En nuestros países es cada vez más difícil desarrollar y sostener una carrera cinematográfica. La incierta infraestructura económica, la casi imposible competencia con los productos hollywoodenses y el comportamiento impredecible de la taquilla hacen que sean muy pocos los cineastas que puedan filmar con regularidad. Y si esta situación afecta a cinematografías que fueron poderosas, como la mexicana o la argentina, es mucho más palpable en los cines menores del continente, lo que producen tres o cuatro películas por año, en el mejor de los casos. En este panorama no puede menos que destacar el trabajo del peruano Francisco Lombardi, que en 25 años ha realizado once largometrajes (más algunos cortos), desde su debut en 1977 con Muerte al amanecer hasta Ojos que no ven.
La obra de Lombardi ha conseguido atraer al público nacional, ha interesado a la crítica (fundamentalmente a la de su generación, de la que formó parte en tiempos de Hablemos de cine) y, sobre todo a partir de La ciudad y los perros (1985) y La boca del lobo (1988), ha alcanzado resonancia internacional, lo que le ha permitido una amplia circulación por los festivales y especialmente el acceso a capitales extranjeros (casi siempre españoles). El camino no ha estado libre obstáculos: películas fallidas, fracasos imprevistos, algunas concesiones. Sin embargo, todas sus películas muestran a un cineasta de oficio al que en general no le gusta experimentar, prefiere trabajar en terreno seguro, recurriendo a modelos y esquemas genéricos de eficacia probada.
Hábil narrador, pulcro y directo, Lombardi ha tenido que convertirse en su propio productor (con Inca Cine, que también ha producido algunas películas ajenas), lo que lo ha obligado a superar los fracasos económicos de sus filmes más personales de los noventa (Caídos del cielo, 1991; Sin compasión, 1994; Bajo la piel, 1996) aceptando una película de encargo (No se lo digas a nadie, 1998) y adaptando una novela de Mario Vargas Llosa que parece bastante alejada de sus intereses (Pantaleón y las visitadoras, 1999). Y si esos intereses se reflejan ante todo en la mirada crítica y amarga sobre la sociedad peruana y sus instituciones que dejan ver La ciudad y los perros y La boca del lobo, Ojos que no ven marca (mucho más que Tinta roja, 2001) el regreso del mejor Lombardi. Con una narración polifónica que desarrolla la estructura de Caídos del cielo y se nutre también de Vidas cruzadas (Short Cuts, 1993) de Robert Altman y de Magnolia (1999) de Paul Thomas Anderson, para construir seis historias entrelazadas que tienen como eje un hospital público y se desarrollan durante la crisis provocada por los famosos vladivideos, que pusieron al descubierto la corrupción y la hipocresía de gran parte del gobierno peruano y sus allegados. La constatación de la enorme descomposición moral sume a guionista y director en un sombrío desencanto que no les permite encontrar ninguna salida. Porque el deterioro político contagia y corrompe igualmente las vidas personales. Pero los grandes personajes de esta historia no tienen en Ojos que no ven más que un papel secundario. Fujimori, Vladimiro Montesinos y sus cómplices sólo se hacen presentes en los noticiarios televisivos y los videos. Los protagonistas de las seis historias de Lombardi son, en cambio, los actores secundarios de la vida.
1 Don Lucho y don Víctor, dos ancianos internados en el hospital, discuten acaloradamente los sucesos de actualidad desde posiciones irreconciliables, el aprismo y el fujimorismo.
2 La atracción del ensimismado y gris Rodolfo, secretario de un juzgado, por la adolescente Eva, hija de su casera y muy dispuesta para la pachanga pero no con su pusilánime pretendiente.
3 Al ver que todo se derrumba, el agente del Servicio de Inteligencia Martín Chauca y su mujer, la maquillista Angélica, intentan infructuosamente cruzar la frontera.
4 Gonzalo, un exitoso conductor de televisión, descubre en su rostro una pequeña mancha que se convertirá en la peor de sus pesadillas.
5 Federico Peñaflor, un abogado extorsionador, promete a la estudiante Mercedes ayudarla a sacar a su padre de la cárcel, con la intención de aprovecharse de la muchacha.
6 El coronel Héctor Revoredo, dado de baja del ejército, atropella y luego secuestra, a Elena, esposa de un defensor de derechos humanos que investiga las inhumaciones clandestinas.
A pesar de las diferencias de tono entre los episodios (el 1 y el 2 son humorísticos, y el 4 está marcado por una ironía muy ácida), todas las historias resultan igualmente negras y depresivas. No hay posibilidad de final feliz: amputación, cáncer fulminante, aborto, violación, asesinato, misoginia... El deterioro social y político encuentra su reflejo en todos esos seres enfermos que no por accidente circulan alrededor de un hospital. Para sorpresa de Lombardi, Ojos que no ven recibió una mala respuesta de público en Perú. Antes de eso, el proyecto tuvo que ser rodado en alta definición (de una gran calidad, por cierto) debido a la imposibilidad de reunir el presupuesto necesario para filmarlo en cine. Vistos desde afuera, ambos problemas económicos parecen tener la misma causa: una sociedad engañada, traicionada, desmoralizada, necesita creer en algo para poder levantarse. Y la visión de Lombardi (y Giovanna Pollarolo, que como guionista es por lo menos corresponsable) es absolutamente nihilista. Y además, en la medida en que narra varias historias, va sumando los golpes, uno tras otro, con saña y alevosía. Nada se rescata, nada se salva, ni en el plano político, ni en el social, ni siquiera en el sentimental. Al terminar la película, uno se queda con la idea de que Perú se acabó.