Hay que insistir: el dar cuenta de un marco contextual visiblemente cubano, ese denominado “color local”, y la obsesión por lo textual-literario en el trazado de las obras de la cinematografía nacional, son dos problemas decisivos ante los cuales se debate hoy el audiovisual cubano.
Ese reincidir en las marcas de “lo local” (antigualla tan volátil) impone límites al espacio de trabajo temático, pero sobre todo simbólico, de nuestro cine. “Lo cubano” como valor de cambio en el mercado de valores simbólicos de la aldea global nos deja en una posición bien incómoda de subalterno-latino-caribeño-cuerpo-movimiento, con ciertas dotes emergentes, en nuestro caso, para dorar un sueño. Pero cuando insisto en la necesidad de rebasar el gobierno de la textualidad en el audiovisual cubano quiero decir que se hace urgente explorar las potencialidades lingüísticas del lenguaje cinematográfico. Ello es un reclamo que vale para el cine actual en general, cuyo apego por la fábula, por el logos en tanto que demanda de sentido (aquel principio de las ideas que decía Platón), ese Verbo regimentador de las estructuras de la realidad y de su explicación, depende en el cine en general de su matriz literaria. También en nuestro cine se da la necesidad de mantener bajo control el sentido, a través de una actitud que explica la masculinidad reinante en el panorama de la realización de cine local. De ahí que la aparición de un discurso femenino en nuestro audiovisual necesite ser algo más que un asunto de mera diversidad sexual.
Patricia Ramos hizo su debut en la dirección de ficción en 2004, después de graduarse en la EICTV en la especialidad de guión. Su primer corto fue Na Na, donde refería la historia de dos niños a quienes las ambiciones materiales de sus respectivas familias y hechos fortuitos aproximan y luego separan. Ya en este corto Patricia demostró su capacidad para construir con poquísimos elementos el paisaje emocional de un grupo de personajes, donde cada elemento del mundo objetual contribuía a engrosar el sentido de la parábola tejida en torno a la solidaridad y la fidelidad al otro.
Ahora Patricia estrena su segundo corto: El patio de mi casa. Otra vez está aquí el paisaje sensible de una familia, ahora con el patio, el lavadero y las tendederas como escenario. Esta unidad de lugar, reforzada por un tiempo plomizo, continuo, reconcentrado, que parece detenido al interior de ese micromundo, es justamente el primer elemento que contribuye a subrayar su condición de universo aparte, como también de reclusión.
El patio de mi casa se extiende a lo largo de doce minutos de difícil sinopsis, pues el relato es delgadísimo, el peso literario es poco y los diálogos son inexistentes, pues se limitan a frases sueltas y a una breve conversación. Se renuncia casi a la construcción dramática, optando por un juego tonal, de atmósfera. En fin: la madre lava, los niños juegan con agua, la abuela se adormece en un sillón, el abuelo entra y sale, mientras un obrero de la electricidad repara algo en el tendido y asiste, en calidad de ojo aéreo, a la escena.
Lo anterior pudiera resultar paradójico ante el hecho de que El patio de mi casa resultó el guión premiado en el primer concurso de cortos de la productora Caminos, del Centro Martin Luther King Jr. Mas, la constitución audiovisual de esta película depende sobre todo de su cualidad sinestésica, de la asociación de sensaciones de naturaleza distinta que sugiere su entramado. Y El patio de mi casa insinúa paz, una paz interior que está en cada uno de sus personajes, en la naturalidad con que habitan su mundo sin otra ambición que estar en él, al tiempo que sueñan un universo ideal, el cual vislumbran en aquellos momentos en que la madre y la abuela, y al final todos, se adormecen y habitan un paisaje onírico distinto y acaso mejor al que en vida les ha tocado.
Cuando uno acaba de ver El patio de mi casa siente que ha estado en ese mundo, que ha tocado la humedad de ese patio y olido la limpieza de la tela recién lavada. La sensación táctil que provoca aquel plano en el cual los niños juegan a proyectar sus cuerpos como sobre la tela del viento contra las sábanas tendidas, tiene que ser entendido por las terminaciones nerviosas de la piel antes que por el animal racional que cada espectador está habituado a ser.
Aquí la música, la puesta en cámara, el ritmo del montaje, la constitución sonora general, contribuyen a transportarnos a ese mundo reconocible, por cotidiano. Pero es sobre todo la fotografía de Lily Suárez, que cuidó la temperatura de luz como un valor sensorio insustituible, y que no tuvo reparos en resolver con efectividad y esteticismo (léase “fotografía bonita”) el tratamiento visual de este universo, sin por ello obviar su dureza, lo que constituye un elemento decisivo.
Esto, y los excelentes desempeños de los actores, quienes dependen más que nada de sus cuerpos para comunicarnos estados de ánimo que no estarían mejor definidos en los diálogos o en las vueltas y revueltas de una trama. Marta del Río y Norberto Blanco consiguen una pareja hermosa, mientras que Beatriz Viñas se confirma como una de las mejores actrices jóvenes, acaso junto a Tamara Venereo los mayores descubrimientos del corto cubano reciente. Otra vez obtiene Patricia de los niños actores naturalidad y expresión dúctil. Uno se siente tentado a afirmar que Patricia, por ser mujer, es capaz de construir este paisaje sensible incomparablemente mejor que cualquier realizador hombre. Prefiero pensar, en cambio, que la intuición y no el cálculo la llevan a obtener un resultado lleno de afectos y verdad dramática sin sacrificar por ello las herramientas lingüísticas del cine a favor de un relato propio del discurso literario más que de la generación de sentidos a partir de lo propiamente audiovisual. Y conste que El patio de mi casa no es cine abstracto ni puro juego formalista o experimental, sino un texto realista, narrativo, tradicional.
He aquí, por cierto, una obra que no hace concesiones al cubaneo ni a la estetización de la pobreza tan en boga. Sin embargo, no rehuye tratar una realidad epocal y local reconocible, por extensión cubana. Pero para ello no subordina su lenguaje al universo de relaciones que representa. Quiero decir: no hace del contexto su tema; le interesa ante todo la dimensión humana de sus personajes. Y ello consigue comunicación abierta y democrática.