Una desafortunada patada termina con el nuevo balón de Manuel en el fondo de una hondonada, aledaña al campo de fútbol en el que el niño juega con sus amigos. En otro lugar o en otra época, el hecho no tendría ninguna importancia, a lo sumo originaría alguna pequeña discusión para decidir quién va a buscarlo. Pero el mundo en que vive Manuel parece haberse desquiciado y la violencia más encarnizada forma parte de la cotidianidad. Ir a buscar el flamante balón, que recibió Manuel al cumplir nueve años, puede significar su muerte o la de alguno de sus amigos, porque la hondonada está sembrada de minas antipersonales. En el pequeño poblado de Antioquia (Colombia), la planicie en la que juega Manuel sirve de campo de fútbol, pero también de pista de aterrizaje para los helicópteros de las FARC o de los paramilitares, algo que cada una de las fuerzas en conflicto quiere evitar a toda costa.
Carlos César Arbeláez reconstruye en Los colores de la montaña (Premio nuevos directores, San Sebastián 2010), con la crudeza que le otorga la sinceridad, un mundo donde no parece haber mucho espacio para la inocencia infantil. Esta es perseguida, parece condenada a un despertar prematuro y forzoso a la vida adulta. Manuel debe convivir con la desaparición de sus amigos, con la deserción escolar y el éxodo forzado de sus compañeros y con las presiones que sobre su padre ejercen los grupos armados. El conflicto entre ejército, paramilitares y guerrilla se traslada incluso a los muros de su escuela, donde los graffitis cambian de acuerdo a quién ejerce momentáneamente el poder sobre el pueblo. En medio de todo ello, la vida intenta abrirse paso.
En su primer largometraje, Arbeláez, elige el punto de vista de los niños para retratar el conflicto armado que asola Colombia desde hace décadas. Se trata de una apuesta más o menos inédita dentro del cine colombiano, que le permite acercarse al tema sin apoyar explícitamente a ninguna de las tres facciones que luchan entre sí. Para Arbeláez lo que importa no son las razones de esta guerra no declarada, sino más bien sus efectos sobre la población civil, y el empeño de los campesinos por continuar viviendo, por desarrollar, a pesar de todo, una existencia digna, aunque la coerción y la coacción más irracionales lo hagan, a veces, imposible. Es por ello que el acento no está puesto en los grandes actores de la lucha. El conflicto armado permanece casi siempre en segundo plano, fuera de campo, como una amenaza que se cierne constantemente sobre los personajes, pero que sólo muestra su faz en contadas ocasiones. Arbeláez no huye de las escenas de violencia, pero sabe dosificarlas, en una búsqueda sincera por atribuirles su verdadera significación. Con ello evita la banalización del conflicto, es decir, ese acercamiento pornográfico y espectacular al que tanto nos han acostumbrado la gran mayoría de los medios de comunicación masiva.
La estrategia narrativa desarrollada por Arbeláez —el niño como protagonista y la focalización casi constante en él—, fue utilizada en forma reiterada en la última década, en películas del cono sur, para abordar desde un prisma nuevo el tema de las dictaduras de los años setenta y ochenta. Se trataba de un acercamiento a esta profunda herida social, nunca del todo cerrada, desde el punto de vista de una víctima desideologizada, completamente inocente e indefensa.
En el campo de la ficción Kamchatka, (Marcelo Piñeyro, 2002) Machuca (Andrés Wood, 2004), Paisito (Ana Díez, 2008) o el sólido cortometraje Veo veo (Benjamín Ávila, 2003) dan cuenta de esta tendencia. En el caso de los directores y de los guionistas de esas películas, el hecho de relatar historias ambientadas en la dictadura, desde los ojos de un niño, tenía mucho de autobiográfico. Esta estrategia permitía una mirada al conflicto histórico a partir de una generación que no jugó un rol protagónico en él, pero que tuvo que crecer bajo regímenes de facto y padecer sus consecuencias. Estos filmes, sobre todo Machuca, retoman en gran medida la senda abierta por Louis Malle en Adiós, muchachos (León de oro en la Mostra de Venecia en 1987), aunque a diferencia del filme del cineasta francés, ambientado en la Segunda Guerra Mundial, el conflicto en el que ahondan los latinoamericanos sigue estando muy presente en sus sociedades.
Los colores de la montaña es, en cierto sentido, heredera de esta tendencia, pero a diferencia de esas producciones el conflicto que relata Arbeláez no pertenece al pasado, y el realizador no forma parte de una segunda generación que cuestione lo que hicieron sus mayores. El recurso de la mirada infantil busca más una identificación emotiva y una denuncia en nombre de la inocencia, que un relato con tintes autobiográficos. Esto la acerca a ciertas recetas del neorrealismo italiano, del que Arbeláez —al igual otros muchos realizadores latinoamericanos— extrae también otras enseñanzas, como la utilización de autores no profesionales, la filmación fuera de estudios y la economía de recursos expresivos. El resultado es un filme sincero, que emociona profundamente, casi sin caer en los fáciles excesos del melodrama.