de errores y tendencias negativas iniciado por Fidel. Y esa película la asumimos, tanto Daniel como el resto de los compañeros que integrábamos el grupo, con total responsabilidad artística y política. No estábamos jugando a la libertad de creación en abstracto, tampoco estábamos ajenos a lo que sucedía en Cuba y en el mundo. Por supuesto que la realidad era una en el 88, cuando se empezó a escribir el guion, y otra bien diferente en el 91 cuando el filme estuvo terminado, pero siempre mantuvimos la posición de defender la validez de la película y de dialogar con los niveles de dirección del Estado y el Partido teniendo en cuenta las circunstancias. Ya para mayo de 1991, en medio de la crisis, la unidad de todo el personal de creación del organismo era invulnerable, estábamos unidos en torno a la película y al desacuerdo con respecto a la disolución del ICAIC y su fusión con las otras entidades de cine del país. Ahí están las cartas, los documentos y grabaciones que dejan constancia de lo sucedido, no solo las memorias personales.

Los años 90, la década sospechosa, se inicia con la asonada polémica que ya mencionaste, aunque te confieso que no quería insistir en lo fatídico del evento porque se ha escrito bastante. Pareciera que una frase escrita por Alfredo, en su querella con Blas Roca, se ajustara a los acontecimientos casi treinta años después: “Es posible que lo inconcebible resulte lo real” (el destaque es de Alfredo). Lo inconcebible provocó lo que Ambrosio llamó “el soviet del ICAIC”, refiriéndose a las reuniones que sostuvieron un grupo de dieciocho creadores para intentar revertir la decisión de disolver el ICAIC. Una medida nada provechosa, más bien contraproducente en el orden cultural, artístico y político. No obstante, me gustaría conversar contigo sobre un hecho que has mencionado en otras ocasiones y que me parece significativo. Cuentas que un compañero se te acercó y te dijo que lo que preocupaba no era Alicia…, sino la tendencia dominante que existía en el ICAIC. Esta apreciación se corresponde con criterios enunciados algún tiempo después a propósito de Guantanamera (Tomás Gutiérrez Alea-Juan Carlos Tabío, 1995), donde se cuestiona esa tendencia crítica e hipercrítica de nuestro cine, que comenzó con Alicia… y continuó con Pon tu pensamiento en mí, Amor vertical y Guantanamera. Se inicia un nuevo ciclo en la tendencia condenadora, sea la política de exhibición o el diseño productivo; puede resultar análoga la imagen de Sísifo empujando la piedra que más tarde o más temprano volverá a caer por la ladera de las incomprensiones. Dicho en tus propias palabras: “Estos debates no terminan, pasan a un segundo plano. Se repliegan, pero se mantienen como cuentas pendientes y se retoman en el momento en que cada una de las partes considera traerlo nuevamente al ruedo, a veces por algo que sucede inesperadamente y lo reactiva”. Si pudieses hacer un repaso secuencial de estas polémicas, qué reflexión te provoca, no ya visto desde la vorágine de los acontecimientos, sino desde la prudencial distancia donde puedan contenerse las emociones.

Ese comentario sobre la “tendencia” surge a propósito de Alicia…, que vino a ser como la “tapa al pomo”, pero yo intuyo que me están hablando de un acumulado, de una sumatoria donde podemos incluir los noticieros ICAIC con temáticas críticas, Plaff (Juan Carlos Tabío, 1988), Papeles secundarios (Orlando Rojas, 1989), algunos documentales de Enrique Colina y tal vez otro filme o documental que ahora no recuerdo. Pero ya en el año 91 vivimos en un estado de fortaleza sitiada al máximo, de manera que la propuesta era disolver (ICAIC, ECITV-FAR, Estudios Cinematográficos del ICRT) para después fusionar los recursos en una sola institución.

La lógica indicaría que las otras entidades se fusionaran en el ICAIC y no al revés.

Pero no le puedes aplicar esa lógica. Estaban activados los reflejos defensivos de tiempo de guerra en todas las áreas de la sociedad sensibles a flojeras, divergencias o posible actividad enemiga. Te podrás imaginar las condiciones en que quedó Julio, en lo personal, al ser destituido…

En ese momento la lluvia fue incontenible, por mucho que estuviera acostumbrado a vivir bajo aguaceros.

El escenario político era muy difícil, si intentas armar el arco de lo que sabemos y lo que no sabemos…, yo también pienso en el estado emocional en que se encontraba la dirigencia de la Revolución, porque se estaban dando condiciones internacionales y nacionales de alta peligrosidad, eso era indiscutible, lo discutible son los procedimientos que se pueden llevar a cabo para defenderse en ese contexto, porque si son equivocados pueden hacer tanto daño, o más, que la actividad enemiga en el campo de la ideología.

Hace poco leía un texto de un contrarrevolucionario de larga trayectoria, quien, haciendo memoria, después de la irritación que le provocó el restablecimiento de las relaciones diplomáticas con los Estados Unidos en diciembre de 2014, le reprochaba al gobierno norteamericano no haber resuelto el problema de Cuba con una invasión a principios de los 90, porque en aquel momento, según él, el mundo hubiese mirado para otro lado, incluida la Rusia de Yeltsin, y hoy la realidad sería otra.

Pero regreso a 1991. Lo cierto es que en medio de aquel difícil escenario tuvimos la satisfacción de que fue primando la madurez ante nuestro reclamo. Se mandó a buscar a Alfredo, y Fidel contestó una carta que le enviamos, nombrando una comisión presidida por Carlos Rafael Rodríguez para dialogar con nosotros. Tuvimos varias sesiones de discusión en la que coincidimos y discrepamos, siempre con un alto nivel de respeto y franqueza desde los dos lados. No nos pusimos de acuerdo en algunas valoraciones de lo sucedido, “el por qué y el cómo” se había desencadenado todo, pero hubo respeto en el conocimiento mutuo de nuestras distintas miradas en relación con lo acontecido y su contexto. El resultado es que poco a poco se fue apagando, como por fade out, la idea de disolver el Instituto. Se derogó el decreto que orientaba trabajar hacia la fusión, y el ICAIC, con Alfredo de nuevo al frente, siguió existiendo.

Pero resolver la crisis coyuntural en aquel momento de manera exitosa no significó que nos entendimos, ni que entendieron a profundidad las razones y las responsabilidades del artista…, así como las razones y las  responsabilidades de los que ejercen el trabajo de dirección política, inmersos en la lógica defensiva que hemos vivido. Desde esa prudencial distancia que me propones te puedo decir que aprendí, por lo menos yo, que ese proceso de entendimiento entre las partes es mucho más largo y más complejo de lo que se podría sospechar. Que además se vio agravado por las condiciones que nos tocaron sufrir en los años 90 del siglo pasado, donde la nación, y el proyecto social que defendemos, tuvo que aprender a sobrevivir y desarrollarse en medio de una tenaz resistencia, de manera que podamos estar conversando aquí los dos, en el día de hoy, en este difícil presente. Porque la sospecha de la “tendencia” siguió vigente, más allá de la solución que se encontró a la crisis del 91; fíjate que después del sabio repensar y del regreso de Alfredo, se  produce, dos años después, Fresa y chocolate (Tomás Gutiérrez Alea-Juan Carlos Tabío, 1993), entonces me cuentan que una persona de un alto nivel de dirección se preguntó: ¿Y para qué trajimos a este hombre de París?

No creo que exista en la historia de la Revolución otra institución cultural que se haya visto sumida en tantas diatribas.

Han sido impugnaciones muy serias. Por eso pienso que aunque esa unidad que tuvimos en el 91, y la madurez política con la que actuamos, consiguieron también nuestra sobrevivencia como organismo, la discusión a fondo sobre los problemas de la relación entre cultura y sociedad, arte y política, permanecen pendientes. La ausencia de ese diálogo es lo que origina una nueva controversia, en tono y estilo cada vez menos constructivo, cuando aparece una película que se considera, desde instancias de dirección, como dañina a la Revolución.

Alfredo en el año 2000 pide su liberación, lo que trae consigo el nombramiento de Omar González a la presidencia del organismo. Y Omar expresa, en una entrevista concedida a El Caimán Barbudo pocas semanas después, que el ICAIC necesita una recuperación política.

Recuerdo la entrevista y la frase en cuestión, que podría ser un criterio más extendido.

Es que cuando escuchas que un compañero, con responsabilidades de dirección nacional, ha dicho que no verá nunca Martí, el ojo del canario (Fernando Pérez, 2009) porque le han contado que el Martí adolescente se masturba, entiendes que está considerando esa acción como ofensiva, una profanación inaceptable. No es que vio la película y que la secuencia le pareció mal resuelta artísticamente, sino que de plano rechaza verla por lo que le relatan. ¿Cómo es posible? Pues sí, es posible.

Entonces lo que queda por delante es tratar de lograr el debate verdadero, abierto y franco, ir a la mesa con las clásicas dos jabas en el intento de ganar a las fuerzas y corrientes de pensamiento que no son antagónicas, pero sí hostiles hacia un cine que problematiza la realidad. Porque la verdad es que persiste la ignorancia en cuanto a la especificidad del papel del arte en una sociedad y su compleja relación con la política. Y no ignoro las coyunturas, ni el mundo ni el país en que vivo, ni tampoco defiendo todo lo que se hace con voluntad crítica en el cine cubano actual, en nombre de una libertad en abstracto y al margen de resultados artísticos y políticos. Pero los errores cometidos han convertido la categoría del censurado en una atractiva y deformadora promoción que daña a jóvenes creadores. Cuando leo algunas payasadas de hoy día, enfrentadas a las torpezas de vetos que no defienden, sino dañan a la cultura y a la autoridad de las instituciones, me crece la admiración en el recuerdo de Daniel Díaz Torres por la forma en que encaró la defensa de su película, en lo artístico y en lo político.

Los resultados de esa unidad que has señalado, “el soviet del ICAIC”, son también una consecuencia de lo que tú llamas “un entrenamiento” en la cultura del debate. Ahora mismo se viven circunstancias más complejas para la cultura, siempre el presente nos parece más complejo. El cine cubano no es un movimiento unitario, el término que nos engloba es mucho más extenso, somos el audiovisual cubano y contamos con una praxis más abarcadora, cultivamos tendencias ideológicas y estéticas diversas, procedemos de formaciones dispares, enfrentamos retos que sobrepasan lo meramente artístico impulsados por un llamado de unidad que no es uniforme. Hemos asistido a un proceso de enquistamiento en la defensa y la cohesión de un proyecto cultural donde se reclaman actualizaciones que esperan ser atendidas. Es muy posible que como resultado de ese batallar se elaboren nuevas estrategias que respondan a las exigencias del gremio. Pero internamente se percibe el desdibujo –para usar otra vez un término noble– de un diseño donde las partes no están articuladas; el engranaje y la sinergia de una industria, que tanto costó edificar, se ha ido desfigurando en el desconocimiento o la ausencia de un sentido de pertenencia y rigor que signó la vida del ICAIC por décadas. Al mismo tiempo tú adviertes la necesidad de prestar “extrema atención en la lucha contra la ignorancia con poder, vestida de intransigencia militante, que hemos tenido, con relevo y todo, a lo largo de estos años”. Es evidente que la especificidad del arte cinematográfico precisa de una atención culta y capacitada, no solo por ese carácter industrial que te apuntaba, sino por su incidencia en la construcción de la identidad y el reflejo de una historia que espera ser contada.

El sentido de pertenencia, como era en el 91, ya no existe. Para bien y para mal el tiempo ha pasado, y otras son hoy las complejidades. En aquel momento, más allá de las diferencias estéticas y personales, conseguimos unirnos porque lo que estaba en juego era el proyecto cultural de la Revolución en el cine, que era el ICAIC. No hubo ambiciones ni pequeñeces a la hora de tomar decisiones, y discutimos entre nosotros sobre lo que debíamos hacer y cómo, a veces fuerte, pero muy conscientes de la defensa colectiva del objetivo. Es cierto que ese sentimiento que alcanzamos y mantuvimos todo el tiempo fue algo excepcional. Lo primero que hizo Alfredo cuando llegó a vernos, semanas después de haberse creado el grupo de los dieciocho, fue decir que él había regresado para tratar de resolver el problema y para defender a Daniel, e inmediatamente dijo que eso no se podía realizar si entre él y Titón no se salvaban las diferencias. Y se salvaron por los dos. Extenderme en la riqueza de aquellos debates y reuniones entre nosotros, y también con los representantes de la dirección de la Revolución, desborda con creces esta conversación. Ojala algún día se publiquen las memorias de aquellos días, con testimonios, cartas, documentos e intervenciones, con la fecha al pie de lo que cada uno dijo en las reuniones que se grabaron en el Consejo de Estado. Sería una memoria muy valiosa, de interés político, cultural y humano, para los hombres y mujeres de hoy.

Ahora, como dices, somos más heterogéneos, las diferencias son más notables, por edades y por todo. El mundo es otro, Cuba también, y en medio de eso siento que hay una crisis de autoridad, también un incremento de la falta de nivel desde las dos orillas, cosa que me preocupa en relación con el relevo, con los relevos, en diferentes zonas de la vida de nuestra sociedad y el Estado.

La satanización que sufrimos ayer se traslada hoy al cine independiente, y en igual medida al cine institucional que pretende problematizar la realidad. A mí me gusta hacer un análisis que tiene que ver, por analogía, con la medicina. Cuando tú compras un medicamento se te notifica en el prospecto una serie de indicaciones para su uso, advertencias, recomendaciones, efectos secundarios, reacciones adversas. En ese sentido creo que la Revolución no se puede seguir defendiendo en el siglo xxi, a veces reaccionando, como lo hizo en los 60 o 70 del siglo pasado, ni siquiera en los años inmediatos a la desaparición de la Unión Soviética y el campo socialista en la década de los 90. Aquellos procedimientos, necesarios para contrarrestar, responder y sobrevivir, hoy día pueden provocar reacciones mucho más dañinas que los efectos secundarios a que estábamos expuestos cuando éramos más jóvenes como personas y como sociedad. Si hoy los usamos innecesariamente, o en sobredosis, pueden llegar a ser nefastos. Por momentos siento que se ha creado una dependencia en su uso como reacción defensiva, sin tener en cuenta que la dosis que ayer nos salvó, hoy o mañana nos puede matar. Ese es el peligro de un cuadro de la cultura sin cultura y sin capacidad para entender los problemas que enfrenta, la posibilidad de que decida aplicar métodos de “sanación” contraproducentes.

¿Qué lecciones hemos sacado de lo sucedido en el campo socialista? ¿Qué se hizo o qué no se hizo para que aquello se descompusiera internamente? Las experiencias deben ordenar una lectura contemporánea, y en el campo de la cultura la única solución es el diálogo verdadero, no simulado, desde el respeto. Hay que dejar a un lado la soberbia de unos, desde el poder, y la inmadurez y frivolidad de otros, desde la discrepancia, si queremos llegar a un entendimiento. Estoy consciente de que esa discusión, en la Cuba de hoy, rebasa el cine, es más profunda, aunque sin duda nuestro quehacer, por sus posibilidades de comunicación masiva, adquiere una gran importancia.

Por eso creo que alguien con lucidez y autoridad tiene que percatarse de que el debate exige recuperar el cauce del entendimiento mutuo, constructivo, creyendo realmente en él, no como una formalidad más, trámite a cumplir, puesta en escena. Entiendo que hay reservas acumuladas, pero debemos hacer el esfuerzo por ir a la confrontación, insisto, con las clásicas dos jabas, o el daño será cada vez más difícil de reparar. Vivir permanentemente en sicología de plaza sitiada pasa factura, mucho más si no hay en lo personal la cultura que nos salva, que nos vacuna de sus inevitables efectos deformadores. Al final hemos tenido que ser república y campamento al mismo tiempo para resistir y sobrevivir, pero hay que tener mucho cuidado con los hábitos que se crean. El esquema dentro de una plaza sitiada es que toda discrepancia es sedición, y ese pensamiento tiene que replantearse a la luz de las formas de lucha que hoy se nos imponen a escala interna y externa, y de las trasformaciones generacionales, otra mirada que debe cambiar para darle continuidad al proyecto. No me queda duda de que en esos últimos encuentros que tuvo Alfredo Guevara con los jóvenes en las universidades estaba tratando de avisar, de señalar la urgencia, de advertir que el tiempo se nos está acabando para implementar los cambios que salven la Revolución. Alfredo murió con esa ansiedad. No tener conciencia de la importancia del diálogo es hacerle el juego a una contrarrevolución silenciosa, pasiva, invisible pero presente, que nace dentro de la Revolución. No se pueda dejar, parafraseando a Mao, que la paja se siga secando en medio de una crisis de autoridad y de ausencia de debate verdadero, porque la paja seca es proclive al incendio con una sola chispa, accidental o provocada por un pirómano. Entonces corremos el riesgo de que se sigan produciendo eventos en que se prescriba mal la medicina o, para decírtelo en bueno cubano: un out mal cantando en segunda puede encender las graderías.

Esperemos todos que el juego de pelota no se ponga tan agónico como un cuadro de Antonia Eiriz. Estoy seguro de que después de sesenta años de creación del ICAIC, muchos jugadores, dentro y fuera de la institución, seguiremos “dejando la piel en el terreno” –como dijo un famoso pelotero–; pero es también perentorio que el arbitraje se ajuste a la contemporaneidad, renueve la mirada y eleve su capacidad en todos los órdenes. Es muy posible que peque de romántico –prefiero eso a la desidia y al conformismo contaminante–, porque guardo la esperanza de que nuestro cine sea motivo de alabanza o escarnio por su audacia y honestidad artística, su herejía intelectual, por el alcance de una narración emotiva, convencional o fragmentada de belleza convulsa. A ver si conseguimos volver a ser, de todas las artes, la más importante. Porque prefiero que el recuerdo siga siendo el impulso que inspire la vocación, como “algo que tengo” y no como “algo que haya perdido”. La nostalgia de la futuridad.

Esta entrevista forma parte del libro Conversaciones al lado de Cinecittá, de Arturo Sotto (edición ampliada) Ediciones ICAIC, 2018.

Web: https://cinereverso.org/2019/10/

Descriptor(es)
1. CINE CUBANO
2. HISTORIA DEL CINE - CUBA
3. INSTITUTO CUBANO DEL ARTE E INDUSTRIA CINEMATOGRAFICOS (ICAIC)
4. PEREZ PAREDES, MANUEL, 1939-
5. POLITICA Y CULTURA
6. POLITICAS CINEMATOGRAFICAS
7. POLITICAS CULTURALES

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