Mujer sagaz, hiperestésica, signada por la tragedia, apasionada y delirante, de talento desbordado, la pintora mexicana Frida Kahlo —aquella a quien Picasso le envidiara su prodigioso pincel a la hora de dibujar cabezas— fue retratada por el cine contemporáneo básicamente en dos ocasiones, de muy diversa e incluso antagónica manera: el primer largometraje de ficción se titulaba Frida, naturaleza viva poseía la peculiaridad de que se hablaba muy poco en sus largas secuencias, se realizó completamente en México, durante 1984, y lo dirigió y escribió Paul Leduc, uno de los principales autores de aquel país (a él se debe la también biográfica Reed: México insurgente, una gema del cine mexicano de los años setenta) un creador convencido de que el cineasta puede y debe alcanzar un estatus de consideración artística similar al que se le confiere a los grandes poetas, músicos y pintores.
El segundo largometraje de ficción, entendido cual recreación de la biografía de la pintora, se titulaba simplemente Frida, estaba hablado en inglés, se realizó con técnicos y artistas mayormente norteamericanos, en 2002, y a la cabeza de la trouppe se encontraba, al menos nominalmente, Julie Taymor, una creadora avalada por sus triunfos en el teatro (El rey León) y en el cine (Titus), finalmente convencida por el entusiasmo, la determinación y el empuje de Salma Hayek, verdadera la actriz mexicana radicada en Hollywood, verdadera líder y corazón de este proyecto; ella finalmente protagonizó y produjo esta versión anglófona, a partir de un guión concebido por cuatro escritores: Clancy Sigal, Diane Lake, Anna Thomas y Gregory Nava, todos ellos basados en el libro de Hayden Herrera, y atentos a que esta nueva Frida cinematográfica no desbordara, en ningún momento, las exiguas capacidades interpretativas de Salma, al fin y al cabo principal inspiradora de un proyecto cuya puesta en marcha dejaba “al campo” similares emprendimientos de Madonna y Jennifer López.
Quizás no resulte lícito del todo comparar dos películas de tan disímiles orígenes y propósitos, pero como ambas se unen en el propósito de rendir homenaje a una figura mayor del arte latinoamericano, pues al final la comparación viene a ser inevitable. La versión de Taymor-Hayek se afinca en el relato aristotélico, cronológico y convencional, de tres estadios biográficos: en primer lugar, la relación sentimental que entrelaza a Frida con Diego Rivera, su amante y mentor; en segundo lugar, están los momentos dedicados a sus múltiples accidentes y enfermedades, reflejados sobre todo al nivel de las muchas pinturas que el filme muestra o manipula, y por último están las complejidades políticas, sicológicas y culturales de Frida, de la época y de un país en ebullición, complejidades que se minimizaron hasta quedar como pinceladas más o menos pintorescas y decorativas, porque al filme le falta calado en el diseño de caracteres y sutileza en los detalles históricos y de época. Aunque nadie pueda decir que Salma Hayek y Alfred Molina no cumplan profesionalmente con los dictados del protagonismo que les encargaron, ellos y el resto del reparto (particularmente el español Antonio Banderas, el australiano Geoffrey Rush, la italiana Valeria Golino, y los norteamericanos Ashley Judd y Edward Norton) muchas veces cometen el pecado máximo posible de un actor inserto en un filme histórico: parecer disfrazado, externo, inarticulado, inmerso en una guerra de egos, demasiado consciente de su brillo narcisista pero no de las características medulares, inherentes a su personaje.
Paul Leduc emprendió, en cambio, el retrato de la artista atormentada, y para ello contó con la extraordinaria sensitividad, y el asombroso parecido físico, de Ofelia Medina, quien consigue el prodigio de la coherencia y la verosimilitud absolutas, y solventa el reto de construir una imagen física y sicológica totalmente plausibles a pesar de la estructura episódica, fragmentaria, que tiene la película. En la aproximación de Paul Leduc, rigurosa, calmada, sin trucos narrativos ni efectismos visuales de ningún tipo, la “acción” se circunscribe al espacio muy reducido de la habitación donde Frida está obligada a permanecer. La cámara de Angel Goded explora en elaborados y reveladores planos-secuencia no solo los más íntimos, dolorosos y también eufóricos recuerdos de la artista, sino también el mundo de objetos que la rodeaban (extraordinaria dirección de arte de Alejandro Luna), en el cual se respira México, sus mitos y su historia en cada metro cuadrado de aire. El relato se despliega a partir de los recuerdos que se le presentan a Frida mientras está confinada en su lecho, pero prescinde mayormente de toda suerte de acotaciones aclaratorias de tipo verbal o cronológico, tan al uso en otros dramas biográficos. Simplemente, ella recuerda. Su mente viaja ingobernable y volátil, pero al final del filme se tiene la sensación que hemos asistido a la representación sumaria de los 47 años que vivió la genial artista, que hemos presenciado los momentos definitorios de su vida sentimental, creadora, política, y muchas otras facetas, una serie de acontecimientos que parecerían exagerados sino supiéramos que en verdad ocurrieron: la polio, el accidente terrible a los 18 años, su complicada relación con Diego Rivera y con León Trostky, entre muchos otros sucesos.
Salma-Taymor aligeraron Frida, y la convirtieron en una mujer alegre, caprichosa, parlanchina, gozadora, exageradamente subordinada a Rivera y convenientemente despolitizada; Medina-Leduc presentan una mujer herida en todos los aspectos imaginables que todavía es capaz de reír, de cantar Damisela encantadora y de recordarse bella y amada, independiente, anticonvencional, militante pero no panfletaria, contradictoria (admiró casi por igual a Stalin y a Trotsky) comprometida hasta el final con el destino de México, y con muchísima frecuencia sumergida en su arte, en sus dolores y pérdidas personales. Incluso el uso de los ahora famosos cuadros difiere radicalmente en una y otra películas. Taymor los inserta cual digresiones de índole simbólica, recurre a la infografía para reconstruir e incluso animar los lienzos de una pintora que vivió pintándose a sí misma. Leduc prefirió, aunque algunos cuadros se asoman por aquí o por allá, auxiliarse del fotógrafo para valerse de la iluminación y el encuadre y diseñar todas las imágenes de la película en el espíritu representacional que se desprende de los cuadros. Tal vez por todo ello el resultado global de la Taymor se acerca peligrosamente al “look” de las telenovelas falsamente históricas de Televisa, y a la bonita apariencia de las postalistas cromadas que venden en ciertos museos con reproducciones horrendas de las grandes obras pictóricas. Con Frida, naturaleza viva Leduc rediseñó el cine histórico latinoamericano, lo separó del miserabilismo y la sociología panfletaria y lo equiparó con el gran cine de autor a la europea. El director y guionista encontró la manera idónea de comunicarle a su filme (confeccionado a partir de una mujer muy imaginativa que recuerda y sueña) el aire íntimo y surrealista que evidencia la pintura de Frida Kahlo, una hazaña que se distancia por igual de lo biográfico convencional a lo Hollywood, y del melodrama femenino tan caro al cine latinoamericano y mexicano en particular. A pesar de todas esas virtudes, la mayoría de los cinéfilos han visto, y recordarán, solamente a Salma Hayek, bonita como es, fotogénica y graciosa, metida en un disfraz que incluye un par de cejotas negras pintadas… en fin, un simulacro que la desbordó todo el tiempo, a pesar de su denodado esfuerzo por sacar de la ridiculez y la banalidad un proyecto que contó con el apoyo de toda suerte de instituciones culturales en México, catorce millones de dólares, los mejores profesionales a los dos lados del Río Bravo, un elenco multinacional y una campaña mediática fuera de serie. Nada que hacer, porque la versión cinematográfica definitiva de la historia de Frida ya se había hecho, quince o diecisiete años antes, y la resucitaban algunos memoriosos que tenían otra idea de lo que podía ser el cine aplicado a recrear, conocer, y ahondar.