Que Fernando Pérez se ha embarcado en un trabajo con las herramientas de la ficción para hacerlas ir más allá de la epidérmica y sumaria representación de los conflictos del hombre es un rasgo que se había vuelto demasiado visible en su cine. Madagascar y La vida es silbar fueron dos momentos de una búsqueda simbólica que parecían negados con Suite Habana. En esta última, la aproximación al nervioso ritmo de la vida de un grupo de seres reales, que viven su vida ante la cámara, era la coartada para apresar al Hombre en silencio, meditabundo, ansioso por romper la película opresiva de lo real para irse a los parajes de la posibilidad, o del sueño, según se vea.
De ahí que no sea tan extraña su apuesta en Madrigal (2007). Es esta una película que se debate en el terreno de la metafísica. Cualquier conexión que establezcamos entre su fábula y los eventos de una circunstancia real, concreta, será caprichoso. Madrigal construye un mundo fictivo que tiene su eje y centro de expresión más fiel en el escenario teatral donde se desarrollan buena parte de los hechos que refiere, donde conviven los personajes y sus otros en la representación. Y lo fictivo encuentra sutiles ramificaciones en cada situación, si se toma en cuenta que el director quiere que sintamos la simulación como un elemento decisivo tanto en la vida de sus personajes como en la constitución de lo real.
Pero decía que Madrigal escoge para su enunciación una ubicación en lo inmaterial, en lo metafísico. Ello, porque la preocupación de Fernando aquí es nuevamente debatir asuntos del alma humana. De ahí que le venga como anillo al dedo el procedimiento del madrigal, tipo de composición musical para varias voces, de contenido amoroso, satírico o alegórico. A partir de tales mecanismos, pero sobre todo de la alegoría, Madrigal busca debatir la esencia del ser humano. Su toma de distancia metafórica es aliviada a través del uso de un tempo lírico, de una serie de diálogos cargados de oblicuidad, de elementos constitutivos de lo sobreentendido como poético.
Ese procedimiento ha sido en general pasto de la crítica. La focalización en un trabajo sobre la alegoría poética ha soportado el riesgo de parecer ridícula, solemne. Carga con el peligro que supone utilizar una y otra vez la figura retórica del corazón para referirse a los sentimientos, o de poner en boca de sus personajes parlamentos inverosímiles en un relato realista, y este no lo es. Y es que Fernando escoge la pura y simple poesía para expresarse, pero a ratos la sobreimpone al relato, en vez de permitir que esta fluya natural desde su interior.
Esta clase de forcejeo con el peso literario de la narración es lo que, por ejemplo, resiente el tejido de la historia de amor de la pareja protagónica. Los diálogos entre ambos resultan la herramienta fundamental de visualizar la evolución de los afectos entre ellos, así como los antagonismos con otros que censuran un amor cercado por toda clase de prejuicios. Prejuicios que, por otra parte, tienden a reblandecer la densidad de la composición: Luisita es gorda, melancólica, culta, solitaria, con casa propia; Javier es un picaflor sobresexualizado, sin residencia fija, inseguro. Nada más sencillo que urdir un conflicto de contrarios donde el segundo se redime a través de la primera.
Esta necesidad de expresar lo interno, de imponerle al cine la violencia de formular de manera figurativa esencias inexpresables sin caer en un simbolismo incomunicable, hace que Madrigal construya desde el inicio un paraje extraño, una pararealidad en la cual podemos hallar signos propios del presente y hasta de Cuba, pero no está aquí La Habana que ha buscado desde todos los ángulos posibles el cine de Fernando, sino un mundo mortecino, en permanente ocaso. Acaso una Habana desplazada, o de revés. El trabajo fotográfico de Raúl Pérez Ureta consigue una madurez indiscutible cuando fabrica esa pararealidad atemporal y gélida, en composiciones complejas que permiten la abundancia de profundidades de campo que resultan de la experimentación con un modelo de cámara de alta definición que es la más sofisticada que se haya usado en película cubana alguna. Otro tanto merece la dirección de arte de Eric Grass, quien usa poquísimos recursos para hacer desaparecer La Habana en ese universo paralelo que es y no es esta ciudad donde vivimos. Ambos consiguen que el recurso esté sin notarse, lo cual es la total madurez del trabajo expresivo del artista.
A pesar de su ambición de prolijidad, Fernando penetra en Madrigal la crisis moral de nuestro tiempo más allá de los lugares comunes de poner sentimientos contra dinero y cosas por el estilo. Insiste en sus metáforas, las que ha arrastrado durante todo su cine, metáforas provocadas por una demanda moral muy fuerte, por hacer de su cine algo que nos mejore y nos reconozca desde nuestra complejidad. Pero en esta película va más lejos.
Uno de los problemas del cine de Fernando ha sido siempre su inclinación a idealizar. Ello vale en Madrigal sobre todo para un personaje como el de Luisita, interpretado por Liety Chaviano. No obstante, a lo largo de toda la película persiste la necesidad de preguntarse si la idealización sirve para algo tanto en materia de vida como de arte. Por eso esta es una reflexión sobre Fernando mismo, sobre su función como artista, sobre el sentido de esa experiencia compartida que llamamos cine, sobre la responsabilidad de compartir con otros sentimientos y sensaciones que podrían engañarnos o manipularnos.
Esto que digo supone un desvío del consciente espectatorial, de la actitud enajenada que exige el cine tradicional, el cual demanda un extrañamiento para pasar a habitar esa dimensión de la realidad en la que somos otros por un rato. Madrigal no rehuye hacer un trato con el inconsciente colectivo, pero lo rompe una vez y otra al quebrar la ideología del espectador, tan acostumbrado a las soluciones pedestres y lineales. En cambio, esta película exige establecer un diálogo con lo trascendental, un observarse desde aquello que nos constituye en tanto que seres humanos. Quiero decir que nos obliga a revisar insistentemente el sentido de lo humano (como se repite sin cesar durante Madrigal: “ángel o bestia, o ambos a la vez”), para cuestionarse y cuestionarnos si acaso nos hallamos en medio de un profundo desvío de los atributos cardinales de la existencia.
Probablemente sea esta la película donde Fernando se nos entregue más en carne viva. Donde es despiadadamente sincero. Donde se abandona incluso a un segundo relato (la representación del desplazamiento simbólico que ha urdido como escritor el personaje protagónico) en el cual Javier, que ha engañado a Luisita y la ha conducido a la muerte, escribe un relato en el cual se redime al sacrificarse por otro, en este caso una adolescente. O sea, si de algo sirve el arte es para purificarnos, eso ya lo sabían los griegos, pero, ¿de qué sirve si no nos purificamos en vida?
Todo lo anterior me conduce a pensar que Fernando ha llegado con Madrigal a su madurez como ser humano. Nos ha estado diciendo todo su cine que miremos al otro con la misma piedad con que nos miramos. Ahora agrega que, más importante que el acto de simbolizar la vida es la vida misma. Que la función más destacada de imaginar es devolvernos a la existencia con la conciencia de que esta es más importante que el arte. Que la demanda formal en el arte supone un compromiso ético con los demás, pero sobre todo con uno mismo. Que el artista se salva debiéndose a los otros, a aquel a quien habla. Que es un hombre de servicio, aunque, paradójicamente, su obra no tenga una utilidad concreta.
Madrigal es un ejemplo de diálogo complejo con la realidad desde el arte. Un ejemplo de eso, que tanto se repite, según lo cual el artista tiene que ir más allá de su tiempo y de su contexto para lograr la comunión con lo eterno. En el caso del cine cubano, después de ser registro y testimonio de su circunstancia, de funcionar luego como juicio crítico sobre ella, como discurso que pone en cuestión la historia oficial, para más tarde transformarse en alegoría, ¿no va siendo hora ya de simbolizar sin acogerse a marco referencial alguno? Madrigal podría ser un inicio prometedor si sus manchas no impidieran a tantos ver la luz que arroja su belleza.