“Nuestro objetivo final es nada menos que lograr la integración del cine latinoamericano. Así de simple, y así de desmesurado”.
Gabriel García Márquez
Presidente (1927-2014)

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  • Jorge Ruiz: el maestro de lo asombrosamente cierto
    Por Javier Rodríguez C.

    Bolivia es un país muy documentalizable. Me permito el neologismo para caracterizar una nación cuyo estudio – e incluso sola observación – es fascinante, inagotable. Tampoco hay que preguntarse demasiado cuando nuestras condiciones materiales están dadas de tal forma, que hasta el cine de ficción resulta cercano al documental. Pero también, cuando un país presenta la complejidad y belleza del nuestro, lo más sabio que se puede hacer es explotar esa ventaja, rescatarla. La licencia poética constituye ahí una opción que, por innecesaria, debe reducirse a imperceptible accesorio. El cine se hace testimonio y el director, excepcional testigo. La obra del maestro Jorge Ruiz es un excelente ejemplo de esto.

    El cineasta chuquisaqueño, pionero absoluto de nuestra cinematografía, padre del cine indigenista y, en palabras de John Grierson, uno de los seis mayores documentalistas de la historia del cine, es sin duda el realizador más prolífico y laureado del cine boliviano, pues ha filmado alrededor de doscientas películas en casi cincuenta años de notable carrera, y ostenta un palmarés de auténtico orgullo nacional. Ruiz, aunque con total humildad se declare “cinero de oficio” (un simple artesano de la imagen), es el primer cineasta boliviano y quizás también el más grande.

    Quien dude de su rol de precursor podrá verificar que a él se deben el primer documental a color, el primer filme con el sonido hecho totalmente en Bolivia, la primera película trilingüe (aymará­español­quechua), la primera escena con sonido sincronizado a la imagen, el primer documental semiargumentado, etc. Todo esto sería ya un gran mérito, mas hay que reparar en la estupenda factura con que Ruiz logró hacerlo para acercarnos a su genuina estatura.

    Larga y diversa como es, se hace complicado esquematizar la carrera de Jorge Ruiz. Su origen como cineasta coincide con la llamada Conciencia del Chaco, que si bien corresponde a una composición algo artificiosa, no contiene elementos de identificación en las primeras obras del cineasta. En cambio, la etapa más productiva y de mayor éxito de su filmografía se halla relacionada, o refleja la época del nacionalismo revolucionario. Claro está que la precursión de Ruiz es esencial para el desarrollo de una mirada interior, hoy todavía en construcción, pero lejos de la recelosa condescendencia post revolucionaria, la que no puede aproximarse a Ruiz sin cometer reduccionismos groseros. Es cierto que dirigió “cine de encargo” para el régimen, pero sus obras independientes confirman su deseo de abrir una puerta a través de la que el ser boliviano pudiese reconocerse – desde su arte – en una identidad diversa en capacidades y formas.

    Olvidando que entre su filmografía destacan varias importantes películas de ficción, Jorge Ruiz es recordado casi exclusivamente como un magnífico documentalista. Esto no es del todo erróneo, si consideramos que Ruiz cree que el cine tiene dos vetas temáticas principales: la geografía y las historias humanas. Y hay situaciones en las que ambos pueden significar lo mismo.

    Basta con ver el interminable lienzo bicolor del altiplano en Vuelve Sebastiana, o la oriental orografía desconcentrada en La vertiente, para entenderlo. No debería extrañarnos entonces que la fuerza geográfica y la naturalidad de los personajes hagan de nuestro mejor cineasta a la vez un excelente documentalista.

    Considerado progenitor del cine indigenista, si Jorge Sanjinés se preocupó por trabajar el lenguaje visual, la noción de tiempos y tramas, acercándose grandemente a la construcción sintáctica andina, Jorge Ruiz se erige como el mejor narrador testigo del indigenismo; retratando, con integridad casi científica, emotividad y un despliegue estético impecable, el universo de lo indígena. Es cierto que su visión parece a veces demasiado romántica, aunque hay que recordar que es también a través de la “voz en off” que los antropólogos articulan su discurso. Queda igualmente probado que hay más de una diferencia conceptual entre un cine “minimalista” y el documentalismo, que no es un simple retrato naturalista, sino un poderoso instrumento constituido en base abstracta del juego del autor.

    Hablando del manejo estético y léxico de Ruiz, este se acerca más a Flaherty y Grierson – más colega y admirador que “influencia” para el boliviano – que a los preceptos de Dziga Vertov. Ruiz, a diferencia del soviético y su Kino ­Pravda (algo así como un cine de “la absoluta verdad”), prefería acodar ligeramente una narración dramática entre el realismo capturado en cámara; lo puramente descriptivo no tiene para él fuerza suficiente para cumplir con el fondo de real interés del documental, que no es otro que una suerte de función didáctica hacia la alteridad.

    En años recientes el género endémicamente menospreciado del documental ha vivido un boom global, espoleado por la accesibilidad del formato digital.

    Pero si en anteriores renovaciones se buscó realzar la objetividad total (Cinéma Direct) o la subjetividad deconstruida con herramientas objetivas (Cinéma Verité), hoy el paradigma del cine “de lo real” parece ser el de trasformar al documentalista, más que en protagonista o tamiz creador, en una especie de Looney Tune inmiscuido en la acción/realización; un “gran controlador” con objetivos más o menos perniciosos. Y aunque hay algunos filmes sobrios, hasta de estudio antropológico, en la línea de Leacock, Rouch, o Morris, pocos son los que abordan lo “asombrosamente cierto”, la realidad cercana a veces poco visible, con la claridad, soltura y robustez de Ruiz, maestro artesano de lo sutil.

    En unos días en los que a nuestra sociedad le cuesta más que nunca mirarse al espejo, la frescura de “los clásicos” de Ruiz nos recuerda que en su trabajo de mampostero de la identidad nacional hay todavía mucho por descubrir. Y para ello decenas de medios teóricos son absurdamente inadecuados, el filme etnográfico no existe e irremediablemente nos entregamos, siempre, a la mediación de algún demiúrgico director. Esa volición pura – que nos lleva a reencontrar el resplandor interno – es lo primero que debemos agradecer a Ruiz; porque más allá del “cine de lo cierto” sólo queda la imagen de uno mismo. 

     


    (Fuente: www.la-epoca.com)


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