“Nuestro objetivo final es nada menos que lograr la integración del cine latinoamericano. Así de simple, y así de desmesurado”.
Gabriel García Márquez
Presidente (1927-2014)

CRITICA


  • Días de Santiago: el hombre encerrado en sí mismo.
    Por Juan José Beteta

    Santiago Román (interpretado por Pietro Sibille) es un joven combatiente de la infantería de marina peruana que retorna de luchar contra el terrorismo y en la guerra entre Perú y Ecuador. Al llegar a Lima encuentra que no puede adaptarse normalmente a la vida social y familiar de la ciudad.

    Pietro Sibille es un hombre encerrado en sí mismo. Mantiene unas escotillas abiertas a la ciudad, pero en general vive sumergido en un mundo propio, que sólo él conoce y que no consigue transmitir a quienes lo rodean. Incomunicación casi total. Y es que ha ido a la guerra. Ha combatido contra los “monos” y los “terrucos”. Se ha asomado al abismo y se ha sentido llamado y hasta arrastrado por ese torbellino cuyo único triunfo es sobrevivir. Después de ver el horror cara a cara, reacciona y retrocede… pero ¿hacia dónde?

    Unas escenas magníficas –en el inmenso cementerio vacío y en construcciones semi derruidas– lo colocan con sus antiguos colegas de armas. Lo reconocen como líder y Santiago siente el poder del sobreviviente. Pero incluso dentro de ese mundo militar, tan ordenado y donde la aplicación de determinadas reglas garantizan resultados previsibles, ha ocurrido un quiebre. Un quiebre profundo –la guerra terminó– y ahora ellos regresan a la vida civil, son lanzados a la ciudad, donde nadie los (re)conoce. Están allí a la deriva, navegando sin norte y, lo que es peor, sólo saben hacer una cosa: guerrear, asomarse al abismo…

    Santiago quisiera tomar las riendas de su vida y resolver los problemas de quienes lo rodean. Salvar a su cuñada (espléndida Marisela Puicón) del maltrato del conviviente, conseguir a una amante en la disco, librar a sus amigas de la droga, castigar al padre adúltero, liderar su relación de pareja. Y hace planes para ello, como si fueran operaciones de asedio o captura y repitiéndose los pasos mentalmente. Pero todo falla. Él no dirige nada, al contrario, se siente conducido, subordinado y arrastrado por los demás; cuando no rechazado. Nadie lo entiende y él no sabe tampoco por qué. Se ve obligado a interactuar en escenarios que no controla y, más aún, que rechaza.

    Sibille es una mosca encerrada dentro de una botella y para chocando rudamente con muros transparentes. Incomprensión total. Pero no nos engañemos. Su mirada no está alienada sino que nos muestra una ciudad violenta, en el taxi, en su familia, en la academia y en la misma disco. Su propia vivienda está semi vacía, los reposteros están desiertos, a la cómoda del dormitorio le faltan cajones y tampoco hay cortinas en esa casa. Eso nos describe soledad, desamparo, abandono. Por otra parte, todo es precario en la vivienda de sus padres (en lo físico y en lo emocional) y su propia vida carece de perspectivas: estudiar una carrera de tres años le resulta demasiado largo.

    Sobreviene entonces la paranoia. El abismo de la guerra es ahora el abismo de la ciudad, donde las más sencillas relaciones sociales son leídas por nuestro héroe como trampas que el mundo le tiende para probar su valor; en otros casos, como agresiones. Santiago se mueve por la ciudad como si estuviera en medio de la jungla y peleando contra enemigos encubiertos. Sibille está siempre en tensión, midiendo, calculando, desconfiando de todo y de todos. Su cuerpo, su mirada, los ojos nos sugieren un cyborg de pueblo joven. El montaje tiende a seguir sus movimientos abruptos. Muchas veces los cortes son sobre la misma imagen, cámara en mano, presentando las discontinuidades (los momentos ocultos o inciertos del protagonista); mientras que la combinación de tomas en blanco y negro y color sugiere el contraste concurrente entre esos mundos dislocados en los que se mueve Santiago y las pulsiones instintivas que lo agobian. Hay también buenos contrastes lumínicos (el suicidio del amigo) o tramos casi documentales que muestran el vértigo de la Lima emergente del nuevo siglo.

    Algunas imágenes memorables: la cabeza de Sibille echada en la arena durante la noche, el diálogo entre Santiago y su esposa montado sobre un ojo de cada uno, entre otras notables tomas bizarras aunque significativas.

    ¿La falla? Quizás faltó una estructura dramática más convencional como eje narrativo (por ejemplo: la lucha por rescatar a la cuñada o el conflicto con su esposa – por cierto, insuficientemente desarrollado), lo cual debilita un poco la intención acumulativa que justifica –a manera de crescendo dramático– la secuencia final. Pero, claro, entonces sería otra película; y esta de por sí es muy buena. No necesariamente un tratamiento más común hace que una película sea mejor.

     


     


    (Fuente: cinencuentro.com)


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