“Nuestro objetivo final es nada menos que lograr la integración del cine latinoamericano. Así de simple, y así de desmesurado”.
Gabriel García Márquez
Presidente (1927-2014)

NOTICIA


  • Cine Latinoamericano en Toronto
    Por Alberto Ramos

    Hamaca paraguaya, de Paz Encina, retrata la secular condición de desamparo y olvido de su país sin dejarse seducir por el fácil expediente de lo testimonial. De hecho, su propuesta opta más bien por el otro extremo: minimalismo, frontalidad, cámara estática, elaboradas simetrías y un sorprendente trazado sonoro asociado a la subjetividad del discurso, dan cuenta de una voluntad de estilización que intenta apresar en su estado más puro esa instancia –tan cara a la historia paraguaya– donde confluyen esperanza y abatimiento, ilusión y pesimismo, obstinación y amargura. Para lograrlo, le basta a su directora con dos personajes y un día a día circular, de claras reminiscencias beckettianas, en una remota comarca hacia 1935. El tiempo ha quedado atrás, suspendido sobre el enervante ladrido de un perro y los truenos que a lo lejos anuncian una lluvia que no llegará nunca, como tampoco el hijo cuyo regreso de la Guerra del Chaco añoran los padres. Sólo quedan las voces de éstos, embargadas por la extraña, áspera musicalidad del guaraní, flotando sobre las imágenes como en una letanía infinita, fantasmal. Sin futuro, quebrada la continuidad que supone la figura del hijo, el presente deviene absurdo y la espera un espejismo, un absoluto que aliena, hostil en último término a la vida; de ahí esa cualidad de zombies que distingue a la pareja, y que la estéril monotonía del paisaje ratifica. Hamaca paraguaya es una fascinante incursión a las raíces de una frustración esencial en el alma de aquel país, que la dictadura se encargaría de perpetuar durante largos años de represión, tantos que alguna vez parecieron sellar un oscuro destino marcado por el aislamiento, el silencio y la muerte.

    Drama/Mex, de Gerardo Naranjo, se acoge a la moda de las narrativas bifurcadas a cuya sombra han prosperado firmas contemporáneas tan ilustres como el también mexicano Alejandro G. Iñárritu. Su tono es sin embargo mucho más “casual”, de una frescura que debe mucho a las prestaciones de sus jóvenes (y no tanto) intérpretes, envueltos en tres historias que tienen como trasfondo a un Acapulco decadente y ordinario. En Drama/Mex se trata de dejar atrás un pasado de renuncia, separación y muerte. El que los destinos de sus protagonistas se crucen les ofrece –como es de rigor– la ocasión de redimirse. No por gusto todo termina frente al mar, de espaldas a la ciudad que fue testigo de sus angustias. 

    En Nacido y criado, su director Pablo Trapero se centra en la recuperación de un hombre que ha quedado devastado luego de un accidente en compañía de su familia. Exilado voluntariamente en la Patagonia, donde el frío y la soledad no son sólo atributos del paisaje,  Trapero sigue al protagonista en esta suerte de ascesis que lo enfrentará a un mundo elemental, donde construirá otros afectos, asumirá otras responsabilidades, conocerá el sufrimiento del prójimo: sólo así, creciendo en humanidad, se reconciliará con su dolor. De una belleza sombría e impactante, Nacido y criado es sin dudas una obra de madurez. Trapero, cuya obra se ha ido moviendo hacia un naturalismo cada vez más depurado, logra enmarcar una verdadera tragedia en el “justo tiempo humano” de las cosas, aquel donde éstas adquieren una grandeza que las sobrepasa.
     
    Glue – Historia adolescente en medio de la nada (Alexis dos Santos, Argentina) también transcurre en la Patagonia, pero esta vez se trata de la típica historia del adolescente en plena eclosión sentimental enfrentado a un panorama doméstico disfuncional, y sus previsibles escapadas en compañía de los amigos hacia los cada vez más familiares territorios del sexo, la droga y la música. Lo que la diferencia de tanto coming-of-age film es su desusado eclecticismo, y sus texturas que suscriben una clara simpatía por lo “experimental”. Y que al final se revelan como el vehículo perfecto de una puesta en escena visionaria, donde paisaje físico y mental se confunden en un viaje alucinante a ese “fondo de la nada” que es el caótico mundo de todo adolescente.

    El cielo de Suely, del brasileño Karim Aïnouz, ofrece uno de los retratos femeninos más sólidos del cine latinoamericano contemporáneo, en una cinta cálida y atmosférica que es como un milagro de realismo en estado de gracia. Toda la acción se enmarca durante la corta estancia de la heroína en la comarca nordestina de Itaipú, su pueblo natal, adonde llega con un pequeño de brazos y la esperanza de iniciar una vida nueva. A las ilusiones que pronto se van desvaneciendo, la muchacha opone un ingenio y una presencia de espíritu que, sin suscribir ninguna agenda feminista, desafían la mediocridad del entorno y dan cuenta de un pragmatismo que escandaliza a aquella comunidad cerrada a todo cambio. Su gesto final va más allá de la derrota personal; es la constatación, determinista si la hay, de que la suerte del Brasil profundo está no sólo marcada por un verdadero abismo económico y social, sino también por la estrechez de ambiciones de sus gentes, que paraliza cualquier intento de superar ese abismo. 

    Una de las mayores satisfacciones de Toronto la brindó sin dudas El violín, de Francisco Quevedo Vargas. Siquiera porque su aproximación a la guerra desde la leyenda se sale de los esquemas habituales del género. Pero también porque su fotografía impresionista en blanco y negro, de texturas exquisitas, le imprime un aura documental un tanto retro afín a los años setenta donde transcurre la acción, enmarcada durante los operativos del ejército mexicano contra la guerrilla en el estado de Guerrero. Por último, y no menos, porque sus actores son en su mayoría no profesionales que dan muestras de un admirable desenvolvimiento. Más allá de lo anterior, apuntar el sentido del tempo y el suspense que recorre esta singular historia de seducción en que el arte vence a la fuerza bruta, y una preciosa coda donde se inmortaliza la figura de su protagonista. Plutarco, que así se llama, es un violinista manco y ya viejo, que atrae la atención del capitán del destacamento ocupante de la aldea en que vive con su familia. En verdad, Plutarco es también colaborador de la guerrilla, pero gracias a su condición de artista reclamado por el poder, logra pasar ante las narices de sus enemigos un cargamento de municiones destinado a los insurgentes. Verdadero tributo a la integridad del artista frente al abuso y la opresión, a la dignidad que no cede ante la injusticia, esta película tierna e ingeniosa abre  espacio a una visión más entrañable de la historia que ni el documental en sus variantes canónicas ni la más espectacular epopeya pueden colmar.



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