“Nuestro objetivo final es nada menos que lograr la integración del cine latinoamericano. Así de simple, y así de desmesurado”.
Gabriel García Márquez
Presidente (1927-2014)

ARTICULO


  • La itinerante persistencia de Lezama
    Por Gabriel Caparó

    1
    La culpa es de Lezama. Treinta años sin aprender a morirse, abanicándose en su sillón de Trocadero con una calma fantasmal, casi literaria. Todos los días, a las seis de la tarde, el poeta prende un habano y comienza una deliciosa tertulia con el tiempo y la quietud de su casa. Lo sé porque a menudo me envía su rogativa por más tabaco. Pero ayer solicitaba estrictamente Por Larrañaga, su favorito. Comprendí enseguida que por la Habana Vieja soplaban aires de circunstancia y decidí llevarle la carga personalmente.

    Subí todo Prado y al doblar por Trocadero me sorprendió la caravana de camiones del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos, parqueados alrededor de su casa. Un avispero de gente los vaciaba con sorprendente celeridad y, aliviados por la temporal ligereza, los camiones dejaban fulgurar en su carrocería el título de la película: El viajero inmóvil.

    2

    En medio de la calle, en el centro del avispero, su director Tomás Piard camina inquieto y reflexivo. Detrás lo sigue un guión, una historia, una telaraña que tiembla. No intenten imaginárselo: es difícil percibir la historia en este momento del rodaje, ella es aún una nube que persigue a Tomás, como un aroma impaciente que se desvanece cuando el director se vuelve y le pregunta a la nada: “¿Entramos?”

    Entonces comprendo que en estos días José Lezama Lima no ha tenido descanso en su hogar; va de un lado a otro, esquivando trípodes y escaleras, cables y luces, con su arte fantasmal y curioso, husmeando entre perchas de vestuario y cajas de utilería, mirando los mil secretos del maquillaje, aprendiendo cómo se hace una película, o cómo se le hace una película, porque el poeta cubano es el centro de esta aventura, aunque en medio del torbellino la palabra que más se repita sea Paradiso.

    “La novela Paradiso es un pretexto para hablar de Lezama —señala Tomás—, porque intentar una adaptación de Paradiso al cine sería un fiasco total: jamás las imágenes audiovisuales podrán emular con las imágenes literarias. Se podría recrear las anécdotas de la novela, pero eso sería muy chato. Por eso introduzco un muchacho de nuestra época que entrevista a Lezama, y ya es mi punto de vista. La película muestra cómo yo veo a Lezama, a lo mejor no como Lezama era.”

    Pero no puede advertirme mucho el director: en un rodaje el tiempo no lo decide un reloj, sino un plan de producción, y justamente el productor de la película, Humberto Hernández, lo solicita desde el puesto de mando. Así que me quedo solo en medio de la tempestad humana, donde todos corren de un lado a otro, todos tienen algo que hacer. Hasta que Lezama me rescata: “Vamos, te enseñaré la cámara. Es una Z1, una discreta prima en la estirpe de las HD”, y sorteamos el universo industrial de un largometraje, introducido a empellones en un recinto tan estrecho como el de la pequeña vivienda en la calle Trocadero.

    Nos acercamos a Pepe Riera, el director de fotografía, y justo cuando se levanta a saludar, el poeta desaparece. Estoy nuevamente solo, pero Pepe tiene cara de buen amigo, así que lo saludo como mejor se saluda a un fotógrafo, preguntándole por la imagen.

    “La cámara da muy buena respuesta de tonalidades —me explica reproduciendo una toma filmada el día anterior—. Estoy utilizando una iluminación caliente para lograr un tratamiento de época, le añado un filtro difusor que aminora contrastes, y ahí tenemos una apariencia de años 30.” Miro en la pantalla, y veo un plano filmado en una locación diferente a la de esta noche, mucho mayor. Cuando voy a preguntarle, Tomás surge a lo lejos: “Pepe, por favor”, y el fotógrafo, antes de desvanecerse me aclara: “un minuto”, pero ya sabemos que no será un minuto, así que sigo mirando la toma que corre en la pantalla de la Z1.

    —Eso fue anoche, en la casa de Prado —susurra Lezama a mis espaldas—, durante el almuerzo con toda la familia de José Cemí. Entremos.

    —¿Adónde? —le pregunto.

    Y el poeta me señala la pantalla de la cámara, pero antes de que yo desenvuelva mi habitual resoplido de incredulidad, él me empuja con ímpetu literario hacia la imagen y aquí estamos —no me pregunten, no intenten explicárselo, pero ahora es el día anterior—, estamos en un comedor enorme, escoltado por imponentes ventanales donde sus cortinajes amarillos danzan a coro. Una formidable mesa central está servida para varios comensales, cada cual con tres cubiertos severamente vigilados por candelabros, servilletas y una enigmática fuente de lirios y gladiolos al centro. La vajilla es impecable, las sillas altas de caoba antigua lucen parientes del mobiliario que rodea la habitación. En la pared más cercana reposa un bajorrelieve de La última cena, los muros laterales exhiben platos de bronce y allá, en la última pared, un abismal espejo se expande, como posible salida del delirio.

    En la casa de Prado se repite el mismo hormigueo nocturno, el trepidante ejercicio de colmena que sincroniza a todo el equipo de realización. Por allá corre Denis —el productor de rodaje, encargado de aceitar el mecanismo de esta relojería—, corre atravesando el recinto de veinte por diez metros, le dice algo a William, el jefe del grupo de iluminación y continúa. William, a su vez le indica a los electricistas que, sobre las enormes escaleras, ajustan la imponente iluminación requerida: una batería de Kinos colgados sobre la mesa, lámparas de 500 hasta 1200 desde la pared de los ventanales, rebotadores por doquier, y allá en la esquina un monstruoso HMI, que ruge su escándalo de luz y completa esta red sinfónica, que a medida que se enciende, va eliminando todo vestigio de sombra. Aumenta la temperatura mientras se acerca el inicio de la filmación. Sin descanso, el grupo de William monta un dolly a lo largo de la mesa.

    Una persona va de un lado a otro del gran salón con una presteza de campeonato, parece que está en varios lugares a la vez: es Ernesto, el joven director asistente, que con solo 23 años actúa como eficaz enlace entre Tomás y el resto del equipo. Posee un dominio total de la historia, de los tiempos, de los planos filmados y por filmar… Se le escucha siempre: tiene a su cargo las voces de mando y las desliza, ya sutilmente cuando son individuales, ya con ímpetu baritonal cuando se dirige a la multitud. Voces de mando y preguntas, muchas preguntas; como ahora, que indaga con el equipo de maquillaje cuánto falta para que los actores estén listos, luego de haber sido enfundados en sus vestuarios de época. Martha, la maquillista, le responde y allá va Ernesto, donde Tomás, con un atrevido pronóstico de los minutos que faltan para que la cámara comience a grabar.

    Y de repente, aparecen Félix y Kike, el montador y el utilero del set, que bajo las ordenanzas de Villita, director de arte, orquestan una procesión de ayudantes que avanzan con platos de soufflé de mariscos, tomates rellenos, rodajas de papa y zanahoria en salsa blanca, panecillos recién horneados, fuentes de arroz, pavo asado, rollos de queso y lechuga, jarras de jugo de naranja y, por último, los insuperables flanes lezamianos. Todo queda dispuesto en el mueble imponente, revestido por un finísimo mantel, donde una gota de remolacha devendría un escándalo sangriento, crucemos los dedos.

    Los actores entran en la locación y, desde los más veteranos hasta los iniciados, dedican un segundo a la fascinación de la cena, un saludo al pasaje de la novela. Lezama asiente a mi lado, como respondiendo el saludo a cada uno. Ahí está Eslinda Núñez interpretando a Rialta, la madre de José Cemí, a su vez encarnado por Georbis Martínez; Jorge Martínez que es el Coronel, Herminia Sánchez convirtiéndose en Doña Augusta, Julio Quesada en el tío Alberto, Miguel Montesco en Demetrio, Jorge Alí en Santurce, Lavinia Castro en Leticia y Rafael Hernández, en Apolo aparecido.

    Todos van tomando su lugar en la mesa. Pero cuando ya los puestos están ocupados en su totalidad, siguen entrando actores. Allá se reúne un grupo de jóvenes, como estudiantes universitarios de los años 30, y más acá se agrupa un cuerpo de policías, que termina de ajustarse el verosímil universo de macanas, cinturones, pistolas y gorras. No entiendo bien la mezcla y aprovecho la cercanía de Patricia —la script de la película, encargada de velar celosamente por la continuidad de cada plano—, para preguntarle por esa extraña combinación de personajes y ámbitos.

    “Los estudiantes realizarán una protesta universitaria —me aclara la joven—, pero interviene la policía y se armará la buena”. Entonces me extraño aún más, porque recuerdo que en la novela eso ocurre lejos de la cena, en la escalinata universitaria, y años después. Pero cuando vuelvo a preguntarle, Patricia me responde solo con una sonrisa, invitando a dejarme caer en este otro mundo, cinematográfico y breve, donde el tiempo y el espacio serán mezclados, antojadizamente reunidos en este local: la fantasía que recreará la obra literaria. Sí, es mejor dejarse caer sin más preguntas. Sobre todo porque ya Patricia sigue su viaje con los reportes de continuidad a cuestas, donde anota pormenores de cada toma.

    Los actores esperan. Unos se concentran, otros ensayan, la mayoría conversa y bromea. Alguno termina a hurtadillas el último cigarro antes de la acción. Tomás recorre cada grupo ajustando instrucciones. Cuando todo está claro, retorna a su puesto de mando, de donde sale Ernesto y anuncia un “¿Estamos listos?” que es más afirmación que pregunta. Todos recuperan sus posiciones. La compostura reina en la servida mesa, con todo el rigor del que Rialta sería capaz. Estudiantes y policías abandonan las bromas y empiezan a enemistarse, al menos con la mirada. Montadores, utileros y asistentes abandonan la locación, pero estarán atentos a cualquier necesidad. El grupo de maquillaje y vestuario también se retira, pero a menudo lanza un vistazo entre los cortinajes, vigilantes de una arruga, una gota de sudor, el más mínimo desperfecto que ensombrezca la precisión de esta relojería.

    Gilberto Fleites sube al dolly y toma posesión de la cámara. “Gilberto es el foquista más importante del cine cubano —me había dicho Pepe antes—, ha trabajado en más de 60 largometrajes, incluido el primero que realizó el ICAIC hace casi medio siglo. Pero tal vez esta sea la primera vez que está detrás de una cámara digital, y no como foquista, sino como camarógrafo.” Carlitos, el primer asistente de cámara, se sitúa cerca: lo acompañará en el recorrido del dolly.

    Ernesto pide prisa. Patricia a su lado, con mirada detectivesca, repasa minuciosamente cada detalle de la locación. Desde el puesto de mando indican luz verde y el joven director asistente comienza el mágico ritual: “¿Actores listos? ¿Cámara lista?” y tras cada respuesta afirmativa Carlitos identifica: “Secuencia 14, Plano 234, Toma 1”, y entonces retumba la estocada de Ernesto: “¡Acción!”.

    (Quisiera decir que sobreviene un cósmico silencio, y de hecho así ocurre dentro del salón. Pero sucede que en la acera de enfrente, cruzando Prado, una discoteca acaba de despertar sus altoparlantes y la Charanga Habanera inunda el comedor con su desenfreno. Ante mi escalofrío, Patricia me tranquiliza: “Este plano no tiene sonido directo, después se doblará en postproducción”. Así que ante mí se desenvuelve la posibilidad, como una ventolera en un sótano, de atestiguar la increíble confluencia de una cena íntima, una manifestación callejera, y un zafarrancho salsero de actualidad. Ya veremos cómo sale esto. Pero no demoro más la acción, recordemos que Ernesto pidió prisa.)

    “¡Acción!”, se dijo entonces.

    Con histórica solemnidad José Cemí entra en la sala, se acerca a su tío Alberto e inician una discreta conversación, mientras los demás comensales acuden al entrante con provechosa desenvoltura. Entonces, ocurre lo impensado previsto: ante el estupor de la familia se lanzan a correr los estudiantes con una mezcla de arrebato y aprensión, los conduce el Apolo aparecido que solo viste un pantalón blanquísimo, pero visitado por el desorden sangriento que le recorre todo el cuerpo, tinta roja sobre el blanco, como si anunciara el desliz de la remolacha que Demetrio dejó escapar al mantel; el semejante a Apolo entusiasma a los demás jóvenes y todos irrumpen en el comedor, perseguidos ferozmente por los policías que a ritmo de Charanga les reparten bastonazos y puntapiés, sobre todo a los revoltosos más tardíos, o a los solidarios con las estudiantes que antes de huir, ripostan con diestros carterazos al rostro de los agentes. Se forma un nudo de creíble pugilato: los anfitriones e invitados al festín despliegan su pavor con exhalaciones de zanahoria y mayonesa.

    El dolly avanza a la par de la revuelta, conducido por dos asistentes que dominan a la perfección la velocidad necesaria para acompañar la rebatiña; uno de ellos, asombrosamente, es capaz de seguir con las rodillas el ritmo trepidante de la música invasora, mientras reproduce la lentitud del plano ensayado. Los puñetazos se reducen mientras se alcanza la otra punta de la mesa y los estribillos salseros se ahogan en su letanía. Por fortuna, el grupo estudiantil logra escapar gracias a la asistencia del entintado parecido a Apolo. Los policías, no obstante, porfían en la persecución y salen de cuadro. Ha terminado la acción. Universitarios y guardias se reconcilian en la silenciosa proximidad desde donde esperan el veredicto; han quedado sudorosos, como si se hubieran regado en el despelote de la Charanga. Desde el puesto de mando dan la voz de “¡Corten!”, para alivio de la familia y de algún espantado camarón, que suspira lívido desde el soufflé.

    Ernesto y Patricia corren al puesto de mando, allí se decidirá si la toma es buena o hay que repetirla. Decido acompañarlos y entro con ellos en una pequeña habitación contigua. Está instalado al centro un televisor donde pudo ser vista la acción por el director, sus asistentes, el director de fotografía, el director de arte, el sonidista y demás curiosos. Al lado, una laptop monitorea los niveles de luz y cromas de la cámara, bajo la escrutadora atención de Cano. Visualizan otra vez la secuencia, la analizan en silencio. Al final, Pepe mira a Tomás y anuncia “Por mí todo quedó perfecto”, Ernesto también mira a Tomás y sugiere “Los actores estuvieron muy bien”. Patricia sostiene su bolígrafo sobre el reporte de continuidad, lista para rubricar el resultado, y se suma al coro de las miradas a Tomás. El director no pierde de vista la pantalla, evalúa el plano, comparándolo con el plano que habita en su guión, en su sueño. Todos esperan su decisión. Al final sonríe y confirma: “Sí, quedó muy bien”. Patricia apunta rápidamente. Ernesto sale y anuncia a todo el equipo y los actores: “¡Muy bien! ¡Quedó, muchas gracias!”

    Son las 11:30 pm.

    3

    Entonces todo se desvanece. Como en una milagrosa disolvencia, salimos Lezama y yo de la cámara. Cuando abro los ojos, estoy nuevamente en la casa de Trocadero, frente a la pantalla de la Z1 donde ha terminado el plano del comedor. Lezama, sonriente, va a dar una vuelta por la vorágine hogareña, lo veo alejarse oliendo uno de los Por Larrañaga, aunque sin encenderlo. Pepe regresa: “Espero no haberme demorado mucho. Como te habrás dado cuenta, esta es una película compleja, realizada con bajo presupuesto, donde intervienen más de cien actores y trascurre a través de distintas épocas. Su narración es muy sensorial, propone una experiencia sonora y visual, dependiente del vestuario, de la escenografía, en fin, de la imagen. Por eso debo saltar de un lado a otro, ajustando con Tomás cada pormenor.”

    “Tomás es un director profundamente preocupado por cada detalle —continúa Pepe—, aunque ha tenido el grandísimo privilegio de contar con Ernesto, un joven brillante. Su padre, Jorge Luis Sánchez, fue también un fabuloso director asistente, recuerdo que trabajó con Fernando Pérez, con Birri. Estoy convencido de que El Benny, su más reciente película y ópera prima, caminó muy bien por su experiencia anterior.”

    Aquí en Trocadero se filma con mucha más agilidad. Los planos son más sencillos y se aprovecha cada segundo. El puesto de mando se ha improvisado en el patio de la casa y Tomás viaja constantemente del monitor a los actores, les marca un dato y regresa. Lo mismo con el equipo: “Pepe ven, esto tenemos que simplificarlo”. A la vorágine.

    Ernesto pasa corriendo, simula una baqueta con la funda de una macana policial y así va, en su imaginaria sinfonía, concertando detalles, transmitiendo órdenes, preguntando tiempos; Patricia se cruza con él, corre en sentido contrario. Denis reparte unas planillas al equipo: son el llamado de la próxima jornada. El grupo de William monta el dolly nuevamente. Ernesto pide “Vamos a estar listos”. Rey, el joven monarca del micrófono, sostiene el boom bajo las instrucciones de Ricardo Estueta, el sonidista del rodaje, que se mantiene alerta en el puesto de mando, ajustando niveles.

    “¿Cámara?” “Lista”. “¿Actores listos? ¿Sonido?” “Listo” “Acción”.

    Y se repite el ciclo, y después del “Corten”, Ernesto baja el volumen y le pregunta a Tomás: “¿Cómo estuvo?” Tomás lo mira y sonríe levemente. Ernesto insiste: “Pero, ¿bien?” Tomás señala su reloj. Ernesto vuelve a aumentar el volumen: “¡Quedó muy bien! ¡Gracias!” Patricia apunta velozmente los detalles, ya luego serán muy útiles para seleccionar las mejores tomas, y también durante la edición. Los asistentes de producción reparten una merienda: bocaditos y refresco. La mayoría ni siquiera se acomoda para aliviarse el apetito. José Muñiz, encargado de los efectos especiales, tiene hoy una noche tranquila: “Esta es una película sencilla, solo humo y pistolas”.

    Aprovecho el supuesto descanso para conversar con Tomás, mientras montan las luces del próximo plano. El director regresa de marcarle intenciones a Georbis, en una secuencia donde interpreta al joven de la actualidad que entrevistará a Lezama. Ernesto le pregunta a Pepe: “¿Cómo vamos?”, “Bien, muy bien”, responde el fotógrafo.

    Antes de que Tomás se siente frente al monitor, le pregunto por Lezama.

    —A Lezama lo conocí en diciembre de 1966, cuando publicaron por primera vez Paradiso. En esa época yo era un muchacho y por supuesto, lo que me leí fue el Capítulo 8. Pasaron muchos años para que yo realmente pudiera entrar más en el mundo lezamiano. Cuando me gradué de Historia del Arte, hice el servicio social en Patrimonio Cultural y así, al morir su viuda, tuve la dicha de inventariar todas las piezas que había en su casa. Las que quedaron, porque muchas se perdieron.

    “En los años 80, fui curador de la primera exposición que se hizo sobre él, en la Galería de Galiano. Fue una exposición de mucho éxito y para mí, una satisfacción muy grande. Entonces me aventuré a leer los ensayos de Lezama, que es por donde se entra en su mundo de un modo más diáfano. En los años 90 escribí dos guiones que nunca se filmaron, donde el escritor aparecía como un personaje. De alguna manera, Lezama ha sido una obsesión en mí.

    “En 1995 hubo una convocatoria en la UNEAC para proyectos de cine, y escribí El viajero inmóvil, que resultó ganador. El premio era la realización del proyecto por el ICAIC, así que en el año 2000 iniciamos los trabajos de la película, pero por temores, o por prejuicios, no fue hasta ahora que la cosa despuntó.

    “Yo quería crear una película muy bella, que de alguna manera fuera digna de homenajear a Lezama, pero a partir de lo que Lezama me deja, no con imágenes semejantes a las literarias. La película no pretende recrear imágenes realistas, aunque incluya momentos de la realidad. Aquí la imagen es la protagonista y para ello he creado mundos que no son precisamente los mundos de la novela. O sea, he creado mis imágenes a partir de lo que Lezama me ha dado… y en ese sentido, es una película desbocada, fabuladora como el poeta.”

    —¿Una película enigmática o transparente?

    —Todo ocurre durante una entrevista, Lezama está hablando todo el tiempo. Entonces la película intenta ser una invitación a acercarse al mundo de Lezama a partir de su discurso, que se visualiza durante el tiempo que dura esa entrevista.

    “Yo he pensado en los que no conocen a Lezama, los que no han leído Paradiso por temor, porque han oído que es una novela muy difícil, y temen no entenderla. A veces no hay que entender mucho, sino dejarse llevar, sumergirse en ese mundo especial. Por eso quise invitar a los posibles espectadores a que vayan a la novela. Por ejemplo, en todos los pasajes que narran las aventuras de Farraluque, que son en la novela los más tórridos, es donde he sido más parco, o sea, yo dejo la incógnita de cómo es el aparato de Farraluque. El que quiera verlo, tiene que ir a la novela. En ese sentido es una película donde muchas secuencias quedan abiertas, y hay que completarlas con la lectura de la novela.”

    Lezama, a nuestro lado, enarca una ceja cuando escucha la referencia al personaje. Tal vez se imagina el escándalo macrogenitosoma desplegándose en todo su furor desde la pantalla del Chaplin. Y sonríe Lezama, y yo trago en seco, porque debe imaginarse ahora mismo la lombriz nerviosa que se desliza fuera de la pantalla, ganando espacio a medida que se vigoriza como un puente hasta la realidad. Seguramente Lezama imagina el cruce multitudinario, pero le desvanezco el delirio con mi próxima pregunta al director, que termina su merienda.

    —¿Una película polémica?

    —Sí, pienso que sí. No es una película al uso, tal vez no se parezca a ninguna película cubana. Quizás se acerque a algunas mías, aunque yo creo que he ido mucho más allá: es mi película más riesgosa. Para lograr un homenaje digno, debía correr riesgos. Por eso la concebí sin prejuicios, porque únicamente sin prejuicios se puede abordar una obra sobre Lezama. Hacerle una película convencional no tiene sentido.

    “También es una película compleja desde el punto de vista de la producción y desde la puesta en escena. Desde lo más fantasioso hasta lo más documental, que también está dentro de la película, ya verán. Paradiso es una novela que funde, a veces deja de ser narrativa para convertirse en ensayo, y en ese sentido intenté fundir y romper las fronteras entre la ficción y el documental, porque en la estructura del guión, esta película es un documental, no una ficción. Sin embargo, no es un docudrama, solo intenta borrar las fronteras entre los géneros.”

    —Y el rodaje, ¿cómo ha sido?

    —Estoy muy satisfecho, porque tengo un equipo de trabajo excelente, y eso a veces no se logra. Siempre he tenido suerte con el staff, pero en este caso tuve muchísima suerte. El equipo es excelente, y han hecho lo imposible por lograr lo que yo quería. A lo mejor sin que ellos lo entendieran del todo, porque soy muy contundente en mis propósitos, tengo la costumbre de ver la película en su integridad: cuando estoy haciendo un plano, estoy pensando cómo voy a montar ese plano posteriormente, y qué plano va antes y cuál va después. Esa visión total de la obra no la tenía el equipo, ellos tenían las partes. Y cuando yo decía: “esto es de aquí a acá”, ellos sentían una seguridad, una claridad.

    “También había una enorme disposición de entrega en todos. Lo que ha hecho Pepe Riera es increíble, estoy muy satisfecho con su trabajo. Ha hecho una película… asquerosamente hermosa, muy bella. Tuvo un cuidado extremo, de virtuoso, en la iluminación de cada plano. Y eso es esencial para rendirle un merecido tributo a Lezama. En ese sentido, todo el mundo puso su parte. Los asistentes, Diana, Margarita y Alejandro fueron excelentes. Y especialmente Ernesto, el director asistente, fue de lo mejor que me sucedió en el rodaje, porque tenía el control absoluto de la película, hasta el punto en que yo no me ocupaba de qué secuencia íbamos a filmar. Para mí fue una dicha.

    “Para esta película el trabajo de producción era muy importante. Humberto, Denis, Ulises, hicieron un trabajo de producción con una gran solidez, de modo que en cada momento me dieron lo que necesitaba, aunque hubo que hacer cortes al guión, porque el presupuesto no daba.”

    Tomás se ríe: “Esta película es una superproducción de bajo presupuesto.”

    —“¡Vamos a estar listos!” —dice Ernesto y Tomás me advierte: “un minuto” antes de volverse al monitor. De inmediato estamos rodeados por todo el equipo, que vigilará atentamente la pantalla.

    “¿Cámara?” “Lista.” “¿Actores listos? ¿Sonido?” “Listo” “Acción”.

    Y se repite el ciclo, y después del “Corten”, corren a retocar el maquillaje y el vestuario a los actores, y para el próximo plano se necesita cambiar la cámara de lugar, y algunas luces, y Rey encuentra una postura de malabar para colocar el micrófono sin que aparezca en el plano. Tomás se levanta, va, le indica a los actores, bromea con ellos, regresa a su puesto de mando. Toma agua. Sonríe y continúa:

    —Un aspecto importante para la película fue el casting. Aunque yo utilizara actores con los que estoy acostumbrado a trabajar, como Eslinda Núñez, Jorge Martínez, Fernando Echavarría, al mismo tiempo he tenido la posibilidad de trabajar con jóvenes que no son actores, para los que impartí un taller. Uno de los protagonistas, Carlos Solar, que interpreta a Fronesis, hizo aquí su debut. Y te digo sinceramente que dirigí a todo el mundo sin tener en cuenta diferencias de formación, ni de experiencia, nada.

    “Para mí la labor con los actores es de una complicidad especial. Yo siempre tiendo a trabajar con actores que son amigos míos. Con Eslinda yo tengo una confianza muy grande, igual que con Jorge, con Georbis había hecho un trabajo previo, en Freddy…, y eso decidió que fuera el protagonista de esta película. Esa complicidad que se logró entre nosotros durante el ensayo, durante el rodaje, fue muy linda.”

    —“¡Corten!” —anuncia Ernesto— “¡Muy bien. Gracias!”

    Ha sido el último plano de la jornada. Aplausos. Ocurre ahora el zafarrancho inverso, el repliegue de la industria, se enrollan cables, se guardan luces, se cierran baúles, se pliegan escaleras, se enfunda la cámara, se identifican los casetes. El avispero se reactiva con la misma celeridad a pesar de la madrugada. Los camiones se despiertan, ante la sucesiva y febril entrada de carga y más carga, como si hubieran olvidado que tanta era. Cuando arrancan, en la carrocería vuelve a centellear el título: El viajero inmóvil.

    Por eso la culpa es de Lezama. La culpa leve, casi infantil, de mi visita y su recuento en estas páginas que ojalá no hayan aburrido demasiado. Pero también la otra culpa, fiera y necesaria, de que Tomás se haya lanzado a esta aventura, durante tantos años pendiente. Aventura que se expande como un laberinto donde hay invitación para que todos se asomen al poeta.

    ¿Qué diría Lezama frente a la pantalla?, me pregunto. Y Tomás se anima:

    —A lo mejor se insultaría, aunque él era muy irónico, tenía muy buen humor. Creo que quizás se divertiría mucho.

    4

    Ya todos se han ido. Sobreviene un silencio extraño tras el zafarrancho, la madrugada recupera su quietud habitual, aunque ya poco falta para el amanecer. Tomás permanece en la calle, mirando alrededor, como si sospechara una presencia que lo advierte, como si quisiera dejar ondeando en plena calle esa historia que tiembla y lo sigue, como si escuchara el abanico y el sillón del poeta, sístole y diástole que al caer el silencio, desenmascaran la presencia.

    Tomás sonríe como tras un saludo, y tras el portazo del carro, desaparece a lo lejos. Entonces —solo entonces— un aroma a Por Larrañaga comienza a recorrer, lentamente, toda la calle Trocadero.
     
    Tomado de: www.laventana.casa.cult.cu



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