Humberto Solás reconoció que Cecilia era su mejor película, la más estudiada y la que fue hecha con mayor rigor y significó un esfuerzo mayor. Fue su película preferida, sobre todo por el hecho de que significó replantear la libertad del creador.
Visto en su devenir histórico, el cine cubano presenta al principio de cada década, un título polémico, controversial, provocador de opiniones y posiciones encontradas: a comienzo de los años 60 está el documental PM; diez años después, Un día de noviembre; en 1981 se produce Cecilia, y para iniciar los complejos años 90, y el periodo especial aparece Alicia en el pueblo de Maravillas, cuatro filmes marcados por la conmoción negativa que provocaron. Cecilia, en particular, marcó la crisis de la institución llamada ICAIC en tanto impulsora de un cine de autor de inclinación histórica o literaria, y condujo al replanteamiento de las relaciones entre la principal productora de cine en Cuba y el público masivo.
Jamás se había cuestionado tanto en Cuba la calidad de una película, y la política de desarrollo de una institución cultural como en los meses posteriores al estreno de la superproducción dirigida por Humberto Solás. Fue tanta la alharaca, fueron tantos los críticos ensañados y los periodistas dispuestos a ofrecer una imagen negativa de la película, que Cecilia propició un cambio de dirección (Julio García Espinosa tomó el mando en sustitución de Alfredo Guevara) y de política de producción, pues la mayor parte de los filmes generados luego de 1983 se alejarían de la corriente acendradamente autoral e historicista, y derivarían hacia la cultura popular, lo contemporáneo y genérico, principalmente dentro de los códigos de la comedia de costumbres.
Desde 1975, en el texto “Una imagen recorre el mundo”, Julio García Espinosa se había referido críticamente a la actitud aristocrática de quienes desdeñaban el cine comercial, y sostenía la necesidad de una dramaturgia de lo cotidiano, que ofreciera respuestas a las exigencias del público y a los principios industriales del cine. Las dos primeras películas que representaron esta voluntad expedita de acercamiento al espectador masivo, luego de la crisis marcada por Cecilia, fueron Se permuta (1983, Juan Carlos Tabío) y Los pájaros tirándole a la escopeta (1984, Rolando Díaz), dos comedias citadinas de sátira costumbrista, que impusieron algunos de los grandes temas predominantes en esta década: la nueva generación, el relevo juvenil y su búsqueda de un lugar satisfactorio en la sociedad.
Pero antes de la polémica, Cecilia se consideraba la película más importante producida por el cine cubano en una década. Con guion de Humberto Solás, Nelson Rodríguez (también editor), Jorge Ramos y Norma Torrado, basada libremente en una de las novelas más significativas de la literatura cubana, Cecilia Valdés, de Cirilo Villaverde, con preciosista fotografía de Livio Delgado, música de Leo Brouwer, y un elenco integrado por Daisy Granados (Cecilia), Imanol Arias (Leonardo), Raquel Revuelta (doña Rosa), Miguel Benavides (José Dolores), Eslinda Núñez (Isabel) y Nelson Villagra (Don Cándido), el filme clasificó para competir en el festival de Cannes, un privilegio obtenido por muy pocas producciones de la isla.
El mayor y más prestigioso de los festivales internacionales de cine había recibido solo tres títulos con producción cubana en la Sección Oficial competitiva: El otro Cristóbal (1963) dirigida por el francés Armand Gatti; El recurso del método (1978) dirigida por el chileno Miguel Littín y Los sobrevivientes, de Tomás Gutiérrez Alea, en 1979.
En las mismas fechas en que Cecilia entra en Cannes, le habían entregado el premio Nobel al escritor colombiano Gabriel García Márquez y lo nombraron miembro del jurado. De este modo, el autor de Cien años de soledad participó en la decisión de premiar con la Palma de Oro, empatados, al filme turco Yol (que había dirigido Yilmaz Guney desde la cárcel) y la norteamericana Missing, denuncia de Costa Gavras sobre la participación de Estados Unidos en el golpe militar contra Salvador Allende, en Chile. Al final del evento, el escritor protestó airadamente ante la dirección del Festival porque entendió que hubo una manipulación para impedir que fuera premiada Cecilia, con el pretexto de que ya había demasiadas películas de izquierda galardonadas. Según declaró el escritor, la película cubana contribuía a ilustrar los procesos de formación de identidad no solo en la mayor de las Antillas, sino en una vasta zona del Caribe americano.
A pesar de la mal intencionada saña con que fue embestida por un sector importante de los medios y de la crítica nacional, Cecilia contribuía artísticamente al caudal de filmes cubanos producidos desde la voluntad del ICAIC por recrear los orígenes de la nación a partir de reflexionar sobre el período colonial y esclavista.
Desde el primer cuento de Lucía, hasta el popularísimo dibujo animado Elpidio Valdés (1979, Juan Padrón), pasando por La primera carga al machete (1969) de Manuel Octavio Gómez, Una pelea cubana contra los demonios y La última cena (1972 y 1976) de Tomás Gutiérrez Alea; El otro Francisco, Rancheador y Maluala, todas dirigidas por Sergio Giral respectivamente en 1974, 1976 y 1979, entre otras, desbrozaron el camino para Cecilia, la cual significó, y el hecho concreto tampoco puede negarse, un despliegue de recursos inusitado en nuestro medio, largos meses de rodaje, tres versiones distintas, un cuidado preciosista en la dirección de arte y la fotografía, porque Humberto Solás tal vez intentaba colocar al cine cubano al nivel de Iván El Terrible, Gatopardo o Lo que el viento se llevó.
Llevar a término Cecilia implicó la semiparálisis productiva del ICAIC (en 1981 se estrenó solamente otro largometraje de ficción: Polvo rojo) puesto que la realización condujo a gastos que ascendieron a niveles desconocidos en Cuba hasta ese momento. Solás representaba en esta obra los ideales altaculturistas del cine de autor a la europea, al tiempo que colocaba a los creadores cubanos a tono con cierto tipo de cine iberoamericano y europeo de extracción literaria, giros surrealistas y oníricos, ampulosidad retórica, subrayado estilístico y confirmación nacionalista mediante el folclor. Recordemos títulos similares, en alguna medida, y más o menos contemporáneos como El recurso del método, de Miguel Littín; Eréndira, de Ruy Guerra; Camila, de María Luisa Bemberg; Oriana, de Fina Torres; Gabriela, de Bruno Barreto, entre otras.
Desde los tiempos de Lucía (1968) destacaba el regusto de Solás por recrear enfática y melodramáticamente los signos culturales del pretérito, con un espesor filosófico, artístico e historicista que con frecuencia abrevaba en la literatura, la plástica, la música y la arquitectura, las cuatro fuentes nutricias de su filmografía. A pesar de que la película fue atacada en Cuba hasta el punto de que su autor se planteara momentáneamente abandonar el cine, en el período de Julio García Espinosa, Solás rodó otras tres películas históricas, las dos primeras bajo el sello del bajo presupuesto (Amada en 1983 y Un hombre de éxito en 1986) y la tercera, estrenada en 1992, nos regresa al autor de vuelta a la superproducción historicista y literaria: El siglo de las luces (1992) que ilustra casi textualmente las páginas de Alejo Carpentier.
Cecilia, Amada, Un hombre de éxito y El siglo de las luces componen retablos más o menos espectaculares y genéricos donde se ilustra “la tragedia del hombre que trata (muchas veces inútilmente) de encontrar el hilo de su destino en medio del tráfago de un mundo donde la Historia se escribe con mayúsculas, donde la Historia se ha convertido en dueña, en señora, en tirana, en diosa”, por decirlo con las palabras del escritor cubano Abilio Estévez. En particular Cecilia significa una suerte de reinicio en el cine de Humberto Solás, luego de la década del 70, con la dilación por cinco años del estreno de Un día de noviembre, y el evidente compromiso ideológico de los documentales Simparelé (1974), Nacer en Leningrado (1977) y del largometraje vanguardista y panfletario Cantanta de Chile (1975).
Con Cecilia, Solás continuaba y sintetizaba el interés por el pretérito, típico del cine cubano de los años 70, a través de la óptica del cine de autor, que el director cubano interpreta mediante la recreación de ficciones realistas y románticas, de espesor literario y melodramático.
Pero el mejor y más crítico cronista de Cecilia fue el propio Humberto. En declaraciones tomadas de diversas entrevistas, entre otras, las que aparecen en La Gaceta de Cuba, mayo-junio de 1993 y en Revolución y Cultura, noviembre de 1988, el cineasta aseguraba que la película significaba lo que todos sabemos: "una versión libérrima de la obra de Cirilo Villaverde. (…) Me di a la tarea de imaginar todo lo que el escritor había escamoteado, lo que se había autocensurado, y lo puse en la película. Eso fue considerado un acto sacrílego… No me arrepiento de lo que hice, aunque sea una película muy irregular".
En otra entrevista explica sus propósitos: "Con Cecilia me propuse superar una visión un poco mojigata, edulcorada, de esa iconografía tipo Landaluce, y quizá no lo logré. Quise ir más allá de los atavismos y prejuicios que habían podido limitar a la novela y me sumergí en una aventura de cuyas consecuencias estaba muy consciente. Tal vez resultó demasiado obvio el intento de imbricar la historia de los personajes con el acontecimiento social. Pero yo quería evitar el paternalismo racista que sentía en la obra literaria y patentizar mi criterio de la cultura cubana como una cultura de sincretismo. Con la perspectiva que hoy me da el tiempo, reconozco que Cecilia tiene muchos altibajos, con momentos muy logrados y otros poco felices, pero creo que su crítica sobrepasó los marcos del enjuiciamiento de la obra artística, porque había, además, otras motivaciones que yo calificaría de políticas, sectarismos de grupos que querían hegemonizar la vida cultural del país".
Mario Rodríguez Alemán lideró los más virulentos ataques contra la película en los artículos “Algunas observaciones preliminares” y “Cecilia vs. Cecilia Valdés”, aparecidos en el periódico Trabajadores el 12 y el 13 de julio de 1982. Escribió el respetable crítico que "valdría la pena hacer una «versión libre» de una obra que de este modo gane fuerza y expresividad artística al convertirse en filme. Pero no así, cuando, como en este caso, Cecilia es una realización desigual, decepcionante, inadmisible si se compara con la novela. (…) peca de ampulosidad, de rebuscamientos innecesarios, de un tratamiento freudiano que se aparta de la línea del realismo crítico que siguió Villaverde en su novela. (…) El filme es aún menos realista que la novela, porque está más en función del mito del sincretismo religioso afrocubano -Villaverde trata, pero de paso, y nunca de este modo, porque para él esto es secundario- que de la anécdota de los hermanos incestuosos, de la verdadera y profunda denuncia antiesclavista, del costumbrismo y el folclor tan bien diseñados, y del melodrama de tolerable aceptación. El filme tiene implicaciones románticas y melodramáticas de subido tono, su carga realista es de segundo orden, y el reflejo de los verdaderos problemas sociales y políticos, que presenta el original villaverdiano, pasan a un plano secundario para dar prioridad al mito, al onirismo y a un misticismo de subido tono y a un folclorismo constante".
Otro de los fuertes ataques, amparado en la solicitud de mayor realismo a una película que se distinguía por su vocación onírica, provino de Eliseo Alberto Diego en “Cecilia, entre la pluma y la pantalla”, aparecido en El Caimán Barbudo, agosto de 1982: "La Cecilia sin apellido que en estos días se ha visto en los principales circuitos cinematográficos del país decepciona, en mi opinión, por una razón vital -y por tanto, cultural- no tiene vida. O la vida que ofrece no es aceptada por la mayoría de un público que había hecho suya su primogénita encarnación literaria.
(…) La concepción cinematográfica de Cecilia, que utiliza con marcada preferencia un lenguaje simbólico y metafórico, dejó fuera de su versión libre la parábola epicéntrica de la novela original (el símbolo que supone la condición de hermanos entre Cecilia y Leonardo Gamboa) y la sustituyó por una relación traumatizante, histérica, contraproducente, entre doña Rosa y su hijo Leonardo. Esta sustitución no aporta en sí misma ningún elemento enriquecedor; por el contrario, sobrecarga la estructura dramática de la trama con un peso adicional, gratuito, y en mi opinión, prescindible.
(…) Considero que la politización "mal resuelta" de la anécdota (el esclavo perseguido, por ejemplo) y la magnificación de los protagonistas (Pimienta-patriota-Shangó y Cecilia-simpatizante-Oshún) no resultan convincentes. El tono metafórico del lenguaje escogido no basta para justificar el tratamiento, en ocasiones panfletario, de la anécdota.
(…) Solás no logró encontrar una armónica solución artística a los complejos problemas que se crearon con la pretensión de convertir la anécdota en una alegoría histórica, representar plásticamente el sincretismo cultural cubano y unificar, en un código metafórico de singularísima interpretación, la realidad histórica, la mitología, la literatura y el cine.
Por su parte, Humberto reconoció más de una vez que Cecilia era su mejor película, la más estudiada y la que fue hecha con mayor rigor y significó un esfuerzo mayor. Siempre fue su película preferida, sobre todo por el hecho de que significó replantear la libertad del creador. Cecilia Valdés era una novela con la cual el cineasta ya no se identificaba a finales del siglo XX, y decidió remodelarla a su gusto. Fue un ejercicio de libertad muy fuerte que asumía un clásico de la literatura con un criterio de remodelación y revisión. El resultado convulsionó el ambiente social cubano y durante muchos meses la prensa cubana habló de cine mucho más que en los 20 años anteriores.
Alfredo Guevara en “Autoentrevista”, revista Cine Cubano, número 145, escribe que "no se pudo comprender entonces la importancia que no ya para el cine, sino para Cuba y su identidad, tiene esta obra de Humberto Solás. Hoy me atrevo a decir que si los estudiantes de enseñanza media y preuniversitaria vieran como parte de su formación Cecilia, en su versión larga, que sería mejor decir completa, de cinco horas, pudieran aprobar con Sobresaliente, el punteo más alto, la asignatura fundamental, Historia de Cuba. En ese filme está todo, y lo esencial. (…) Cecilia es obra paradigmática. Como lo fue Lucía. Trilogía iniciática, la historia, la identidad, la universalidad: obra más martiana no puede haberla. Lucía, Cecilia y El siglo de las luces. El cómo, el quién, el desborde".
Cecilia es toda barroquismo, tensión y distorsión, sobre todo por ese particular estilo discursivo sustentado en las acumulaciones desmesuradas y polifónicas, para recrear situaciones sin salida y personajes patéticos, condenados de antemano a la desintegración, aherrojados no solo por los conflictos pasionales de ascendencia melodramática y literaria, sino por la visión contemporánea del cineasta que le aduce numerosos retorcimientos a una sociedad en decadencia. Porque con todo y sus momentos oníricos o surrealistas -empleados mayormente para poner en imágenes la religiosidad yoruba- el filme procedía a exponer cada personaje real desde las perspectivas netamente clasista y racial, en consonancia con el realismo socialista entronizado durante el decenio previo al estreno del filme. Hay varios momentos en que se hace evidente, tal vez demasiado evidente, que la perspectiva caracterológica y los diálogos que enuncian los personajes, provienen del análisis marxista y clasista de la historia.
Independientemente de los juicios de unos u otros, Cecilia destaca sobre todo por la intencionalidad dramática de la iluminación y del color, la vitalidad de los movimientos de cámara, la calculada y pictórica expresividad del encuadre, lo abigarrado y prolijo de la escenografía, así como el subrayado obsesivo de los histriones. Cecilia explica y reinterpreta el proceso de intercambio de valores y esencias que ha dado lugar a lo que somos hoy; describe el espesor de esta amalgama étnica y cultural, e ilustra el proceso de recodificación (llamado sincretismo) que se ha verificado en la isla en términos de arte, religión, costumbres, maneras de ser y de pensar. Metas tan altas no podían alcanzarse a través de la mera ilustración de un texto romántico, ni mucho menos mediante la aristotélica narratividad característica del cine comercial al uso. Esta era la época en que estaban de moda las películas entendidas en tanto obras de arte.